– Oh.
– ¿Te llevo a algún sitio?
– El hotel queda a dos minutos.
– John -dijo Lumsden con una mirada glacial-, ¿te llevo a algún sitio?
– Pues claro, Ludo -contestó, dando la vuelta al coche y sentándose a su lado.
Fueron hacia el puerto y aparcaron en una calle solitaria. Lumsden paró el motor y se volvió hacia él.
– ¿Y bien?
– ¿Y bien, qué?
– Pues que fuiste hoy a Sullom Voe sin que te dignaras informarme. Mi terreno se ha convertido en tu terreno. ¿Qué te parecería si yo fuese a Edimburgo y me pusiera a actuar a tus espaldas?
– ¿Es que soy un prisionero? Creí que era del bando de los buenos.
– No es tu ciudad.
– Sí, ya lo veo. Pero quizá tampoco sea la tuya.
– ¿Qué quieres decir?
– Lo que quiero decir es quién manda realmente aquí en la sombra. Tenéis una juventud desquiciada por la frustración, candidata perfecta para la droga o cualquier cosa que les anime la vida. Y esta misma noche he visto en esa discoteca al loco del que te hablé: Stanley.
– ¿El hijo de Toal?
– El mismo. ¿Querrías decirme si ha venido aquí a una exposición de flores?
– ¿Se lo has preguntado?
Rebus encendió un cigarrillo y bajó el cristal de la ventanilla para tirar la ceniza fuera.
– No me vio.
– Tú crees que deberíamos interrogarle a propósito de Tony El. -La respuesta era obvia-. ¿Y qué nos va a decir: «Sí, claro, yo lo maté»? Vamos, John.
Una mujer golpeó con la mano en la ventanilla. Lumsden bajó el cristal. Era una buscona.
– ¿Dos? Bueno, normalmente no hago tríos, pero no estáis mal… Ah, hola, señor Lumsden.
– Buenas noches, Cleo.
La mujer miró a Rebus y, de nuevo, a Lumsden.
– Veo que ha cambiado de gustos.
– Lárgate, Cleo -dijo Lumsden subiendo el cristal.
La mujer desapareció en la oscuridad.
Rebus se volvió hacia Lumsden.
– Mira, no sé lo corrupto que estás. No sé quién paga mi hotel. Hay muchas cosas que ignoro, pero me da la impresión de que empiezo a conocer la ciudad. Lo sé porque es muy parecida a Edimburgo. Y sé que podrías vivir aquí varios años sin ver lo que hay bajo la superficie.
Lumsden se echó a reír.
– Llevas aquí… ¿Cuánto?, ¿día y medio? Eres un turista; no presumas de conocerla. A mí, que hace mucho más tiempo que vivo aquí, no se me ocurriría alardear.
– Es igual, Ludo… -musitó Rebus.
– Esta discusión no nos lleva a ninguna parte.
– Tú eres el que quería hablar.
– Y sólo hablas tú.
Rebus lanzó un suspiro y comenzó a hablar como si se dirigiera a un niño.
– El Tío Joe domina Glasgow, incluido, supongo, una buena tajada del narcotráfico. Ahora está aquí su hijo, tomando copas en el Burke's. Un confidente de Edimburgo tenía información sobre un cargamento que iba destinado al norte. Y además tenía el número de teléfono de Burke's. Y acabó ahogado. Es una pista -añadió, alzando un dedo-. Tony El torturó a un trabajador del petróleo, que también murió. Acto seguido ese Tony El viene aquí y aparece muerto. Son tres muertes de momento, todas sospechosas y nadie hace nada. -Alzó de nuevo el dedo-. Segunda pista. ¿Hay relación entre las dos últimas? No lo sé. De momento lo único que las relaciona es Aberdeen. Pero ya es algo. Tú no me conoces, Ludo. Todo lo que necesito es un buen comienzo.
– ¿Puedo cambiar ligeramente de tema?
– Adelante.
– ¿Sacaste algo en limpio en Shetland?
– Hostilidad. Una de mis aficiones. Soy coleccionista.
– ¿Y vas mañana a Bannock?
– No has perdido el tiempo.
– Unas simples llamadas. ¿Sabes qué? -añadió, dando al contacto-. Estoy deseando que te largues. Mi vida era muy tranquila antes de que tú llegaras.
