– Otro día pesado.
– Otro día pesado -repitió ella, ladeando la cabeza-. ¿Y tú? ¿Vas a tomarte otra copa?
– ¿Por qué lo dices?
– Lo digo porque no deberías -le espetó sin dejar de mirarle.
– ¿Cuánto debería beber, doctor?
– No te lo tomes así.
– ¿Cómo sabes lo que bebo? ¿Es que alguien se ha quejado?
– Recuerda que anoche salimos juntos.
– Y no tomé más que dos o tres whiskies.
– ¿Y después de irme yo?
– Me fui a casa a dormir -respondió él, tragando saliva.
Gill sonrió entristecida.
– Qué embustero. Seguiste bebiendo: un coche patrulla te vio salir del pub que hay detrás de Waverley.
– ¿Es que me vigilan?
– Simplemente hay gente que se preocupa por ti.
– Es increíble -dijo Rebus, al tiempo que abría la puerta.
– ¿Adónde vas?
– A tomarme una puñetera copa. Si quieres, puedes acompañarme.
De camino hacia Arden Street vio un grupo de gente ante la puerta de su casa. Andaban de un lado para otro, contándose chistes para animar la espera. Un par de ellos comía patatas fritas de un cucurucho de papel de periódico; curiosa ironía ya que parecían periodistas.
– Mierda.
Pasó rápido de largo, sin dejar de mirar por el retrovisor. No había donde aparcar y dobló por la primera bocacalle a la izquierda, yendo a parar a un aparcamiento de Thirlestane Baths.
Cerró la llave del contacto y golpeó el volante. Podía optar por largarse, tomar por la M90 hasta Dundee y luego volver, pero no le apetecía. Respiró hondo varias veces y notó que su circulación se activaba por la fuerte pulsación en los oídos.
– Vamos allá -dijo al bajar del coche.
Se dirigió por Marchmont Crescent a su puesto de patatas fritas y, a continuación, emprendió el camino de su casa, sintiendo el calor que desprendían las patatas a través de las hojas de periódico. Ya en Arden Street aminoró el paso. No esperaban que llegara a pie y estaba ya casi encima de ellos cuando uno le reconoció.
Era el equipo de filmación, con el cámara de Redgauntlet, Kayleigh Burgess y Eamonn Breen. Pillado de improviso, Breen tiró el cigarrillo al suelo y cogió el micrófono. Rebus vio un foco supletorio en la cámara de vídeo. Consciente de que las luces deslumbran, hacen parpadear y pareces culpable, mantuvo los ojos bien abiertos.
Un periodista le lanzó la primera pregunta.
– Inspector, ¿algún comentario sobre la encuesta Spaven?
– ¿Es cierto que se va a reabrir el caso?
– ¿Qué sintió al saber que Lawson Geddes se había suicidado?
Ante tal pregunta, Rebus miró hacia Kayleigh Burgess, quien tuvo la delicadeza de bajar la vista. Estaba ya a medio camino de la entrada, a pocos pasos del portal, pero rodeado de periodistas. Se detuvo y les hizo frente.
– Señoras y caballeros de la prensa, tengo una declaración que hacer.
Se miraron unos a otros, con gesto de sorpresa, y apuntaron hacia él las grabadoras. Un par de periodistas veteranos, que ya estaban acostumbrados a perder el tiempo, cogieron bolígrafo y cuaderno sin gran entusiasmo.
El rumor de voces decayó. Rebus alzó el paquete de patatas fritas.
– En nombre de los escoceses adictos a las patatas fritas, quisiera darles las gracias por proveernos de envoltorios.
Antes de que pudieran reaccionar ya estaba dentro.
En el piso, sin encender las luces, fue a la ventana del cuarto de estar para observarles. Algunos meneaban la cabeza sin salir de su asombro, otros llamaban por el móvil consultando con la redacción y un par iban hacia sus coches. Eamonn Breen hablaba con el operador de la cámara con aire pretencioso, como de costumbre. Uno de los más jóvenes alzó dos dedos por detrás de la cabeza del presentador.
