Sólo tuvo que retroceder a una hora más atrás. Una llamada de la señora Fletcher denunciando la desaparición de su marido. Había salido a trabajar por la mañana como de costumbre, pero no había vuelto a casa. En la denuncia figuraban detalles del coche y una breve descripción. Se había dado la alerta a las patrullas y si pasadas unas doce horas no aparecía se iniciarían indagaciones más concretas.
Nombre de pila del desaparecido: Hayden.
Rebus recordó a Judd Fuller hablando de deshacerse de cadáveres en el mar o en tierra, en lugares remotos donde nadie los descubriría. Pensó si no sería el destino de Lumsden y Fletcher… No, no podía hacer eso. Escribió una nota en el reverso de una de las hojas de registro y se la pasó al oficial de servicio, quien la leyó en silencio antes de coger el micrófono:
– A los coches patrulla circulando cerca del centro, diríjanse a College Street, al Burke's Club. Detengan a Judd Fuller, copropietario del local, y tráiganlo a Queen Street para interrogarle. -El oficial de comunicaciones se volvió hacia Rebus, quien asintió con la cabeza-. Y miren en el sótano, donde posiblemente hay personas retenidas contra su voluntad.
– Por favor, repita -transmitieron desde un coche patrulla.
Repitieron el aviso y Rebus volvió arriba.
A pesar de la fiesta el trabajo continuaba. Vio a Morton en un rincón tratando desaforadamente de ligarse a una secretaría. A su lado, un par de agentes atendían sin cesar llamadas telefónicas. Rebus fue a un teléfono y llamó a Gill.
– Soy yo.
– ¿Qué pasa?
– Nada. Escucha; ¿pasaste toda la información sobre Toal y Aberdeen a la brigada de aquí?
– Sí.
– ¿Quién es tu contacto?
– ¿Por qué?
– Porque tengo un recado para él. Creo que Judd Fuller ha secuestrado al sargento Ludovic Lumsden y a un tal Hayden Fletcher y seguro que piensa hacerlos desaparecer.
– ¿Qué?
– Un coche patrulla se dirige ahora mismo al club y Dios sabe lo que encontrarán, pero que los de la brigada echen un vistazo. Si dan con ellos los traerán a Queen Street. Que los de la brigada manden a alguien aquí.
– Ahora mismo lo hago, John. Gracias.
– De nada.
«Me estoy ablandando con los años -pensó-. O tal vez sea más consciente.»
Fue a dar una vuelta por los grupos haciendo la misma pregunta y finalmente le señalaron al oficial de enlace con las petroleras, el inspector Jenkins. Rebus sólo quería verle la cara. Stanley había mencionado su nombre en la declaración junto con el de Lumsden. Seguro que los de la brigada querrían tener unas palabritas con él. Sonreía como si tal cosa, bronceado y relajado de vuelta de sus vacaciones. Rebus sintió una gran satisfacción al pensar que pronto se vería empapelado en una investigación interna.
A lo mejor, al fin y al cabo, no se estaba ablandando tanto.
Se acercó a los que estaban al teléfono y miró por encima de sus hombros. Comenzaban a recopilar los datos preliminares sobre el homicidio de Martin Davidson, los detalles facilitados por los vecinos y su jefe en el trabajo, y tratando de localizar a algún familiar sin que se interpusiera la prensa.
Uno de ellos colgó el receptor con fuerza y sonrió de oreja a oreja. Cogió la taza de whisky y la apuró de un trago.
– ¿Alguna novedad? -preguntó Rebus.
Una bola de papel alcanzó al agente en la cabeza y él la devolvió riéndose.
– Un vecino que al volver del turno de noche se encontró con un coche que bloqueaba el camino de entrada a su casa -dijo-. Tuvo que dejar el suyo aparcado en la calle y dice que como no había visto nunca aquel coche lo miró bien para acordarse si volvía a verlo. No estaba allí cuando se levantó por la mañana. Es un BMW azul metálico, serie 5, y hasta recuerda letras de la matrícula.
– ¡Hostia bendita!
El agente cogió el teléfono.
