– ¿El del Antiguo Testamento? -comentó Rebus y Minchell sonrió, asintiendo con la cabeza, y a continuación hizo una llamada por el móvil.
Dejaron Dyce atrás y enfilaron por el puente de Don, siguiendo los indicadores del Centro de Conferencias y Exposiciones de Aberdeen. Rebus aguardó a que Minchell acabase su charla telefónica para hacerle otra pregunta.
– ¿Adónde iba el mayor Weir?
– Al mismo sitio que nosotros. Tiene que dar una conferencia.
– Pero ¿no dice que no habla?
– Y no habla él. Ese que le acompañaba es su gurú de relaciones públicas, Hayden Fletcher, que será quien lea el discurso en presencia del mayor tranquilamente sentado.
– ¿No es una excentricidad?
– No cuando se tiene una fortuna de cien millones de dólares.
El aparcamiento del Centro de Congresos estaba lleno de modelos de altos ejecutivos: Mercedes, BMW, Jaguar y algún que otro Bentley y Rolls Royce. Un tropel de chóferes fumaba cigarrillos mientras se contaban anécdotas.
– Cara al público, habría quedado mejor si todos hubiesen acudido en bicicleta -comentó Rebus al ver una manifestación ante la cúpula prismática de acceso al congreso.
Del tejado colgaba una gigantesca bandera blanca que decía en letras verdes: ¡NO MATÉIS LOS MARES! Desde arriba los de seguridad intentaban quitarla sin perder el equilibrio ni la dignidad. Una voz dirigía las protestas desde un megáfono. Muchos de los que protestaban lucían equipo completo de combate con capucha antirradiactiva, había otros vestidos de sirenas y sirenos, amén de una ballena hinchable, a la que, por impulso del viento, poco faltaba para soltar sus amarres. Policías de uniforme patrullaban por la zona, comunicándose a través de pequeños aparatos de radio. Rebus pensó que no andaría lejos algún furgón con la artillería pesada: escudos antidisturbios, cascos y porras estilo norteamericano… Aunque, de momento, no parecía esa clase de demostración.
– Tendremos que pasar por en medio -dijo Minchell-. Es lamentable. Con los millones que gastamos en protección ambiental… Yo hasta soy miembro de Greenpeace, de Oxfam. Pero todos los putos años sucede lo mismo.
Cogió la cartera y el móvil, conectó el dispositivo de cierre de control remoto, la alarma, y se encaminaron hacia la puerta.
– Le haría falta una tarjeta de identificación de delegado. Pero no creo que pase nada -comentó.
Estaban ya a dos pasos de la manifestación. La música difundía por megafonía una canción sobre las ballenas y Rebus reconoció el estilo de los Dancing Pigs. Se abalanzaron sobre él para darle octavillas; cogió una de cada y dio las gracias. Justo delante de él una joven paseaba como un leopardo enjaulado. Era la encargada del megáfono, su voz nasal tenía acento norteamericano.
– Las decisiones que se adopten en el presente afectarán a nuestros hijos y nietos. ¡El futuro no tiene precio! ¡Demos prioridad al futuro por el bien de todos!
Cuando Rebus pasó por delante la miró. Una expresión neutra sin odio ni desdén; era su trabajo. Llevaba el pelo decolorado y descuidado con trencitas brillantes, una de las cuales le caía sobre la frente.
– ¡Matad los océanos y mataréis el planeta! ¡La madre tierra es más importante que el dinero!
Antes de llegar a la entrada Rebus ya estaba convencido.
Ya en el interior, había una papelera para tirar las octavillas, pero él dobló las suyas y se las guardó. Una pareja de vigilantes les requirió la tarjeta de identificación, pero, efectivamente, bastó con su carnet de policía. Había más vigilantes: guardias de seguridad privada uniformados y con gorras relucientes que seguramente habrían asistido a un cursillo acelerado de veinticuatro horas sobre bromas de mal gusto. Entre los asistentes abundaban los trajes. Los megáfonos transmitían continuamente mensajes y había zonas de propaganda con mesas llenas de folletos, y un mercadillo de infinidad de productos. En algunas casetas parecían estar haciéndose negocios. Minchell se excusó y propuso reunirse en la entrada al cabo de media hora, pues tenía que «fingir» por ahí. Debía de tratarse de dar la mano a gente, sonreír, decir cuatro cosas y repartir alguna que otra tarjeta de visita. Rebus lo perdió de vista enseguida.
