– ¿Previa a una revisión?
Entró Walt con dos cafés y Rebus se levantó.
– Escucha, tengo que dejarte.
– ¿Te ha comido la lengua el gato?
– Adiós, Mairie.
– He comprobado que su avión sale dentro de una hora -dijo Walt. Rebus asintió con la cabeza y cogió el café-. Espero que le haya gustado la visita.
«Joder -pensó Rebus-, lo dice en serio.»
Aquella noche, una vez recuperado del vuelo de regreso a Dyce, Rebus comió en el mismo restaurante indio que Alian Mitchison. Y no fue por casualidad; quería ver por sí mismo el lugar. La comida no estaba mal: empanada de pollo ni mejor ni peor que la que se comía en Edimburgo. Los clientes eran parejas jóvenes y de mediana edad que conversaban en voz baja. No parecía el tipo de restaurante para ir de parranda tras quince días en el mar, sino más bien un lugar para pensar, si uno cenaba solo, naturalmente. Cuando le trajeron la cuenta recordó los cargos en la tarjeta de crédito de Mitchison y comprobó que eran el doble de lo que él había gastado.
Enseñó su identificación de policía y pidió hablar con el encargado. El hombre llegó renuente a la mesa con la sonrisa pintada en el rostro.
– ¿Hay algún problema, señor?
– No -dijo Rebus.
El hombre se disponía a romper la nota, cuando Rebus le detuvo.
– No; lo abonaré -dijo-. Sólo quería hacerle unas preguntas.
– Por supuesto. Usted dirá. -Se sentó en la otra silla frente a él-. ¿En qué puedo servirle?
– Un joven llamado Alian Mitchison solía cenar aquí más o menos cada dos semanas.
El hombre asintió con la cabeza.
– Ya vino un policía preguntando.
Del DIC de Aberdeen; Bain ordenó que comprobasen datos de Mitchison y habían cursado un informe casi en blanco.
– ¿Le recuerda usted? Me refiero al cliente.
– Un joven muy amable -contestó el hombre, asintiendo varias veces con la cabeza-. Le habré visto unas diez veces.
– ¿Solo?
– A veces solo y a veces con una señora.
– ¿Podría describírmela?
Negó con la cabeza. Un estrépito en la cocina lo distrajo.
– Únicamente puedo decirle que no siempre venía solo.
– ¿Y por qué no se lo mencionó al otro policía?
El hombre se le quedó mirando como si no hubiese entendido la pregunta, mientras se ponía en pie, claramente preocupado por lo ocurrido en la cocina.
– Sí que se lo dije -respondió, alejándose.
Un detalle que el DIC de Aberdeen había omitido expresamente en el informe…
Había otro gorila en la puerta del Burke's, así que tuvo que pagar la entrada. Era la noche de los setenta, y se daban premios a los mejores disfraces. Observó el desfile de zapatos con plataforma, pantalones de pata de elefante, minifaldas y maxifaldas y corbatas estrechas. Una pesadilla: le recordaba las fotos de su boda. Había un Travolta de Fiebre del sábado noche y una chica bastante parecida a la Jodie Foster de Taxi Driver.
La música era una mezcla de disco kitsch y rock regresivo: Chic, Donna Summer, Mud, Showaddywaddy y Rubettes, intercalados con Rod Stewart, Rolling Stones, Status Quo y ráfagas del Hi-Ho Silver Lining de Hawkwind.
Jeff Beck: ¡El remate!
La vieja canción le hizo volver al pasado. El pinchadiscos tenía el Connection de Montrose, una de las mejores versiones de la canción de los Stones. Una noche él la estuvo escuchando en el barracón del Ejército en un radiocasete Sanyo, con un solo auricular para que no le oyeran, y por la mañana estaba sordo de un oído. Desde entonces cada noche cambiaba el auricular de lado para no quedarse sordo de verdad.