Miró enfrente y vio a un hombre al lado de un coche, con los brazos cruzados. Miraba sonriente hacia su ventana. Alzó los brazos y le dirigió un silencioso aplauso para montar acto seguido en el coche y arrancar.
Jim Stevens.
Giró sobre sus talones y encendió el flexo, se sentó en el sillón y se puso a comer patatas fritas. Pero no tenía mucho apetito. Se preguntaba cómo habría llegado la noticia a los buitres. Había hablado con el subdirector por la tarde, y no se lo había comentado más que a Brian Holmes y a Gill Templer. El contestador parpadeaba furioso: cuatro mensajes. Probó a accionarlo sin el manual y logró que funcionase, para su gran satisfacción, hasta que oyó el deje de Glasgow.
– Inspector Rebus, soy el inspector jefe Ancram. -El tono era cortante y formal-. Es para decirle que seguramente llegaré a Edimburgo mañana para iniciar la investigación; cuanto antes empecemos, antes acabaremos. Es lo mejor para todos, ¿no le parece? Le dejé un mensaje en Craigmillar para que me llamase, pero por lo visto no ha ido usted por allí.
– Gracias y buenas noches -gruñó Rebus.
Bip. Segundo mensaje.
– Inspector, soy yo otra vez. Sería muy conveniente saber dónde va a estar, en términos generales, durante la semana que viene y así aprovecho el tiempo al máximo. Si puede hacerme por escrito un resumen lo más pormenorizado posible se lo agradecería.
Se acercó a la ventana inquieto. Ya se marchaban. Estaban metiendo la cámara en la ranchera. Tercer mensaje. Al oír la voz, giró atónito sobre sus talones y miró fijamente el aparato.
– Inspector, la investigación se llevará desde Fettes. Me acompañará uno de mis hombres, aunque, en caso contrario, utilizaremos agentes y personal de allí. Así que desde mañana por la mañana puede ponerse en contacto conmigo en Fettes.
Rebus fue hasta el aparato sin dejar de mirarlo, tentado de…
Cuarto mensaje.
– Mañana a las dos de la tarde, la primera reunión, inspector. Dígame si…
Rebus cogió el aparato y lo lanzó contra la pared. La tapa se abrió y la cinta salió disparada.
Sonó el timbre de la puerta.
Fue a escrutar por la mirilla. No podía creerlo. Abrió de par en par.
Kayleigh Burgess retrocedió un paso.
– Dios, parece furioso.
– Lo estoy. ¿Qué demonios quiere?
Ella sacó la mano de detrás de la espalda y le mostró una botella de Macallan.
– Vengo en son de paz -dijo.
Rebus miró la botella y después a la periodista.
– ¿Es su modo de tenderme una trampa?
– Ni mucho menos.
– ¿Trae micrófonos o cámaras?
Ella negó con la cabeza y los rizos castaños cubrieron sus mejillas. Rebus se hizo a un lado.
– Tiene suerte de pillarme seco -dijo.
Ella se encaminó al cuarto de estar, dándole ocasión de observarla. Estaba todo tan impecable como en casa de Feardie Fergie.
– Escuche -añadió él-, lamento de veras lo de la grabadora. Envíeme la factura.
Ella se encogió de hombros y vio el contestador.
– ¿Tiene algún problema con las máquinas?
– Diez segundos, y ya empieza con las preguntas. Espere que traiga unos vasos.
Fue a la cocina y cerró la puerta tras de sí, recogió los recortes de prensa y los periódicos de la mesa y los metió en uno de los armaritos. Enjuagó dos vasos y los secó despacio, mirando a la pared. ¿Qué querría? Información, desde luego. Le vino a la cabeza la cara de Gill. Ella le había pedido un favor y había muerto un hombre. En cuanto a Kayleigh Burgess… tal vez había tenido la culpa del suicidio de Geddes. Salió con los vasos y se la encontró en cuclillas ante el equipo de música, leyendo los títulos de los discos.
– Nunca he tenido tocadiscos -le dijo.
– Me han dicho que se van a poner de moda -comentó él mientras abría el Macallan y servía las bebidas-. Lo que no tengo es hielo, aunque podría arrancar un trozo del congelador.
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