Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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– Aunque, de acuerdo con el reglamento, debería enseñárselo.

Los dos negaron con la cabeza y Lumsden preguntó cuánto faltaba para abandonar aquella plataforma.

– El último crudo ya ha sido extraído -respondió Eric-. Bombearemos una última carga de agua de mar en el depósito y casi todos marcharemos a tierra. Aquí sólo quedarán los de mantenimiento hasta que decidan qué hacer con ella. Y más vale que se decidan pronto porque mantener esto a base de turnos es muy caro, pues hay que traer las provisiones, hacer el cambio de turnos y, además, disponer de un barco de seguridad. Todo eso cuesta dinero.

– Lo cual no importa mientras Bannock produzca, ¿no es eso?

– Exacto -dijo Eric-. Pero si no produce… los responsables de finanzas empiezan a ponerse nerviosos. El mes pasado perdimos dos días de trabajo por unos problemas con la calefacción. Vinieron y anduvieron con sus calculadoras por todas partes… -añadió, y se echó a reír.

No era en absoluto el peón clásico, el tipo duro, sino un hombre delgado de uno sesenta y cinco con gafas de montura metálica sobre una nariz aguileña y barbilla alargada. Rebus miró a los otros tipos que había en la cantina, tratando de asimilarlos al estereotipo de «grandullón» trabajador del petróleo con la cara manchada de crudo y bíceps tensos tratando de taponar un chorro de oro negro. Eric advirtió que se fijaba en los de la otra mesa.

– Esos tres trabajan en la sala de control. Actualmente casi todo se hace por ordenador: circuitos digitalizados y monitores… Soliciten ustedes que les den una vuelta: es como la NASA, y con tres o cuatro personas funciona todo. Están muy lejos los tiempos de Texas Tea.

– Hemos visto unos manifestantes en un barco -dijo Lumsden, echándose azúcar.

– Están zumbados. Estas aguas son peligrosas para un barco pequeño. Y se acercan demasiado; una ráfaga fuerte podría lanzarles contra la plataforma.

Rebus se volvió hacia Lumsden.

– Tú representas a la policía de Grampian. Podrías hacer algo.

Lumsden lanzó un bufido y se volvió hacia Eric.

– De momento no han hecho nada ilegal, ¿verdad?

– Lo único que están infringiendo son las reglas tácitas de la navegación. Cuando acaben el té querrán ver a Willie Ford, ¿no es eso?

– Así es -dijo Rebus.

– Le dije que nos veríamos en el salón recreativo.

– Quisiera ir también a la habitación de Alian Mitchison.

Eric asintió.

– La misma de Willie. Son habitaciones de dos literas.

– ¿Y sabe usted lo que piensa hacer T-Bird Oil con la plataforma cuando deje de funcionar? -preguntó Rebus.

– A lo mejor acaban hundiéndola.

– ¿Después de todo el jaleo con Brent Spar?

Eric se encogió de hombros.

– Los de finanzas están a favor de ello. No necesitan más que dos cosas: que el Gobierno lo apruebe y una buena campaña de relaciones públicas. Y ésta ya va muy avanzada.

– ¿A las órdenes de Hay den Fletcher? -aventuró Rebus.

– Exacto -contestó Eric, cogiendo su casco-. ¿Han acabado?

– Cuando quiera -dijo Rebus, dando el último sorbo.

Fuera hacía ahora viento «tempestuoso», según expresión de Eric. Rebus avanzaba agarrado a la barandilla y vio que había trabajadores asomados en la plataforma, encuadrados por una cortina de espuma. Se acercó al grupo y vio que el barco de seguridad lanzaba chorros de agua sobre el barco de los manifestantes.

– Tratan de asustarlos para que no se acerquen demasiado a las patas de la plataforma -comentó Eric.

«Maldita sea, ¿por qué habrá tenido que ser hoy?», pensó Rebus, temiéndose que el barco chocara contra la plataforma y hubiera que evacuarla.

Continuaban acosándoles con las cuatro mangueras. Alguien le pasó unos prismáticos que enfocó sobre el barco. Impermeables color naranja, media docena de personas y pancartas: VERTIDOS NO. SALVEMOS EL MAR.

– Ese barco no parece muy seguro -comentó alguien.

