Miedo.
Se imaginaba lo que podía dar de sí la noche, en un intento de extraer belleza de la necesidad, pasión de una especie de desesperación.
– Muy halagador -atinó a decir.
– No hay de qué -fue la inmediata réplica de ella.
Le tocaba a él; una partida de ajedrez de aficionado contra profesional.
– Bien, ¿ya qué se dedica? -inquirió.
Ella se giró. Sus ojos daban a entender que se sabía todas las tácticas del juego.
– Ventas. Productos para la industria del petróleo. Puede que tenga que trabajar con ésos -añadió, ladeando la cabeza hacia la barra-, pero nadie dice que tenga que pasar el tiempo con ellos.
– ¿Vive aquí en Aberdeen?
Negó con la cabeza.
– Ahora invito yo -ofreció.
– Tengo que madrugar.
– Una más no será grave.
– Podría serlo -replicó Rebus, sosteniéndole la mirada.
– Bueno, final perfecto para un día perfectamente asqueroso -dijo ella.
– Lo siento.
– Es igual.
Notaba sus ojos clavados en él mientras salía del bar hacia recepción. Tuvo que hacer un esfuerzo para subir la escalera hacia la habitación. Era muy atractiva. Y ni siquiera sabía su nombre.
Encendió el televisor mientras se desvestía. Un subproducto de la factoría de Hollywood: las mujeres parecían esqueletos con pintalabios y los hombres eran muy malos actores. Volvió a pensar en la mujer. ¿Sería una buscona? No, desde luego. Pero le había entrado rápido. Le había dicho que se sentía halagado, cuando, en realidad, le había aturdido. Siempre encontraba difícil la relación con el sexo contrario. Se había criado en un pueblo minero, un poco atrasado en lo que atañía a asuntos como la promiscuidad. Echabas mano a la blusa de una chica y enseguida tenías a su padre persiguiéndote con un cinto.
Después se había enrolado en el Ejército, donde las mujeres eran o fantasías eróticas o figuras intocables: escoria y vírgenes, sin término medio. Después de licenciarse ingresó en la policía, ya casado; pero el trabajo había resultado más atrayente, más entregado, que la relación, que cualquier tipo de relación. Y desde entonces, sus aventuras habían durado meses, semanas y a veces días. Tenía la sensación de que ya era demasiado tarde para algo más duradero. Gustaba a las mujeres; ése no era el problema, sino algo más íntimo que se agravaba con asuntos como el caso de Johnny Biblia y esas mujeres violadas y asesinadas. La violación era imponer el poder, y asesinar, tres cuartos de lo mismo. Y el poder, ¿no era la máxima fantasía masculina? ¿Acaso él no soñaba a veces con el poder?
Al ver las fotos de la autopsia de Angie Riddell la primera idea que le había venido a la cabeza, el primer pensamiento que tuvo que descartar fue: buen cuerpo. Y le fastidió, porque en aquel momento fue como si también él la hubiera visto como un simple objeto. Luego, una vez que el médico forense inició su faena, ella, de objeto, pasó a despojo.
Se durmió nada más rozar la almohada. Como cada noche, lo único que había rogado era no tener pesadillas. Se despertó en la oscuridad con la espalda mojada en sudor oyendo un tictac. No había reloj y el suyo estaba en el cuarto de baño. Aquello era más próximo, más recoleto. ¿Salía de la pared? ¿Del cabezal? Encendió la luz y dejó de oírlo. ¿Carcoma? El marco de madera del cabezal no tenía agujeritos. Apagó la luz y cerró los ojos. Volvía a oírlo: ahora más tipo contador Geiger que diapasón. Trató de distraer su atención, pero lo notaba muy cerca. No podía. Era la almohada; la almohada de plumas. Algo había dentro; algo vivo. ¿Se le metería en el oído? ¿Para devorar? ¿Para mutar y volverse crisálida, o simplemente regalarse con un poco de cerumen y pabellón de su oreja? El sudor le chorreaba por la espalda y mojaba la sábana. Se asfixiaba en aquella habitación; pero se encontraba demasiado cansado para levantarse y demasiado nervioso para dormir. Optó por hacer lo único razonable: tirar la almohada contra la puerta.
