Rebus se volvió hacia Walt.
– ¿Está muy lejos?
– A unos diez kilómetros. -Lléveme allí.
Pasaron primero por la piscina, pero no estaba de turno y les indicaron dónde quedaba la casa. Brae parecía pasar por una crisis de identidad, como si de pronto hubiese tenido que cambiar. Las casas eran nuevas y anodinas; se notaba que había dinero, pero el dinero no lo compra todo y era imposible que Brae volviera a ser el pueblo de antaño, cuando aún no existía el terminal de Sullom Voe.
Encontraron la casa y Rebus le indicó a Walt que aguardase en el coche. Le abrió una joven veinteañera con pantalón de chándal y una camiseta de tirantes blanca. Iba descalza.
– ¿Briony? -preguntó Rebus.
– Sí.
– Perdone, pero no sé su apellido. ¿Puedo pasar?
– No. ¿Quién es usted?
– El inspector John Rebus -dijo, mostrando su identificación-. Se trata de Alian Mitchison.
– ¿De Mitch? ¿Qué sucede?
Había muchas respuestas a la pregunta y Rebus escogió una.
– Ha muerto.
Vio que ella palidecía y se agarraba a la puerta para sostenerse, pero no le dijo que entrara.
– ¿Desea sentarse? -aventuró Rebus.
– ¿Qué le ha sucedido?
– No lo sabemos exactamente; por eso quería hablar con Jake.
– ¿No lo saben exactamente?
– Podría tratarse de un accidente. Estoy intentando averiguar cosas sobre él.
– Jake no está.
– Lo sé. He intentado ponerme en contacto con él.
– Llamaron varias veces del Departamento de Personal.
– A petición mía.
La mujer asintió repetidamente con la cabeza.
– Pues él aún no ha regresado -añadió, sin apartar el brazo del marco de la puerta.
– ¿Podría darle un recado?
– Yo no sé dónde está. -A medida que hablaba sus mejillas iban recobrando el color-. Pobre Mitch.
– ¿Y Jake, no tiene usted idea de dónde puede estar?
– Se va por ahí a veces sin rumbo determinado.
– ¿Y no llama?
– Él necesita su territorio. Igual que yo; el mío es la natación, y el de Jake el senderismo.
– ¿Cuándo vuelve, mañana…, pasado?
– A saber -contestó ella, alzando los hombros.
Rebus sacó del bolsillo su bloc de notas, escribió unas líneas y arrancó la página.
– Tenga. Son dos números de teléfono. Dígale que me llame.
– Muy bien.
– Gracias. -Miraba la hoja, incapaz de llorar-. Briony, ¿hay algo que pueda usted decirme sobre Mitch? ¿Algún detalle que ayude en la investigación?
Alzó la vista del papel y se le quedó mirando.
– No -respondió, y a continuación le cerró despacio en las narices.
En el último instante sus miradas se cruzaron y en sus ojos Rebus vio algo que no era desconcierto ni pena.
Miedo, le pareció. Y un fondo calculador.
Sintió de pronto que tenía hambre y que le apetecía tomar un café. Fueron a comer a la cantina de Sullom Voe. Era un local blanco, limpio y espacioso con macetas y carteles de prohibido fumar. Walt seguía parloteando acerca de que Shetland seguía siendo más nórdica que escocesa; prueba de ello era que la mayoría de los topónimos eran noruegos. A Rebus le parecía el fin del mundo, lo cual le complacía. Le dijo a Walt lo que había hablado en el avión con el de la pelliza.
– Ah, ése debe de ser Mike Sutcliffe.
Rebus pidió que le llevara a verle.
Mike Sutcliffe había cambiado su pelliza de borrego por un impecable atuendo de trabajo. Le encontraron inmerso en una acalorada conversación junto a los depósitos de lastre de agua. Dos subalternos le escuchaban decir la poca diferencia que representaría sustituirles por un par de simios, a la par que hacía aspavientos mirando los depósitos y señalaba después los muelles, en uno de los cuales se veía un petrolero de tamaño no inferior a seis campos de fútbol. Al ver al inspector, Sutcliffe perdió el hilo del discurso; despidió a los trabajadores y echó a andar; pero tenía necesariamente que pasar por donde él estaba.
