Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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– Me atacaron -contestó Rebus-. Tú no sabrás nada, claro.

– ¿Que te atacaron?

– Anoche. Dos tipos me esperaban cerca del hotel. Me tiraron por encima del muro al parque y me dieron un culatazo -dijo, tocándose el chichón de la sien.

El dolor era peor que los moratones.

Lumsden se acomodó dos asientos más allá, horrorizado.

– ¿Lograste verlos?

– No.

Lumsden dejó el vaso de café en el suelo.

– ¿Te robaron algo?

– No querían robarme, era un simple aviso.

– ¿De qué?

– El golpe -contestó Rebus, y se llevó un dedo a la sien.

– ¿Ése era el aviso? -inquirió Lumsden ceñudo.

– Supongo que querían que leyera entre líneas. Tú no podrías ayudarme a interpretarlo, claro.

– ¿Qué insinúas?

– Nada -replicó Rebus, mirándole fijamente-. ¿Qué haces aquí?

Lumsden seguía con la vista clavada en las baldosas del suelo.

– Te acompaño en el viaje.

– ¿Por qué?

– Soy el enlace con las petroleras. Vas a visitar una plataforma y tengo que ir contigo.

– ¿Para vigilarme?

– Es el reglamento -respondió sin dejar de mirar el televisor-. No pienses en el chapuzón. Hice el cursillo de entrenamiento y el resumen es que al caer al agua le quedan a uno cinco minutos.

– ¿Y pasados esos cinco minutos?

– Hipotermia. -Lumsden cogió el café del suelo y dio un sorbo-. Así que reza por que no pillemos una tormenta.

Después del aeropuerto de Sumburgh no se veía más que agua y un cielo surcado por nubes. El ruidoso bimotor Puma volaba bajo. Los trajes salvavidas que les habían obligado a ponerse eran muy ceñidos e incómodos. El de Rebus era naranja intenso de una sola pieza, con capucha; le indicaron que se cerrase la cremallera hasta el cuello y el piloto le recomendó que se pusiera también la capucha, pero su experiencia le decía que yendo sentado con la capucha puesta las perneras acabarían por rajarle el escroto. Había ido en helicóptero en sus tiempos de militar, pero sólo en vuelos cortos. El diseño había cambiado con los años, pero aquel Puma era tan ruidoso como los cacharros utilizados antaño por el Ejército. Desde luego, todos llevaban protectores auditivos por los que les hablaba el piloto. Iban en compañía de otros dos ingenieros del consorcio. Desde aquella altura, el mar del Norte parecía tranquilo y sólo se advertía la suave ondulación de la superficie por efecto de las corrientes. El agua parecía negra debido a la capa de nubes. El folleto explicaba ahora con abundancia de detalles las medidas antipolución y Rebus trató de leer el libro, pero le temblaba en las rodillas y veía el texto borroso; además, no podía concentrarse en la historia. Lumsden miraba por la ventanilla, entornando los ojos por la fuerte luz. Rebus sabía que no le quitaba ojo porque la noche anterior le había tocado una fibra sensible. Lumsden le dio un golpecito en el hombro, señalándole la ventanilla.

A la derecha se veían tres plataformas y en una de ellas un petrolero maniobraba para dejar el muelle. Las enormes antorchas lanzaban llamaradas amarillas que lamían el cielo. El piloto dijo que sobrevolarían los campos de Ninian y Brent por el oeste antes de llegar a Bannock. Poco después anunciaba por radio:

– Estamos llegando a Bannock.

Rebus miró por encima del hombro de Lumsden y vio que se aproximaban a una plataforma. El punto culminante era una chimenea pero estaba apagada. Claro que Bannock estaba en las últimas y no quedaba mucho gas ni crudo. Al lado de la chimenea había un tubo, mezcla de chimenea industrial y cohete espacial, pintado de rojo con rayas blancas, como la antorcha. Debía de ser el pozo de perforación. Rebus leyó en el faldón de la plataforma T-Bird Oil, bloque número 211/7. En el borde de la plataforma se alzaban tres enormes grúas y una parte de la misma servía de helipuerto, pintada de verde con un círculo amarillo rodeando la letra H. Pensó que una simple ráfaga podía llevárselos. Y había una distancia de más de treinta metros. Del faldón colgaban botes salvavidas y en otra destacaban unos barracones blancos prefabricados parecidos a enormes contenedores. A un costado de la estructura había un barco de apoyo y seguridad amarrado.