Dejó de oír el tictac, pero no podía dormir. El timbre del teléfono fue un consuelo. A lo mejor era la mujer del bar. Le diría que era un alcohólico, una basura, un desecho que no servía para nada.
– Diga.
– Soy Ludo. Lamento despertarte.
– No dormía. ¿Qué sucede?
– Ahora sale un coche patrulla a recogerte.
Rebus torció el gesto. ¿Le habría localizado ya Ancram?
– ¿Para qué?
– Un suicidio en Stonehaven. Pensé que te interesaría. Resulta que se llama Anthony Ellis Kane.
– ¿Tony El? ¿Se ha suicidado? -exclamó saltando de la cama.
– Por lo visto. El coche llegará dentro de cinco minutos.
– Estaré listo.
Ahora que John Rebus estaba en Aberdeen la situación era más peligrosa.
John Rebus.
Era el primer nombre de la lista del bibliotecario, con domicilio en Arden Street, Edimburgo EH9. Con una tarjeta de lector de plazo limitado, Rebus había consultado los ejemplares de The Scotsman entre febrero de 1968 y diciembre de 1969. Otras cuatro personas habían consultado los microfilmes equivalentes en los seis meses anteriores. A John Biblia le constaba que dos eran periodistas y el tercero un escritor, autor de un capítulo sobre el caso para un estudio sobre el crimen en Escocia. En cuanto al cuarto… el cuarto había dado el nombre de Peter Manuel. Para el bibliotecario que había extendido otra tarjeta de consulta de plazo limitado no significaría nada, pero el auténtico Peter Manuel era un asesino en serie de los cincuenta con doce víctimas en su haber, por lo que había pagado con la horca en la cárcel de Barlinnie. Para John Biblia estaba claro: el Advenedizo era lector de casos célebres de asesinato y a lo largo de sus lecturas se había tropezado con la historia de Manuel y la de John Biblia. Y para completar sus conocimientos había decidido centrar la indagación en John Biblia, ampliando detalles sobre el caso con los periódicos de la época. «Peter Manuel» había solicitado no sólo los Scotsman de 1968 a 1970, sino los Glasgow Herald del mismo período.
Una investigación exhaustiva, aunque la dirección de su tarjeta de lector -Lanark Terrace, Aberdeen- era tan ficticia como su nombre. Sí, pero el auténtico Peter Manuel había cometido sus asesinatos en Lanarkshire.
Aun siendo falsa la dirección, John Biblia se paró a pensar en el detalle de Aberdeen. Sus propias investigaciones le habían conducido a situar al Advenedizo en la zona de Aberdeen. Y esto parecía corroborar la vinculación. Y ahora John Rebus estaba también en Aberdeen… Ese John Rebus ya le había llamado la atención antes de saber quién era. Su primer enigma y ahora un problema. Mientras reflexionaba sobre qué hacer con el policía examinó y repasó con el ordenador algunos de los recortes de prensa más recientes sobre el Advenedizo. Leyó lo que decía otro policía: «Esta persona necesita ayuda y nosotros le pedimos que no dude en acudir a nosotros». Y seguían otras especulaciones. Simples palos de ciego.
Pero ahora Rebus estaba en Aberdeen.
Y John Biblia le había dado su tarjeta de visita.
Sabía de sobra desde un principio que sería peligroso seguir la pista del Advenedizo, pero difícilmente habría podido sospechar tropezarse con un policía. Y no cualquier policía, sino uno que había estado estudiando el caso de John Biblia. John Rebus, inspector de Edimburgo, con domicilio en Arden Street, y ahora en Aberdeen… Decidió abrir un nuevo archivo para él en el ordenador. Había leído algunos periódicos recientes y creía saber por qué había venido a Aberdeen: un trabajador del petróleo, caído desde la ventana de una vivienda de Edimburgo, por lo que se sospechaba algún asunto turbio. Era lógico llegar a la conclusión de que Rebus trabajaba en ese caso. Pero también que el inspector había estado estudiando el caso de John Biblia. ¿Por qué? ¿En qué le concernía a él?
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