No vio muchas fotos de plataformas y las que había eran del tipo con patas de tensión y semisumergibles. La auténtica novedad parecía ser los SADPF -Sistemas de Almacenamiento y Descarga de Producción Flotante-, consistentes en una especie de depósitos que hacían prescindible el empleo de una auténtica plataforma. Los oleoductos conectaban directamente con aquellos depósitos con capacidad para trescientos mil barriles diarios.
– ¿Verdad que es impresionante? -preguntó un escandinavo; seguramente agente de ventas.
Rebus asintió con la cabeza.
– Se prescinde de la plataforma -dijo.
– Y es más fácil de convertir en chatarra cuando llega su hora. Barato y ecológico. -Hizo una pausa-. ¿Le interesa alquilar uno?
– ¿Y dónde lo aparco?
Se alejó sin esperar a que el vendedor pudiera interpretarlo.
Quizá por su olfato de sabueso dio fácilmente con el bar y se acomodó en un extremo de la barra con un whisky y algo de picar. Había almorzado un bocadillo en la gasolinera y empezaba a sentir apetito. Llegó un nuevo cliente que se puso a su lado, se secó el rostro con un pañuelo blanco y pidió una soda con mucho hielo.
– No sé por qué sigo asistiendo a estos eventos -farfulló.
Tenía acento de la costa atlántica, del centro; el hombre era alto y delgado, de pelo rojizo y algo calvo. Por la piel floja del cuello juzgó que tendría algo más de cincuenta años, aunque aparentaba algunos menos. Rebus no sabía qué decirle y guardó silencio. Le trajeron la soda, se la bebió de un trago y pidió otra.
– ¿Quiere una? -ofreció.
– No, gracias.
El sediento advirtió que Rebus no llevaba la tarjeta de identificación con la foto.
– ¿Es usted delegado? -preguntó.
– Observador.
– ¿Periodista?
Rebus volvió a negar con la cabeza.
– Ya me parecía. Las únicas noticias sobre el petróleo son las catástrofes. Es una industria mucho más importante que la nuclear, y se le da la mitad de cobertura.
– Pero en definitiva está bien si todas las noticias que publican son malas, ¿no?
El hombre reflexionó al respecto y se echó a reír, mostrando una dentadura perfecta.
– En eso estoy con usted -dijo, volviendo a secarse la cara-. Así que es usted observador: ¿de qué exactamente?
– Ahora no estoy de servicio.
– Suerte que tiene.
– ¿Y usted qué hace?
– Trabajar como un burro. Pero tengo que decirle que mi empresa está a punto de renunciar a vender a la industria petrolífera. Prefieren comprar productos yanquis o escandinavos. Pues que se vayan a tomar por culo. No me extraña que Escocia se esté quedando a la cola. Y queremos la independencia… -El hombre agitó la cabeza y se inclinó hacia él. Rebus le imitó en plan conspirador-. Fundamentalmente, mi cometido es asistir a congresos aburridos como éste y cuando vuelvo a casa por la noche me pongo a pensar qué estoy haciendo. ¿Seguro que no quiere nada?
– Bueno, de acuerdo.
Dejó que le invitase y por su modo de decir «que se vayan a tomar por culo» pensó que no debía decirlo con frecuencia. Era un simple pretexto para romper el hielo y hablar entre hombres, de un modo informal. Le ofreció un cigarrillo, pero el otro rehusó.
– Hace años que lo dejé. No crea que no me tienta aún, a veces. -Hizo una pausa y miró a su alrededor-. ¿Sabe quién me gustaría ser? -Rebus puso cara de circunstancias-. A ver si lo adivina.
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