En el puente se veía aparecer y desaparecer gente que agitaba los brazos y discutía.

– Esos gilipollas seguramente han ahogado el motor.

– No podemos dejarlo a la deriva.

– Podría ser un caballo de Troya, muchachos.

Se echaron a reír, mientras Rebus y Lumsden seguían a Eric. Subieron y bajaron escaleras de mano y en algunos tramos del suelo Rebus pudo ver a través de la celosía metálica el mar bullente bajo sus pies. Cables y tuberías por doquier, pero siempre de modo que no hubiera peligro de tropezar. Finalmente, Eric empujó una puerta y siguieron por un pasillo. Era un alivio estar a resguardo del viento. Habían permanecido a la intemperie ocho minutos seguidos, se dijo Rebus.

Pasaron por salas con mesas de billar, de pimpón, tableros de dardos y juegos de vídeo. Al parecer, los juegos de vídeo eran muy solicitados. No había nadie jugando al pimpón.

– Hay plataformas con piscina; pero aquí no -dijo Eric.

– ¿Es producto de mi imaginación o se mueve el suelo? -inquirió Rebus.

– Ah, sí -contestó Eric-, las juntas de dilatación; tiene que haber cierta holgura. Cuando azota el temporal se diría que se va a romper. -Otra carcajada.

Siguieron pasillo adelante para pasar por una biblioteca, vacía, y un salón de televisión.

– Hay tres salas de televisión -dijo Eric-. Exclusivamente por satélite, pero casi todos prefieren los vídeos. Aquí estará Willie.

Entraron en una amplia estancia con más de veinte sillas de respaldo recto y una gran pantalla. No había ventanas y estaba en penumbra. Frente a la pantalla había ocho o nueve hombres, de brazos cruzados, quejándose de algo. Uno de ellos miraba una cinta junto al proyector de vídeo. Se encogió de hombros.

– Lo siento -dijo.

– Ése es Willie -dijo Eric.

Willie Ford tendría algo más de cuarenta años, era fornido aunque algo encorvado y llevaba el pelo rapado. La nariz le tapaba una cuarta parte de la cara y la barba se ocupaba de ocultar el resto casi por completo. Si hubiese tenido la tez más oscura, habría podido pasar por un fundamentalista musulmán. Rebus se acercó a él.

– ¿Es usted el policía? -preguntó el hombre.

Rebus asintió.

– La gente parece inquieta.

– Por culpa de este vídeo. Tenía que ser Black Rain, con Michael Douglas, y resulta que es una peli japonesa de igual título pero sobre Hiroshima. Totalmente distinta. Pues sí, muchachos, tendréis que contentaros con otra cosa -dijo, volviéndose hacia el público alzando los hombros y alejándose con Rebus y los otros tres a la zaga.

Cruzaron el pasillo y entraron en la biblioteca.

– ¿Así que usted es el encargado del entretenimiento, señor Ford?

– No, simplemente me gustan los vídeos. En Aberdeen hay una tienda donde se pueden alquilar por dos semanas y casi siempre me traigo unos cuantos. -Conservaba en la mano la cinta japonesa-. No sé cómo ha podido suceder. La última película extranjera que han visto ésos debe de haber sido Emmanuelle.

– ¿Tienen películas porno? -preguntó Rebus para dar conversación.

– Docenas.

– ¿Muy fuertes?

– Depende. -Sonrió-. Inspector, ¿ha volado hasta aquí para interrogarme sobre vídeos porno?

– En absoluto. He venido a interrogarle sobre Alian Mitchison.

El rostro de Ford se ensombreció como el cielo. Lumsden miraba por la ventana, pensando quizá si iban a tener que pasar la noche allí…

– Pobre Mitch. Aún no acabo de creérmelo -dijo Ford.

– ¿Eran compañeros de habitación?

– Los seis últimos meses.

– Señor Ford, me perdonará que sea franco, pero no tenemos mucho tiempo -añadió Rebus, e hizo una pausa. Pensaba en Lumsden-. A Mitch lo asesinó un tal Anthony Kane, un matón a sueldo que antes trabajaba para un mafioso de Glasgow, pero parece que hace poco actuaba por cuenta propia en Aberdeen. El caso es que anoche también el señor Kane apareció muerto. ¿Sabe usted por qué Kane mató a Mitch?

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