Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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Ford puso cara de perplejidad y pestañeó varias veces boquiabierto. Eric parecía también estupefacto y Lumsden adoptó una actitud de estricto interés profesional. Ford logró por fin balbucir:

– No… no tengo ni idea. ¿No sería por error?

Rebus se encogió de hombros.

– Podría ser cualquier cosa. Precisamente, he venido aquí para intentar hacerme una idea de la vida que llevaba Mitch. Para lo cual necesito que sus amigos me ayuden. ¿Puedo contar con usted?

Ford asintió con la cabeza y Rebus se sentó en una silla. -Pues, adelante, empiece por decirme todo lo que sepa -dijo.

En un determinado momento Eric y Lumsden se fueron a almorzar. Regresaron poco después, y Lumsden trajo unos emparedados para Rebus y Willie Ford. El hombre callaba de vez en cuando para beber agua. Explicó lo que Alian Mitchison le había contado: que sus padres eran adoptivos y que había pasado mucho tiempo en el internado juvenil. Ésa era la razón de que le gustara vivir en la plataforma: por la camaradería y la vida en común. Rebus comprendía ahora el motivo de que no se hubiera acostumbrado al piso de Edimburgo. Ford sabía muchas cosas de Mitch y dijo que era aficionado al montañismo y a la ecología.

– ¿Por eso hizo amistad con Jake Harley?

– ¿El de Sullom Voe? -Rebus asintió con la cabeza y Ford hizo lo propio-. Sí, Mitch me habló de él. Eran los dos muy aficionados a la ecología.

Rebus pensó en el barco de los manifestantes… y lo asoció con Alian Mitchison, trabajador de una industria blanco de protestas de los verdes.

– ¿Estaba muy comprometido?

– Era bastante activista. Bueno, con los turnos de trabajo que tenemos nosotros no se puede ser activista a tiempo completo. Él solo estaba en tierra dieciséis días al mes. Y aquí tenemos las noticias de la tele, pero de periódicos, poca cosa. Y menos de los que a Mitch le gustaba leer. No obstante, eso no le impidió organizar ese concierto. Pobre, tanto entusiasmo que puso en ello…

– ¿Qué concierto? -inquirió Rebus, frunciendo el ceño.

– El de Duthie Park. Creo que es esta noche, si el tiempo lo permite.

– ¿El concierto de protesta? -Ford asintió con la cabeza-. ¿Lo organizó Alian Mitchison?

– Bueno, intervino en la preparación contactando con un par de grupos para que vinieran a actuar.

Rebus ató cabos. Los Dancing Pigs tocaban en el concierto y Mitchison era un fan. Sin embargo, no tenía entrada para el concierto… Claro, porque no le hacía falta: ¡pase de invitado! Lo que significaba exactamente, ¿qué?

Nada.

Sólo que Michelle Strachan había sido asesinada en Duthie Park…

– Señor Ford, ¿a la empresa no le preocupaba la… lealtad de Mitch?

– No hay que estar necesariamente a favor de arrasar el planeta para tener un empleo en esta industria. De hecho, en cuanto a industria se refiere, la del petróleo es mucho más limpia que otras.

Rebus reflexionó sorprendido.

– Señor Ford, ¿puedo echar un vistazo a su camarote?

– Por supuesto.

Era pequeño. Contraindicado para claustrofobia nocturna. Dos camas individuales y sobre la de Ford unas fotos, pero encima de la de Mitchison sólo señales de chinchetas.

– Recogí todas sus cosas -dijo Ford-. ¿Sabe usted si hay alguien…?

– Nadie.

– Beneficiencia tal vez…

– Lo que a usted le parezca, señor Ford. Ahora es como su albacea.

Fue la gota que hizo rebosar el vaso. Ford se dejó caer en la cama, con la cabeza entre las manos.

– Dios, Dios…

John el discreto; siempre portador de malas noticias. Con lágrimas en los ojos, Ford se excusó y salió del cuarto.

Rebus se puso manos a la obra.

Abrió cajones y el pequeño armario empotrado y no encontró nada hasta dar finalmente con lo que buscaba debajo de la cama de Mitchison. Una bolsa de basura con bolsas de papel dentro: los bienes materiales del finado.

