Ian Rankin - Black & blue

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Tres mujeres jóvenes han aparecido ultrajadas y asesinadas. El criminal se ha guardado como fúnebre recuerdo un objeto de cada una de ellas. Demasiadas coincidencias en tono a una forma de actuar que recuerda a los salvajes procedimientos y la impronta de un asesino en serie que conmocionó a la sociedad escocesa en los años sesenta: el escurridizo John Biblia, cuya verdadera identidad nunca se pudo averiguar. El inspector de policía John Rebus es el vivo reflejo de la frustración de aquellos que no pudieron atrapar a aquel depravado criminal. Ahora está decidido a enfrentarse con alguien que parece querer glorificar la memoria de su macabro predecesor.
En el embarullado curso de la investigación el inspector Rebus topa con otra serie de muertes sin conexión aparente. Un trabajador de la industria del petróleo, un confidente del narcotráfico y un conocido mafioso mueres en extrañas circunstancias; unos sucesos a los que hay que añadir las extrañas implicaciones de personajes de los bajos fondos urbanos y de magnates de las altas esferas del poder económico. Inmerso en varios frentes abiertos, el carácter pendenciero, rebelde y transgresor del inspector le enfrenta además a una investigación interna dirigida por un superior vengativo. Cualquier paso en falso puede acabar con la carrera de Rebus, si bien antes habrá que poner punto final a una obsesión: dar caza a John Biblia.

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– Al marcharse me dijo «hasta mañana».

Rebus consideró dejarle un recado, pero se dijo que no podía correr el riesgo. Subió al coche y arrancó.

Fue por Pilton y Muirhouse por no meterse demasiado pronto en la transitada Queensferry Road. No había mucho tráfico saliendo de la ciudad; al menos se avanzaba. Preparó las monedas para la entrada a la autopista en el puente Forth.

Iba en dirección norte. Y esta vez no era a Dundee, sino a Aberdeen. No sabía si huía o iba a enfrentarse a algo.

Tal vez las dos cosas. Los cobardes son héroes a veces. Puso un casete: Rock Bottom [8] de Robert Wyatt.

– Sé lo que es eso, Bob -musitó, y añadió-: Anímate, a lo mejor no.

Tras lo cual cambió de cinta: Deep Purple atacando Into the Fire [9] . Pisó el acelerador.

Ciudad granito

Capítulo 12

Hacía un par de años que Rebus no volvía a Aberdeen, y en aquella ocasión estuvo sólo una tarde visitando a una tía suya que ya había fallecido; y él sin enterarse. La mujer vivía cerca del estadio Pittodrie en una casa rodeada de nuevas edificaciones. Ya no debía de existir. Casi seguro que la habrían demolido. Pese a la asociación de ideas Aberdeen-granito, la ciudad evocaba para él lo efímero. En la actualidad casi toda su riqueza procedía del petróleo, pero éste no iba a durar siempre. Rebus, criado en Fife, había vivido un proceso similar con el carbón: no habían hecho previsiones para el futuro cuando se agotase. Acabado el carbón, se acabó la esperanza.

Lo mismo había ocurrido en Linwood, Bathgate y el Clyde: no escarmentaban.

Recordaba los primeros años del petróleo, las voces de los que acudían de las Lowlands al norte en busca de empleos duros y buenos sueldos: obreros sin trabajo de los astilleros y las metalúrgicas, gente recién salida de la universidad y estudiantes. Aberdeen era el Eldorado de Escocia. Los sábados por la tarde, te sentabas en un pub de Edimburgo o de Glasgow, abrías un periódico por la sección de carreras de caballos y era como si vieras tus sueños correr ilustrando fabulosas escapadas. Entonces había empleo de sobra, era un Dallas en ciernes que desbordaba el núcleo de un puerto pesquero. Un portento, algo increíble. Mágico.

La gente que seguía la serie de J. R. fantaseaba sin dificultad sobre algo similar en la costa nordeste. Hubo una invasión de norteamericanos, y los peones americanos -matones, pendencieros- no querían una ciudad marítima tranquila e independiente, sino armar jaleo, y por ahí empezó todo. A partir de entonces, las historias de Eldorado fueron convirtiéndose en relatos muy distintos: burdeles, matanzas, peleas de borrachos. La corrupción lo invadía todo, había millones de dólares en juego y los lugareños lamentaban la invasión del mismo modo que se beneficiaban del dinero y el trabajo. Para la clase trabajadora que vivía al sur de Aberdeen era como el verbo hecho carne, y no sólo un mundo de hombres sino un mundo de hombres duros en el que el respeto se obtenía con y por dinero. En cosa de semanas cambiaban, y se marchaban desengañados, rezongando sobre la esclavitud, los turnos de doce horas y la pesadilla del mar del Norte.

