Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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Exterior del nº 23 de Humbert Street

Colin apareció de repente junto a Melanie y le gritó al oído que sería mejor que hiciera algo cuanto antes porque Kevin Charteris y Wesley Barber estaban repartiendo cócteles molotov entre sus colegas.

– No puedo pararlos, Mel. Van mamaos. Les he dicho que Rosie y Ben están en casa pero les da igual.

Melanie lo miró asustada.

– ¿De qué me hablas?

– De bombas de gasolina -aclaró él-. El motín lleva días planeándose… desde que tú y mamá dijisteis que ibais a montar la mani. Kev y Wes llevan desde el martes llenando las botellas… Pensaban que la única manera de echar a los pervertidos era quemándoles la casa. Les dije que el fuego se extendería hasta la tuya, pero dijeron que a tomar por culo. Wes lleva un colocón de la hostia. Es un gilipollas rematao… No para de meterse ácido y speed, y habla de quemar toda la puta calle.

Era un toque de alarma para que tomara conciencia de la realidad. Un jarro de agua helada sobre su cabeza. Melanie se dio cuenta de que no podía seguir esperando a que Jimmy la ayudara. Si quería que sus hijos sobrevivieran tendría que ser ella quien los protegiera.

– ¿Dónde están?

Colin señaló con la cabeza hacia un grupo apiñado en el borde de un espacio semicircular frente al número 23.

– Allí.

Mientras que a ambos lados de la calle había sendos embotellamientos de gente, enfrente de la casa del pederasta, y de las contiguas, quedaba un espacio bastante despejado, prácticamente como si un cordón invisible contuviera a la muchedumbre, lo que de algún modo no dejaba de ser cierto, pues los que se encontraban delante, reacios a perder su posición privilegiada, no hacían más que empujar hacia atrás para contrarrestar la presión que ejercía la multitud a sus espaldas. Aquella circunstancia había permitido a Melanie montar guardia frente a su propia casa, arremetiendo contra cualquiera que tratara de invadirla, aunque aquello no le sirvió de mucho consuelo, pues la razón de tan celosa protección del espacio era la agitación. Aquel lugar se había convertido en una arena de gladiadores donde los jóvenes más osados lanzaban ladrillos y piedras al interior del salón de los pervertidos con el ánimo de destruir todo objeto de valor, para admiración de la exultante concurrencia.

– Quédate aquí -ordenó plantando el móvil en la mano de Colin.

– ¿Qué vas a hacer?

– Detenerlos -respondió con ferocidad.

Melanie cruzó el asfalto con ímpetu y agarró del cuello a uno de los jóvenes.

– ¿Dónde está Wesley? -inquirió.

El muchacho intentó quitársela de encima echándose hacia un lado, y entonces Melanie vio a Kevin Charteris, que, agachado en el suelo, trataba de encender un trapo empapado en gasolina y metido en una botella con un mechero que no funcionaba bien.

– ¡Oh, Dios mío! -bramó Melanie. Agarró al chico por la coleta y lo tiró al suelo-. ¿Qué crees que haces, gilipollas? -Le arrebató el encendedor de un manotazo-. Mi casa está justo al lado y mis hijos están dentro.

– ¡Vete a la mierda! -espetó Kevin con furia, retorciéndose para zafarse de ella.

Melanie le cruzó la cara con la otra mano y le hizo volverse hacia sus amigos.

– ¿Estáis locos o qué? -preguntó-. ¿De dónde habéis sacado las botellas? ¿De quién coño ha sido la idea? -Melanie hizo que Kevin volviera la cabeza de un tirón-. Seguro que ha sido tuya y de Wesley, Kevin. Sois los únicos lo bastante imbéciles.

– ¿Por qué siempre te metes conmigo? -replicó el chico, resentido, con la cara roja por el alcohol-. Todo el mundo lo está haciendo.

Melanie echó un vistazo alrededor con los ojos desorbitados para ver si Kevin decía la verdad.

– Estallará todo el barrio, ¿y quién va a apagar el fuego? ¿Crees que esos imbéciles de las barricadas dejarán pasar a los bomberos?