No eran gran cosa, pero tal vez estuvieran relacionados con el pasado de Mitchison. Ligero de equipaje puedes salir pitando en cualquier momento a donde sea. Algo de ropa, libros de ciencia ficción y de economía y The Dancing Wu-Li Masters. A Rebus este último le sonaba a concurso de baile. Había un par de sobres con fotos y se puso a mirarlas. La plataforma, compañeros de trabajo, el helicóptero con los tripulantes y más grupos; éstos en tierra con árboles al fondo. Pero aquéllos no parecían compañeros de trabajo: melenas, camisetas de colores teñidas a mano y sombreros reggae. ¿Amigos? ¿Ecologistas? El segundo paquete era menos voluminoso. Contó las fotos: catorce, y comprobó los negativos: veinticinco. Faltaban once. Los miró a trasluz y no vio gran cosa. Las copias que faltaban eran también parecidas: grupos, algunos de ellos de tres o cuatro personas. Se los guardó en el bolsillo justo en el momento en que volvía a entrar Willie Ford.

– Lo lamento.

– Fue culpa mía, señor Ford. Hablé sin pensar. ¿Recuerda que antes le mencioné lo de la pornografía?

– Sí.

– ¿Y en cuanto a drogas?

– Yo no tomo.

– Pero si tomase…

– Es un círculo reducido, inspector. Yo no tomo y nadie me las ha ofrecido. Por lo que a mí respecta, la gente podría pincharse en cualquier rincón y ni me enteraría porque no estoy en el rollo.

– Pero rollo hay.

Ford sonrió.

– Puede, pero sólo en tiempo de ocio. Me habría enterado si hubiera estado trabajando al lado de alguien drogado. Nadie se atrevería. En una plataforma necesitas estar en tu trabajo con los cinco sentidos, y aun así no es suficiente.

– ¿Ha habido accidentes?

– Uno o dos, pero no es una tasa muy alta. Y no tuvieron relación con las drogas.

Rebus se quedó pensativo y Ford parecía ahora recordar algo.

– Debería echar un vistazo a lo que sucede ahí fuera.

– ¿Qué?

– Que van a subir a bordo a los manifestantes.

Ya los subían, y Rebus y Ford salieron a verlo. Ford con el casco puesto, pero Rebus, que no acababa de ajustárselo bien, lo llevaba en la mano. De arriba sólo podía caerle la lluvia, que ya amenazaba. Lumsden y Eric estaban ya con los otros, mirando. Vieron subir los últimos escalones a las desaliñadas figuras. A pesar de los impermeables venían chorreando por culpa de las mangueras. Rebus reconoció a alguien: la de las trencitas, otra vez. Parecía melancólica y al borde de la cólera. Se acercó para que le viera.

– Esta no es manera de encontrarnos -dijo.

Pero ella ni le miraba. De pronto gritó: «;AHORA!», escabullándose hacia la izquierda y sacando la mano del bolsillo, en la que ya llevaba una esposa puesta, cerró la otra anilla en el pasamanos de la plataforma, secundada por dos compañeros. Tras lo cual, reanudaron los tres las protestas a voz en grito. Los otros dos pudieron ser reducidos antes de que hicieran lo mismo, y de paso les esposaron ambas manos.

– ¿Quién tiene las llaves? -gritaba uno de los trabajadores.

– ¡Las hemos dejado en tierra!

– ¡Joder! -exclamó el hombre, volviéndose hacia un compañero-. Tráete el soplete. No te preocupes -añadió mirando a la de las trencitas-, aunque te quemen las chispas, te soltamos en un periquete.

Ella, indiferente, seguía gritando consignas con los demás. Rebus sonrió. Era de admirar. El caballo de Troya trabado.

Llegó el soplete. Rebus no acababa de creerse que fueran por las bravas, y se volvió hacia Lumsden.

– Tú, chitón -le previno el de Aberdeen-. ¿No recuerdas lo que te dije de su propia ley? Nosotros no intervenimos.

Encendieron el soplete mientras un helicóptero sobrevolaba la escena y Rebus se debatía en su interior, casi ya decidido, a tirar el soplete al mar.

– ¡Joder, la tele!

Alzaron todos la cabeza. El helicóptero descendía hacia ellos enfocándoles con una cámara de vídeo.

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