– Vamos a averiguarlo rápidamente.
– Más vale, porque si no Grogan estará tan borracho que le va a costar enterarse.
Grogan se tropezó con Rebus en el pasillo y le pasó un brazo por los hombros. No llevaba corbata y los dos primeros botones de la camisa estaban desabrochados y se le veía vello canoso. Había bailado una jiga con dos agentes femeninos y sudaba profusamente. Acababa de entrar el turno de relevo, pero a quienes les tocaba salir no se marchaban por no romper el encanto. Se citaban en pubs y clubes, restaurantes y boleras, pero nadie se iba; se oyó un fuerte aplauso cuando de un restaurante indio de la vecindad llegaron cajas y bolsas de comida, obsequio de los jefazos que ya habían abandonado la fiesta. Rebus se sirvió un poco de pakora en pan nan sin levadura y tikka de pollo.
A juzgar por su aliento, Grogan no había probado bocado a mediodía.
– Mi querido colega de las Lowlands -exclamó eufórico-, ¿qué tal? ¿Disfruta de la hospitalidad de las Highlands?
– Es una fiesta estupenda.
– ¿Y por qué esa cara tan larga?
Rebus se encogió de hombros.
– Ha sido un día agotador -dijo, pensando en que podía haber añadido: y la noche que queda por delante.
– Le recibiremos encantados cuando quiera. Será bienvenido cuando a usted le apetezca, cuando le venga en gana -añadió Grogan palmeándole la espalda antes de dirigirse a los servicios, pero se volvió y preguntó-: ¿Ludo sigue sin aparecer?
– Está en el hospital general, compañero de habitación de un tal Hayden Fletcher.
– ¿Qué?
– Y hay un agente de la Brigada Criminal a la espera de que recobren el conocimiento para tomarles declaración. Ya ve lo limpio que está Lumsden. Ya es hora de que despierte usted a la realidad.
Rebus bajó a las salas de interrogatorio y abrió la puerta de la que habían usado para interrogarle a él. Sentado a la mesa, fumando un cigarrillo, estaba Judd Fuller. Ya antes les había explicado el caso a los interrogadores, mencionándoles las cintas y notas de Gill.
– Buenas tardes, Judd.
– ¿Nos conocemos?
Rebus se le acercó.
– Hijo de puta, imbécil, yo pude escapar pero tú, dale con el sótano. A Erik no le gustará -añadió meneando la cabeza.
– A Erik que le den por el culo.
– Que cada cual se las apañe, ¿no?
– Acabemos de una vez.
– ¿Cómo?
– ¿A qué has venido aquí? -replicó Fuller mirándole a la cara-. Si quiere zurrarme es la única oportunidad que tiene. Venga.
– No necesito pegarte, Judd -replicó Rebus sonriente mostrando el diente partido.
– Pues es un cobarde.
Rebus meneó la cabeza despacio.
– Lo fui, pero ya no.
Le dio la espalda y salió del cuarto.
En la sala del DIC la fiesta estaba en pleno apogeo. Habían puesto en marcha un radiocasete y se oían arpegios de acordeón distorsionado a todo volumen. Sólo bailaban dos parejas, sin mucha gracia; entre los escritorios faltaba espacio para marcarse debidamente un ceilidh escocés. Había tres o cuatro personas derrengadas en las mesas, bebidas, y un tipo en el suelo. Rebus contó nueve botellas vacías de whisky y ya había ido alguien a por más cajas de cerveza. Morton seguía de cháchara con la secretaria, colorado como un tomate por el calor. Aquello comenzaba a oler como unos vestuarios.
Rebus dio una vuelta por la sala: seguía en las paredes el material sobre las víctimas de Johnny Biblia en Aberdeen, con planos, diagramas, listas de turnos y fotografías. Miró las fotos, como tratando de recordar las caras sonrientes, y advirtió que el fax vomitaba algo. Los datos del propietario del BMW azul metalizado. Había cuatro en Aberdeen, pero sólo uno con la misma secuencia de letras que recordaba el testigo. A nombre de una empresa llamada Eugene Construction con sede en Peterhead.
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