– Fue idea tuya, Mel -repuso Kevin. Se tiró del pelo para que Melanie lo soltara y se apartó de ella-. Dijiste que querías librarte de los pervertidos y eso es lo que vas a conseguir. -Kevin hizo un gesto con la cabeza a Wesley, que estaba detrás de Melanie, y sonrió cuando el chico le lanzó otro mechero-. Los vamos a quemar por ti.

Melanie arremetió contra él, pero Wesley la retuvo.

– ¿Y qué pasa con Amy? ¿También queréis quemarla?

– Amy no está ahí dentro.

– La vieron en la puerta.

– Qué más da -repuso Kevin con despreocupación-. Es de cajón, a estas alturas la tendrán enterrada bajo las tablas del suelo. Así es como va, Mel. Los pervertidos matan niños. Nosotros matamos pervertidos.

Con una amplia sonrisa, Kevin prendió fuego al trapo y se pasó la botella a la mano derecha para arrojarla hacia la ventana hecha añicos del número 23.

Kevin sabía muy poco sobre la fabricación de un cóctel molotov, y debido a su estado de embriaguez tenía los reflejos ralentizados. Ignoraba lo rápido que suele calentarse el cuello de una botella cuando el combustible que contiene se inflama, o lo peligroso que puede llegar a ser un cóctel molotov para quien lo lanza. Los aficionados no alcanzaban a entender el principio de un artefacto incendiario como aquel, el de impedir que la gasolina salga de la botella hasta que esta impacta contra su objetivo. Era evidente que Kevin no tenía ni la más mínima idea del valor de los tapones de rosca ni de la conveniencia de atar el trapo alrededor del cuello de la botella en lugar de embutirlo dentro.

Un alarido de terror surgió de la multitud que lo rodeaba cuando Kevin, con un grito de dolor, dejó caer la botella de sus dedos chamuscados; esta se rompió a sus pies en el asfalto y las llamas lo envolvieron. Como el movimiento ondulatorio en una charca al verse perturbada la superficie del agua, la desbandada originada para alejarse de él se arremolinó en olas frenéticas. Los amigos de Kevin, en llamas también por su proximidad a la botella que acababa de explotar, retrocedieron tambaleándose y golpeándose en los brazos, el pecho y el cabello; las mujeres y los niños gritaron al verse aplastados contra la sólida pared de personas que tenían detrás.

Solo Melanie, protegida por el cuerpo de los amigos del chico, se quedó donde estaba, con la atención centrada en la bola de fuego que tenía enfrente. Le dio tiempo a pensar que ni siquiera le caía bien Kevin Charteris. Él constituía la mala influencia que había provocado que arrestaran a Colin una veintena de veces por hurto y vandalismo, y había llegado a descontrolarse tanto que Wesley Barber, con su ayuda, había conseguido que su madre acabara dos veces en el hospital.

Pero lo conocía -no se trataba de un desconocido en llamas- y ese vínculo ejercía un fuerte poder. Melanie también gritaba -no podía contenerse-, pero en medio de la confusión tuvo la inteligencia de quitarse la chaqueta y lanzarse sobre Kevin para echarle por encima el cuero y utilizar su propio peso para que el chico se tirara al suelo. Lo hizo rodar para sofocar las llamas, atragantándose con el olor del pelo quemado y con los ojos escocidos del calor del combustible en llamas sobre el asfalto. Se percató de que la gente acudía en su ayuda, procediendo a apartar al muchacho a rastras del foco del fuego y añadiendo más prendas de ropa sobre su cuerpo, antes de que alguien tirara de ella hacia atrás y comenzara a golpearle en la cabeza.

– Maldita imbécil -dijo su hermano entre sollozos. Le puso la cara en el suelo y se lanzó sobre ella-. Te está ardiendo el pelo, joder.

Interior del nº 23 de Humbert Street

El puñetazo de Franek impactó en lo alto del pómulo de Sophie y resonó en su cabeza. El golpe llevaba la fuerza suficiente para tumbarla, pero la pared que tenía a sus espaldas la mantuvo en pie. El instinto la llevó a defenderse cuando no tenía ninguna posibilidad razonable de que su reacción sirviera de algo. Un segundo golpe la dejaría sin sentido. Sophie respondió con lo único que tenía a mano -la silla-; la empujó con fuerza hacia él hasta que el asiento dio en las rodillas del anciano.

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