Siguió hasta más allá del hospital y llegó a la explanada, un amplio paseo con varios minigolf, boleras y pistas de tenis. Ya había madrugadores corriendo y paseando al perro. Caminó entre ellos. Unos espolones dividían la playa en pulcras secciones.
Era la parte de la ciudad más limpia que había visto, excepto por las pintadas: un artista que firmaba Zero se había prodigado en una auténtica exposición individual.
Zero el Fiero; un personaje sacado de algún relato… Bang. Dios, hacía años que no pensaba en esos porreros. Anarquía en el aire.
Al final de la explanada, junto al puerto, se alzaban un par de manzanas de viviendas, un pueblo dentro de la ciudad. En el interior de las manzanas se encontraban los correspondientes jardines mustios con cobertizos. Ladraban perros a su paso, y le recordaron las casitas de pescadores de Fife, pintadas de colores pero modestas. Paró un taxi que cruzaba el puerto y puso así fin a los recuerdos.
Había una manifestación ante la sede de T-Bird Oil. La joven con el cabello lleno de trencitas, tan persuasiva la víspera, estaba ahora sentada, cruzada de piernas, en el césped, fumando un pitillo liado, como si fuera su turno de descanso. El que la sustituía en el megáfono no lograba emular su ardor y elocuencia, pero sus compañeros le jaleaban. Puede que fuese lego en eso de las manifestaciones.
Dos policías de uniforme, tan jóvenes como los activistas, parlamentaban con tres o cuatro ecologistas de mono rojo y máscara antigás. Les decían que si se quitaban la máscara antigás la conversación resultaría más fácil, requiriéndoles que desalojaran los terrenos propiedad de T-Bird Oil, es decir, el trozo de césped en la entrada principal. Los manifestantes alegaban algo sobre infracción de las leyes de propiedad. Lo último era añadir conocimientos legales a la defensa del territorio. Una especie de regla de combate sin armas para el recluta.
Le ofrecieron las mismas octavillas del día anterior.
– Ya tengo -dijo Rebus con una sonrisa.
La de las trencitas alzó la vista y entrecerró los ojos como si estuviera haciendo una foto.
En la zona de recepción había un tipo filmando la manifestación tras los cristales. Para la policía o para el archivo de T-Bird Oil. Stuart Minchell le estaba esperando.
– ¿No es increíble? -exclamó-. Me han dicho que hay grupos como éste delante de todas las Seis Hermanas y hasta de empresas más modestas como nosotros.
– ¿Las Seis Hermanas?
– Los grandes del mar del Norte. Exxon, Shell, BP, Mobil… y otras dos que no recuerdo. ¿Listo para el viaje?
– No sé qué decirle. ¿Podré echar una siestecita?
– Puede que no sea muy tranquilo. La buena noticia es que tenemos un avión que va allí y así no tendrá que volar en helicóptero… hoy, al menos. Irá hasta Scatsta, que es una antigua base de la RAF. Así se ahorra la molestia de transbordar en Sumburgh.
– ¿Y queda cerca de Sullom Voe?
– Al ladito. Le recogerán a la llegada.
– Se lo agradezco, señor Minchell.
Minchell se encogió de hombros.
– ¿Conoce las Shetland? -Rebus negó con la cabeza-. Bueno, seguramente no verá gran cosa; lo que atisbe desde el aire. Recuerde que en cuanto despegue ya no está en Escocia y que no es más que un sureño volando millas y millas hacia la nada.
Minchell lo llevó al aeropuerto de Dyce. Era un avión de dos motores a hélice de catorce plazas, pero aquel día sólo llevaba seis pasajeros. Cuatro de ellos iban con traje, y de inmediato abrieron sus carteras para sacar papeles, informes, calculadoras, bolígrafos y portátiles. Había otro con una pelliza de borrego, que no iba, como habría dicho el resto, «vestido decentemente». Con las manos en los bolsillos, miraba por la ventanilla. Rebus, que no tenía ningún inconveniente en ocupar el asiento del pasillo, se acomodó a su lado.
