Las reglas anticontaminación no parecían afectar a inspectores y a sus respectivos acólitos: Grogan, de pie en el cuarto de estar con las manos en los bolsillos, miraba la escena: el cadáver de un joven en un sofá de cuero negro. Tenía el pelo rubio apelmazado en una brecha y sangre reseca en la cara y el cuello. Había señales de lucha: la mesita cromada con sobre de vidrio volcada con unas revistas debajo. Le habían tapado el pecho con una chaqueta de cuero negro; un detalle piadoso después del derramamiento de sangre. Rebus se aproximó y vio unas señales en el cuello por debajo de los churretones de sangre. En el suelo, ante el cadáver, había una bolsa grande de ésas para el gimnasio o para un fin de semana. Dentro había una mochila, un zapato, el collar de Angie Riddell… y un trozo de cordel forrado de plástico de los de tender la ropa.
– Creo que podemos descartar el suicidio -musitó Grogan.
– Perdió el conocimiento por efecto del golpe y luego lo estrangularon -aventuró Rebus.
– ¿Cree que es él?
– Esa bolsa no está ahí de adorno. El que lo hizo sabía quién era y ha querido que nosotros nos enteremos.
– ¿Un cómplice? -dijo Grogan-. ¿Un compañero o alguien a quien se confió?
Rebus se encogió de hombros. Miraba fijamente el rostro del cadáver como si hiciera trampa con los ojos cerrados y su quietud. «Todo este viaje por tu culpa, hijo de puta…» Se acercó y levantó la chaqueta unos centímetros para observar con detalle. Martin Davidson, bajo la axila, tenía unas bragas negras y un zapato.
– ¡Oh, Dios! -exclamó volviéndose hacia Grogan y Morton-. Lo ha hecho John Biblia. -Vio la mezcla de incredulidad y horror en sus rostros y levantó la chaqueta un poco más para que vieran el zapato-. No se había marchado. Siempre ha estado aquí -dijo.
El equipo de la policía científica y forense hizo su trabajo fotografiando y filmando en vídeo, y guardando en bolsas de plástico las posibles pruebas. El médico forense examinó el cadáver y autorizó el levantamiento para que lo llevaran al depósito. Afuera estaban los periodistas, mantenidos a distancia por un cordón policial. Una vez que el equipo de la científica hubo finalizado su cometido en el piso de arriba Grogan subió con Rebus y Morton a echar un vistazo. No parecía importarle su presencia y seguramente no le habría importado aunque se hubiera tratado de Jack el Destripador en persona: era él, Grogan, quien saldría por la noche en la televisión, por haber atrapado a Johnny Biblia. Sólo que no lo había atrapado: alguien se les había anticipado.
– Repítame eso -dijo Grogan mientras subían.
– John Biblia cogía recuerdos…, zapatos, prendas de ropa, bolsos. Pero además colocaba una compresa en la axila izquierda de las víctimas. Ya lo ha visto abajo… Lo ha hecho para indicarnos quién había sido.
Grogan negó con la cabeza. Sería difícil que la gente creyera eso. Pero él tenía cosas que enseñarles. En el dormitorio principal no había nada de particular, pero bajo la cama había cajas de revistas y vídeos: porno duro como el que tenía Tony El en la pensión, en inglés y otros idiomas. Rebus se preguntó si no lo habría introducido en Aberdeen una de las bandas norteamericanas.
Llegaron a un dormitorio de invitados cerrado con candado. Lo forzaron y se disiparon todas las dudas de dos miembros del DIC que momentos antes comentaban si no se trataría de una artimaña de Johnny Biblia, que había matado a un inocente para hacerles creer que era el asesino. El cuarto era una prueba indefectible de que Martin Davidson era Johnny Biblia. Parecía una capilla a la memoria de John Biblia y otros asesinos: docenas de álbumes de recortes con artículos, fotos pinchadas cubriendo las paredes, vídeos de documentales sobre asesinos en serie, libros plagados de anotaciones y, en el centro, presidiéndolo todo, una ampliación de una octavilla de John Biblia: un rostro casi sonriente, amable, con la leyenda de «¿Ha visto a este hombre?».