Y a medio camino entre el Infierno y Eldorado se situaba algo parecido a la verdad, siempre menos interesante que los mitos. El nordeste había prosperado gracias al petróleo y casi sin traumatismos, pues, a semejanza de Edimburgo, no se había permitido que el desarrollo comercial destrozara en exceso el centro de la ciudad. Pero en los alrededores proliferaban las viviendas tipo colmena y las naves industriales, muchas de éstas con nombres relacionados con el petróleo marítimo: On-Off, Grampian Oil, PlatTech…

Sin embargo, antes de llegar a todo eso había un maravilloso viaje en coche. Se mantuvo en la carretera de la costa el mayor tiempo posible, reflexionando sobre la mentalidad de una nación que construye un campo de golf al borde de un acantilado. En un alto que hizo en una gasolinera compró un mapa de Aberdeen para mirar dónde estaba la jefatura de policía de Grampian. Queen Street, en pleno centro. Esperaba que el sistema de tráfico de una sola dirección no fuese un problema. Puede que hubiera estado en Aberdeen seis veces, tres de ellas cuando era niño. Pese a ser una ciudad moderna, él seguía burlándose de ella como muchos de las Lowlands: llena de palurdos y destripaterrones, con un modo de hablar que daba risa. Pero para los de Aberdeen era la «ciudad de granito». Rebus sabía que tendría que andarse con cuidado en cuanto a burlas e ironías.

Cerca del centro había un embotellamiento que le vino de perlas para mirar el mapa y el nombre de las calles. Encontró Queen Street y aparcó, entró en la jefatura y dio su nombre.

– Antes hablé por teléfono con el agente Shanks.

– Voy a preguntar en el DIC -replicó la agente uniformada de recepción, diciéndole que tomara asiento.

Sólo por la mirada podía distinguir a los delincuentes de los policías de la secreta. Dos de ellos, jóvenes, hacían gala del bigote distintivo del departamento, poblado pero bien recortado, para parecer mayores. Frente a él, un grupo de jovenzuelos de aspecto sumiso, cara saludable y pecosa y labios pálidos, pero con un brillo peculiar en los ojos. Dos rubios y otro pelirrojo.

– ¿Inspector Rebus?

Estaba de pie a su derecha, seguramente desde hacía un par de minutos. Se levantó y se estrecharon la mano.

– Soy el sargento Lumsden. El agente Shanks me pasó su mensaje. Un asunto relacionado con una empresa petrolera, ¿no es eso?

– Cuya sede está aquí. Uno de sus empleados salió volando por una ventana de una casa en Edimburgo.

– ¿Se tiró?

Rebus se encogió de hombros.

– Había alguien más. Entre ellos un delincuente conocido como Anthony Ellis Kane. Me han informado que opera por la zona.

Lumsden asintió con la cabeza.

– Sí, me consta que el DIC de Edimburgo requirió información sobre él, pero a mí no me suena; lo siento. Normalmente se habría encargado de recibirle el oficial de enlace con las petroleras, pero está de permiso y yo le sustituyo. Así que seré su cicerone mientras se quede con nosotros. Bienvenido a la Ciudad de Plata -añadió sonriente.

Plata por el río Dee que la surca. Plata por el color de los edificios bañados por el sol que confiere al granito esa tonalidad.

Lumsden se lo fue explicando durante el trayecto en coche hacia Union Street.

– Otro mito de Aberdeen es que la gente es tacaña -dijo-. Ya vera usted lo que es Union Street un sábado por la tarde. Seguro que es la zona comercial más concurrida del Reino Unido.

Lumsden vestía un blazer azul con relucientes botones de latón, pantalón gris y mocasines negros, con una elegante camisa azul de rayas blancas y corbata color rosa-salmón. Era un hombre de metro ochenta y cinco, enjuto y fuerte, con el pelo rubio corto, lo que resaltaba las entradas de su frente. Sus ojos eran un poco amarillentos, con un iris azul intenso. No llevaba alianza. Aparentaba entre treinta y cuarenta años. Rebus no acababa de localizar su acento.

– ¿Es usted inglés? -preguntó.

– De Gillingham -respondió Lumsden-. Mi familia cambió de domicilio varias veces. Mi padre era de la policía. Ha acertado mi deje a la primera; casi todo el mundo piensa que soy escocés.

Rebus le dijo que se quedaría al menos una noche.

– Ningún problema -dijo Lumsden-. Conozco un hotel como Dios manda.

Se dirigieron a un hotel situado en Union Terrace, enfrente del parque, y Lumsden le indicó que aparcase a la puerta. Sacó una tarjeta del bolsillo y la puso sobre el salpicadero: POLICÍA DE GRAMPIAN. ASUNTO OFICIAL. Rebus cogió el equipaje del maletero pero Lumsden se empeñó en llevarlo él y se ocupó igualmente de los trámites en recepción. Un mozo se hizo cargo de la maleta y Rebus le siguió hacia la escalera.

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