Rebus esgrimió su mejor sonrisa.
– Señor Sutcliffe, ¿me ha conseguido ese mapa?
– ¿Qué mapa? -replicó Sutcliffe sin detenerse.
– Me dijo que tenía alguna idea de dónde dar con Jake Harley.
– ¿Ah, sí?
Casi tenía que correr para mantenerse a su altura. Ya no sonreía.
– Claro que sí -espetó con brusquedad.
Sutcliffe se detuvo de pronto y Rebus lo rebasó por inercia.
– Escuche, inspector, en este momento estoy hasta las gónadas de líos. Ahora no tengo tiempo.
Y se largó sin dignarse a mirarle. Rebus le siguió sin decir palabra durante unos cien metros hasta que se cansó. Pero Sutcliffe continuó como si fuera a llegar al final del muelle y seguir caminando sobre las aguas si era preciso.
Rebus volvió junto a Walt, pensativo. Aquello era poco menos que echarle a patadas. ¿Por qué habría cambiado así de actitud? Le vino a la mente la imagen de un viejo de pelo blanco con falda escocesa y escarcela. Sí, debía de ser eso.
Walt le acompañó al edificio principal de la administración, y le dejó en un despacho con teléfono, diciéndole que iba a buscar café. Rebus cerró la puerta y tomó posesión de una mesa. Las paredes estaban invadidas por enormes fotos con plataformas petrolíferas, petroleros, oleoductos y el enclave de Sullom Voe; había montones de folletos de propaganda y, sobre un escritorio, la maqueta de un superpetrolero. Pidió línea y llamó a Edimburgo, buscando un término medio entre cierta diplomacia y un cuento chino, pero llegó a la conclusión de que ganaría tiempo diciendo la verdad.
Mairie Henderson estaba en casa.
– Mairie, soy John Rebus.
– Válgame Dios.
– ¿Cómo no estás en el trabajo?
– ¿Es que no has oído hablar de la oficina portátil? Con el fax, un módem y el teléfono lo tienes resuelto. Escucha, estás en deuda conmigo.
– ¿Cómo es eso? -replicó Rebus intentando parecer ofendido.
– Todo aquel trabajo que hice por ti y al final, de artículo nada. No es precisamente un toma y daca. Los periodistas tenemos memoria de elefante.
– Te filtré la dimisión de sir Ian.
– Sí, hora y media antes de que lo supieran los demás. Y, además, no era precisamente el crimen del siglo. Sé que me ocultas información.
– Mairie, me duele que digas eso.
– Me alegro. Y ahora dime que me llamas por cortesía.
– Totalmente. ¿Qué tal estás?
Se oyó un suspiro.
– ¿Qué quieres?
Rebus giró ciento ochenta grados en el sillón. Era cómodo; ideal para dormir.
– Necesito que escarbes un poco.
– Vaya, qué sorpresa más inesperada.
– Su nombre es Weir. Y se hace llamar mayor Weir, pero puede ser un rango espúreo.
– ¿T-Bird Oil?
Mairie era una periodista excepcional.
– Exacto.
– Hizo un discurso en ese congreso.
– Bueno, se lo leyó un tipo.
Una pausa. Rebus se estremeció.
– John, ¿estás en Aberdeen?
– Algo así -admitió.
– Cuéntame.
– Después.
– Y si hay una historia…
– Serás la primera en la parrilla de salida.
– ¿Con algo más de ventaja que los noventa minutos de la última vez?
– Dalo por hecho.
Silencio. Ella era consciente de que podía ser mentira. Como periodista sabía bastante de eso.
– De acuerdo. ¿Qué quieres saber de Weir?
– No sé. Todo. Lo interesante.
– ¿Negocios o vida privada?
– Ambas cosas; sobre todo, negocios.
– ¿Tienes un número de teléfono ahí en Aberdeen?
– Mairie, no estoy en Aberdeen; por si alguien te pregunta. Volveré a llamarte.
– Me han dicho que reabren el caso Spaven.
– Una simple investigación interna.
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