El hombre trató de disuadirle con la mirada. Tenía los ojos enrojecidos y una barba grisácea. Rebus, ni corto ni perezoso, se ajustó el cinturón de seguridad y él lanzó un gruñido, aunque enderezándose en el asiento y dejándole medio apoyabrazos, tras lo cual volvió a concentrarse en mirar por la ventanilla. Un coche se acercaba al avión.
Sonó el motor y las hélices comenzaron a girar. En la cola había una azafata junto a la puerta aún abierta. El de la pelliza apartó la vista de la ventanilla y se volvió hacia el grupo de los trajeados.
– Preparaos para jiñaros -dijo, soltando una carcajada.
Rebus sintió en su rostro los efluvios del whisky de la noche y se alegró de no haber desayunado.
Un último pasajero subía a bordo. Asomó la cabeza por el pasillo y vio que era el mayor Weir, con falda escocesa y su correspondiente escarcela. Los trajeados se estremecieron, mientras el de la pelliza continuaba riéndose por lo bajo. Cerraron la puerta de golpe y en cuestión de segundos el avión rodaba por la pista.
Rebus, que detestaba volar, procuró imaginarse de pasajero en un simpático tren en tierra firme sin ninguna intención de despegar hacia las alturas.
– Si continúa agarrando con esa fuerza el maldito apoyabrazos lo va a arrancar -dijo su vecino.
El despegue fue como rodar por un camino de tierra. Rebus notaba como si los empastes se le fueran a caer y oía el traqueteo de tuercas y soldaduras. Pero el aparato acabó por estabilizarse y todo fue como la seda. Respiró tranquilo de nuevo y vio que las manos y la frente le sudaban. Reguló el dispositivo del aire que había encima del asiento.
– ¿Mejor? -preguntó el de la pelliza.
– Sí -contestó él.
Notó cómo se plegaba el tren de aterrizaje y se cerraba la compuerta. El de la pelliza le dio una detallada explicación de los ruidos y Rebus asintió con la cabeza agradecido, y oyó que la azafata decía desde el final del pasillo:
– Mayor, si hubiéramos sabido que venía usted habríamos preparado café. Lo lamento.
Se oyó un gruñido por toda respuesta; los trajeados seguían pendientes de su trabajo pero no parecían concentrarse. Una turbulencia zarandeó el aparato y Rebus volvió a aferrarse al apoyabrazos.
– Miedo a volar -comentó el de la pelliza con un guiño.
Rebus era consciente de que lo mejor era distraerse.
– ¿Trabaja en Sullom Voe? -dijo.
– Lo dirijo, prácticamente. No trabajo para ésos -añadió señalando con la cabeza a los trajeados-. Voy en su avión pero trabajo para el consorcio.
– ¿Las Seis Hermanas?
– Y los demás. Treinta y pico en el último recuento.
– Mire, yo no sé nada de Sullom Voe.
– ¿Es periodista? -replicó el de la pelliza, mirándole de soslayo.
– Soy de la policía criminal.
– Me da igual mientras no sea periodista. Yo soy el jefe suplente de mantenimiento. En la prensa siempre están dándonos la lata de que si roturas de tuberías, que si escapes, que si filtraciones… Pero las únicas filtraciones de mi terminal son las de los putos periódicos. -Volvió a mirar por la ventanilla como si la conversación hubiese terminado. Pero al cabo de un minuto volvió al ataque-. A la terminal llegan dos oleoductos. De Brent y Ninian, aparte de lo que descargan los petroleros. Con los cuatro muelles de atraque casi no damos abasto. Llevo allí desde el principio, en 1973. Cuatro años después de que los primeros barcos de prospección llegaran a Lerwick. Joder, tendría que haber visto la cara que ponían los pescadores. Seguramente pensaban que no iba a haber nada de nada. Pero ya lo creo que se encontró petróleo y bastante; fue una puja de la hostia con las islas, pero al consorcio le sacaron hasta el último céntimo. Hasta el último céntimo.
Su rostro se relajaba a medida que hablaba, y Rebus pensó que quizá seguía borracho, porque charlaba en voz baja, mirando casi constantemente por la ventanilla.
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