Rebus estuvo a punto de asentir; había algo en el rostro que le resultaba familiar… de algún lugar, no hacía mucho. Sacó del bolsillo la foto de Borneo y miró sucesivamente a Ray Sloane y al cartel de la pared. Se parecían mucho pero no era similitud lo que le inquietaba. Era otra cosa, otra persona…
En ese momento Morton dijo algo desde la puerta y se le fue el santo al cielo.
Siguieron a la patrulla a Queen Street como si ambos formasen parte del equipo. En la comisaría reinaba un júbilo discreto apagado por la conciencia de que andaba suelto otro asesino. Pero finalmente un agente lo expuso sin pelos en la lengua: «Si ha sido ese hijo de puta, tanto mejor».
Lo cual, pensó Rebus, sería lo que esperaba John Biblia. Confiaría en que no le buscaran con mucho esfuerzo. Si había salido de su retiro era exclusivamente con un fin muy concreto: matar al suplantador. Johnny Biblia estaba usurpando a su antecesor la gloria, el mérito. Eso requería venganza.
Rebus se sentó en la oficina del DIC pensativo, mirando al infinito. Le dieron una taza y se la iba a llevar a los labios cuando Morton le detuvo.
– Es whisky -le advirtió.
Rebus miró el contenido y vio un líquido de agradable color miel, lo contempló un instante y dejó la taza en el escritorio. Se oían risas, gritos y cantos, como cuando la muchedumbre sale del fútbol después de un partido en que ha ganado su equipo.
– John -dijo Morton-, acuérdate de Lawson.
Sonaba a advertencia.
– ¿Qué pasa con él?
– Que acabó presa de la obsesión.
– Esto es distinto -replicó él negando con la cabeza-. Estoy seguro de que fue John Biblia.
– ¿Y qué?
Rebus meneó la cabeza de un lado a otro.
– Venga, Jack; después de lo que te he contado…, lo de Spaven y todo lo demás…, no deberías hacer eso.
Grogan hacía señas a Rebus de que cogiese un teléfono. Sonriente, con su hálito a whisky, le pasó el auricular.
– Alguien quiere hablarle.
– Diga.
– ¿Pero qué demonios haces ahí?
– Ah, hola, Gill. Enhorabuena. Por fin parece que salen bien las cosas.
Ella se ablandó un poco.
– Gracias a Siobhan; no a mí. Yo me limité a pasar la información.
– Asegúrate de que queda por escrito.
– No te preocupes.
– Ya hablaremos.
– John… ¿cuándo vuelves?
No era lo que quería preguntarle.
– Esta noche, o mañana.
– Muy bien. -Hizo una pausa-. Nos veremos entonces.
– ¿Te apetece hacer algo el domingo?
– ¿Hacer, qué? -replicó ella como sorprendida por la propuesta.
– No sé. ¿Salimos por ahí en coche, o vamos a pasear… por algún lugar de la costa?
– Ah, bueno.
– Te llamaré. Adiós, Gill.
– Adiós.
Grogan se sirvió otra taza. Había por lo menos un par de cajas de whisky y tres de botellas de cerveza.
– ¿De dónde saca todo eso? -dijo Rebus.
– Lo sabe perfectamente -contestó Grogan sonriente.
– ¿De los pubs? ¿De los clubes? ¿Gente que le debe favores?
Grogan se limitó a guiñarle un ojo. Llegaban más agentes en grupo, de uniforme y de paisano; incluso algunos que no parecían estar de servicio. Se habían enterado y no querían perdérselo. Los jefazos andaban por allí muy tiesos pero sonrientes, diciendo que no cuando les ofrecían volver a llenarles la taza.
– ¿No será que se lo consigue Ludovic Lumsden?
El rostro de Grogan se ensombreció.
– Ya sé que piensa que le jodió de lo lindo, pero Ludo es un buen policía.
– ¿Dónde está?
– Ni idea -respondió Grogan mirando alrededor.
De hecho, nadie sabía dónde estaba Lumsden; no le habían visto en todo el día. Habían llamado a su casa pero sólo respondía el contestador automático. Como tenía el busca conectado y no respondía, un coche patrulla de servicio se acercó a su casa pero allí no había nadie, a pesar de que estaba su coche aparcado. Rebus tuvo una idea y bajó a la sala de comunicaciones. Allí sí trabajaban; respondían llamadas, mantenían el contacto con los coches patrulla y los agentes de ronda. Pero también tenían su botella de whisky con unos vasos de plástico. Rebus preguntó si podían enseñarle el registro del día.
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