– Vaya -dijo el piloto-, ¿qué es eso?

Acababa de avistar otro barco que navegaba en círculo alrededor de la plataforma a una distancia de casi media milla.

– Manifestantes -añadió-. Idiotas.

Lumsden miró por la ventanilla y señaló hacia abajo. Rebus lo veía ahora: era una embarcación alargada pintada de color naranja con las velas recogidas. Le pareció que estaba peligrosamente cerca del barco de seguridad.

– Se van a matar -comentó Lumsden-. ¡Que revienten!

– Vivan los polis con objetividad.

El aparato hizo un giro muy cerrado sobre el mar antes de enfilar hacia el helipuerto. Rebus rogaba al cielo en medio de un espantoso bamboleo a tan sólo unos veinte metros de la pista. Veía alternativamente el área de la H, el mar picado y otra vez la pista. Y de pronto aterrizaron en lo que parecía una especie de red de pesca que cubría la H mayúscula blanca. Nada más abrirse las puertas se quitó los audífonos de protección. Lo último que oyó fue: «Agachen la cabeza al salir».

Lo hizo. Dos hombres con mono color naranja, casco amarillo y protectores en los oídos les esperaban al pie del aparato y les entregaron sus respectivos cascos. A los ingenieros les encaminaron en una dirección y a Rebus y Lumsden en otra.

– Seguramente les apetecerá un té después del viajecito -dijo su guía, que advirtió que Rebus batallaba con su casco-. La correa es regulable -le dijo, mostrándole cómo hacerlo.

Rebus comentó que el viento era feroz y el hombre se echó a reír.

– Esto es calma chicha -le gritó para que pudiera oírle.

Rebus no pensaba más que en encontrar dónde asirse. No era sólo el viento, sino la sensación de fragilidad de aquella estructura. Esperaba ver petróleo, olerlo, y allí lo único que se veía era agua de mar: el mar del Norte por todas partes. Una inmensidad frente a aquella mota de metal soldado. Penetraba en sus pulmones y el salitre se le adhería a las mejillas; aquellas olas parecían amenazar con engullirle y se le antojaba más inmenso que el cielo, una fuerza de la naturaleza digna de respeto. El guía sonreía.

– Sé lo que está pensando. A mí me sucedió igual la primera vez.

Rebus asintió con la cabeza. Los nacionalistas decían que el petróleo era de Escocia y que las compañías tenían concesiones de explotación, pero él, in situ, lo veía distinto: el petróleo era del mar y no iba a entregarlo por las buenas.

El guía les condujo a la relativa seguridad de la cantina. Un local limpio y tranquilo con jardineras de ladrillo y largas mesas blancas ya preparadas para el turno siguiente. Dos tipos con mono naranja tomaban té en una mesa y otros tres con camisas de cuadros comían chocolatinas y yogur.

– A la hora de la comida es una locura -comentó el guía, cogiendo una bandeja-. ¿Té para los dos?

Lumsden y Rebus asintieron. Una mujer les sonreía desde el extremo de los mostradores.

– Hola, Thelma. Tres tés. ¡Qué bien huele el menú! -comentó el guía.

– Menestra y bistec con patatas o chili -dijo la mujer, sirviendo los tés de una gran tetera.

– La cantina permanece abierta las veinticuatro horas del día -comentó el cicerone a Rebus-. Muchos nuevos al principio se hartan de comer. El pudín es mortal -añadió a la par que se daba unas palmaditas en el vientre y reía-. ¿A que sí, Thelma?

Rebus recordó que el hombre de Yardarm le había hecho el mismo comentario.

A pesar de estar sentado, a Rebus le temblaban las piernas. Lo atribuyó al vuelo. El guía dijo que se llamaba Eric y que, dado que eran policías, omitiría el vídeo preliminar de seguridad.

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