Se sentó a la barra. Era como la barrera desde donde hombres solos admiraban en silencio la pista. Los compartimientos y las mesas estaban reservados a parejas y fiestas de empresas; las mujeres chillaban como si realmente se divirtieran. Vestían tops escotados y faldas cortas ajustadas y con aquella escasa luz parecían todas estupendas. Pensó que estaba bebiendo demasiado deprisa; echó más agua al whisky y pidió hielo al camarero. Estaba en el extremo de la barra, a menos de dos metros del teléfono público. Imposible hablar con la música a todo volumen y, de momento, no había tregua. Eso le hizo pensar que el único momento razonable para llamar sería fuera de horas, cuando cesara el jaleo. Pero entonces no habría clientes; sólo el personal…
Se levantó y dio una vuelta en torno a la pista. Un letrero indicaba un pasillo para ir a los servicios. Se dirigió hacia allí y nada más entrar oyó en uno de los cubículos a alguien esnifando. Se lavó las manos y esperó. Oyó la descarga de la cisterna y el pestillo al abrirse la puerta y dar paso a un joven trajeado. Rebus le enseñó la placa.
– Queda detenido. Cualquier cosa que diga…
– ¡Eh, oiga! -protestó el joven.
Aún tenía restos de polvo blanco en la nariz. Veintitantos años; ejecutivo de baja categoría, aspirante a la mediana. Chaqueta nueva pero no cara. Le empujó contra la pared, dirigió el secador de manos a su rostro y apretó el botón del aire.
– ¿Y este polvo qué?
El individuo apartó la cara del calor. Temblaba como un flan sin saber qué decir.
– Una pregunta -dijo Rebus- y te largas… ¿Cómo dice la canción? Libre como un pájaro. Una pregunta.
El hombre asintió con la cabeza.
– ¿Qué?
Rebus aumentó la presión de la mano.
– La droga -dijo.
– Sólo la tomo los viernes por la noche.
– ¿De dónde la sacaste la última vez?
– De uno que a veces viene por aquí.
– ¿Está hoy?
– No lo he visto.
– ¿Qué aspecto tiene?
– Corriente; nada de particular. Usted dijo una pregunta.
– Te mentí -replicó Rebus, soltándole.
El hombre dio un resoplido y se estiró la chaqueta.
– ¿Puedo irme?
– Largo.
Se lavó las manos y se aflojó el nudo de la corbata para desabrocharse el primer botón. Que se fuera con el de la farlopa. Se marcharía; o quizá se quejase a la dirección. Tal vez procuraban que no hubiera esa clase de incidentes. Salió de los servicios y buscó las oficinas, pero no veía ninguna puerta. En el vestíbulo había una escalera con un gorila que impedía el paso. Le dijo que quería hablar con el encargado.
– No se puede.
– Es importante.
El gorila meneó despacio la cabeza sin apartar los ojos de Rebus, quien lo catalogó rápidamente: un borracho de mediana edad, un tipo patético con esmoquin. No había más remedio que desengañarle. Le enseñó la placa.
– Departamento de Investigación Criminal. Hay gente vendiendo droga en el local y ha faltado un suspiro para que llamase a la Brigada de Narcóticos. ¿Puedo hablar con el jefe?
Y habló con el jefe.
– Soy Erik Stemmons -dijo el hombre mientras se levantaba de la mesa de despacho y acudía a darle la mano.
Era una oficina pequeña, bien decorada e insonorizada; sólo se oían levemente los graves de la música de pista. Había media docena de monitores de vídeo. Tres de la pista, dos de la barra y uno general de los compartimientos.
– Ponga uno en el meadero -dijo Rebus-, que es donde pasan las cosas. Veo que hay dos en la barra. ¿Problemas con el personal?
– Desde que pusimos las cámaras no.
Stemmons vestía vaqueros y una camiseta blanca de mangas cortas subidas hasta los hombros. Llevaba el pelo largo y rizado, quizá con permanente, pero ya estaba algo calvo y se le notaban arrugas en la cara. No era mucho más joven que Rebus y sus intentos por rejuvenecerse le hacían parecer mayor.
– ¿Es usted del DIC de Grampian?
– No.
– Ya me lo parecía. Casi todos vienen por aquí y son buenos clientes. Siéntese, haga el favor.
Читать дальше