– Soy una diversión continua -dijo Rebus, mientras abría la portezuela.
– ¿Adónde vas?
– Vuelvo a pie. Es una noche agradable.
– Como gustes.
– Siempre lo hago.
Rebus contempló cómo el coche se alejaba y tomaba una curva. Escuchó desvanecerse el ruido del motor, tiró el cigarrillo y echó a andar. El primer club que encontró era el Yardarm. Era la noche de baile exótico, con un espantapájaros en la puerta para cobrar la entrada. Él ya estaba de vuelta. El momento de auge de los bailes exóticos a finales de los setenta había sido generalizado en los pubs de Edimburgo: hombres con gafas oscuras, la chica del striptease elegía tres discos de la máquina y después, si querías que la cosa fuera a más, toda la colección.
– Sólo dos libras, amigo -dijo el espantapájaros, pero Rebus negó con la cabeza y siguió su camino.
La noche estaba llena de ruidos: alaridos de borrachos, silbidos y pájaros que ignoraban lo tarde que era. Unos polis interpelaban a dos quinceañeros. Pasó de largo como un turista más. Quizá Lumsden tuviera razón, pero él no pensaba así. Aberdeen era muy parecido a Edimburgo. A veces ibas a un pueblo o a una ciudad y no le cogías el pulso, pero no era el caso de Aberdeen.
En Union Terrace un múrete de piedra protegía el parque que se extendía en declive hacia una hondonada. Su coche seguía aparcado en la otra acera, justo delante del hotel. Iba a cruzar cuando dos manos le agarraron por los brazos, tirando de él hacia atrás. Cayó sobre el murete y siguió cuesta abajo dando tumbos y revolcones.
Caía, rodaba… Resbalaba por la pendiente del parque, sin poder parar, dejándose ir, golpeándose con matas y arbustos, rompiéndose la camisa. Le entraba tierra en la nariz y sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Al fin aterrizó en el césped recién cortado boca arriba y sin aliento, más furioso que dolorido. Oyó ruido entre los arbustos. Bajaban a por él. Consiguió ponerse de rodillas, pero le alcanzó un puntapié que le tumbó de bruces con los brazos abiertos. El pie agresor le presionó con fuerza la cabeza y se la inmovilizó, haciéndole chupar hierba y aplastándole la nariz. Ahora le agarraban los brazos por detrás tirando un poco hacia arriba: un dolor insoportable que no le impidió darse cuenta de que no le convenía moverse.
Debían de ser al menos dos hombres. Las calles con borrachos quedaban muy lejos y el tráfico era un zumbido distante. Notó algo frío contra la sien. Sabía lo que era: una pistola. Fría como el hielo.
Una voz le silbó al oído. Le golpeaba el pulso agitado y tuvo que hacer un esfuerzo para escucharla. Casi un susurro, difícil de reconocer.
– Es un aviso, así que espero que escuche.
No podía hablar. Tenía la boca llena de tierra.
Aguardó a oír el aviso pero no decían nada.
Un culatazo en el temporal, por encima del oído. Miles de estrellas y oscuridad.
Se despertó; aún era de noche. Se sentó y miró a su alrededor. No podía ni mover los ojos de dolor. Se tocó la cabeza… no tenía sangre. Le habían golpeado con algo romo. Para que se enterara. Y le habían dejado tirado allí mismo. Miró en los bolsillos y tenía el dinero, las llaves, el carnet de policía y todo lo demás. Sí, claro que no era un atraco. ¿No le habían dicho que se trataba de un aviso?
Intentó levantarse. Le dolía el costado. Se miró y vio que tenía una rozadura de haber rodado por la pendiente. También rasguños en la frente y había sangrado un poco por la nariz. Miró en el suelo a su alrededor, pero no habían dejado ningún rastro. No era una chapuza. De todos modos, procuró rastrear por donde ellos habían bajado por si se les había caído algo.
Nada. Se irguió sobre el muro y lo saltó. Un taxista le miró asqueado y apretó el acelerador. Un borracho, un vagabundo, un perdedor.
Pura escoria.
Cruzó cojeando hacia el hotel. La recepcionista iba ya a descolgar el teléfono para pedir ayuda, pero le reconoció antes de hacerlo.
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