Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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Tyler respondió con sinceridad:

– Ceñirme a las reglas que hubiera establecido.

– Gracias.

– Pero yo no estoy en su lugar, señora Gough. Llevo divorciado más tiempo del que estuve casado y no tengo hijos. Mi única experiencia con chicas de la edad de Francesca se limita a cuando las arrestaba por robo y prostitución en mi época de policía de calle.

Se produjo otro breve silencio.

– ¿Y?

– No recuerdo ni una sola a la que no arrestara como mínimo dos veces, aunque lo más normal es que el número de arrestos por chica rondara los cinco o seis. Todas decían que nunca más volverían a hacerlo… pero todas se tiraban de nuevo a las calles a los pocos días de que las soltaran porque les resultaba mucho más fácil y rápido colocarse con el dinero que sacaban del robo y la prostitución que ahorrar la miseria que podían ganar trabajando de cajera.

La señora Gough no era mujer que se precipitara a la hora de hablar.

– No entiendo adónde quiere ir a parar -murmuró al cabo de unos instantes.

A Tyler le molestaban aquellos silencios.

– Solo le digo que es difícil perder una costumbre si no se tiene un fuerte aliciente, y pocos de nosotros logramos nuestro propósito la primera vez que nos lo proponemos. ¿Cuántas veces ha intentado usted dejar de fumar? -inquirió sin rodeos-. ¿Una? ¿Dos veces? ¿Se levanta cada mañana diciendo hoy es el día?

La mujer dio otro suspiro.

– Yo esperaba que ser responsable de sí misma le sirviera de incentivo.

– No está preparada para ello.

– Ya tiene dieciocho años.

– Pero habla y se comporta como una cría de doce, y nadie da las llaves de un piso a una niña de doce años. -Tyler miró el reloj. No tenía tiempo para seguir con aquella conversación. Franny y sus problemas tendrían que esperar-. Mire, de todos modos le voy a dar los teléfonos y usted verá qué hace con ellos. Y decida lo que decida, ¿hará el favor de llamar a su hija y explicárselo? Hay una posibilidad remota de que tenga hecha la reserva para un vuelo de vuelta; uno de mis hombres lo está comprobando en estos momentos. Le pediré que la telefonee en cuanto lo averigüe. Además, necesito hablar de nuevo con usted. Si para las seis de esta tarde no ha dejado ningún mensaje, iré a Southampton a interrogarla… esta noche o mañana por la mañana.

– ¿Tengo alguna elección? -preguntó la señora Gough después de que el inspector le diera los números de teléfono.

Tyler desoyó la pregunta.

– Una última cosa. Antes ha dicho que es amiga de la primera esposa de Townsend. Supongo que no me facilitará su nombre y dirección hasta que compruebe mi identidad, así pues, ¿sería tan amable de ponerse en contacto con ella y pedirle que llame al centro de coordinación?

La mujer vaciló durante tanto rato que Tyler se preguntó si habría colgado.

– ¿Señora Gough?

– Confiaba en que nunca se enterara de que Francesca se acostaba con Edward -explicó con tristeza-. Pensaba que todo pasaría y nunca tendría por qué saberlo.

– ¿Por qué le iba a importar?

– Ella también tiene una hija -respondió antes de cortar la comunicación.

Centro Médico de Nightingale

Harry Bonfield se resistía a telefonear a los padres de Sophie hasta no haber hablado con su prometido, Bob Scudamore, pero la dirección de aquellos era la única que figuraba en la casilla de parientes más cercanos en el margen de su ficha. Harry recordaba a un amigo psiquiatra de Londres al que durante una cena Bob había mencionado como un compañero cercano, y tras hablar con él por teléfono consiguió los números de casa y de móvil de Bob. No por primera vez, Harry bendijo que el Servicio Nacional de Salud fuera como una especie de club. Por mucho que constituyera la mayor empresa del país, no dejaba de ser un pueblo donde todo el mundo conocía a alguien con el que poder ponerse en contacto en caso de necesidad.

La relación a larga distancia que Sophie y Bob mantenían durante el tiempo que ella llevaba trabajando en el Centro Médico de Nightingale había tenido a Harry bastante preocupado. Bob, cinco años mayor que ella, ocupaba un puesto elevado en el escalafón del departamento de psiquiatría de uno de los hospitales clínicos de Londres, y Harry había supuesto que era solo cuestión de tiempo que le propusiera matrimonio y Sophie regresara a Londres. Cada vez resultaba más difícil encontrar a profesionales jóvenes que se dedicaran a la medicina general, y Harry no albergaba demasiadas esperanzas de poder retener a una de las mejores que habían atraído en años.

Sus peores temores se habían hecho realidad hacía dos meses, cuando Sophie le puso delante de las narices una sortija de brillantes.

– ¿Qué te parece? -inquirió-. ¿Sé lo que me hago o sé lo que me hago?

– ¿Bob?

Sophie se echó a reír y le dio un puñetazo en el brazo.

– ¿Quién iba a ser sino? Hay que ver, Harry, ¡ni que tuviera un armario lleno de amantes secretos!

Con retraso, Harry se puso en pie y le dio un cariñoso abrazo.

– Pues claro que sabes lo que te haces. Es un tipo estupendo. Solo espero que sepa apreciar lo afortunado que es de tenerte. ¿Y cuándo es el gran día?

– En agosto.

– Mmm -dijo con pesimismo-. ¿Es esta tu forma de decirme que vas a presentar la renuncia?

– ¡Por Dios, no! -exclamó Sophie sorprendida-. Bob ha conseguido un puesto de especialista en Southampton. Llevaba siglos a la caza de ese puesto. Significa que por fin podemos vivir juntos. Por eso lo vamos a hacer oficial. -Arqueó las cejas con gesto de perplejidad-. ¿Qué te hacía pensar que yo quisiera marcharme?

La estupidez miope de la edad y la costumbre inveterada, pensó Harry con ironía mientras volvía a sentarse. Nunca se le habría pasado por la cabeza que el hombre se mudara de domicilio por la mujer, aunque fuera en el siglo xxi.

Localizó a Bob en su casa de Londres.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Harry? -preguntó el otro amablemente-. ¿Llamas porque Sophie va a llegar tarde?

– No exactamente. -Harry le contó de manera sucinta y sin rodeos lo que sabía-. No quería telefonear a sus padres hasta haber hablado contigo… De todos modos, lo mejor es que hables tú con ellos. -Hizo una pausa en espera de recibir la confirmación de Bob-. Bien. Además, necesitamos tu ayuda. Jenny dice que Sophie es muy concienzuda con lo de llevar el móvil cargado, así que suponemos que lo habrá apagado porque no querrá que esos hombres sepan que lo tiene. Eso significa que hay bastantes probabilidades de que vuelva a llamar en cuanto tenga una oportunidad… y me quedaría más tranquilo si hubiera aquí alguien capacitado para hablar con ellos y negociar su puesta en libertad.

– Ahora mismo salgo para allá -dijo Bob-. Llamaré a sus padres de camino.

– Quizá no podamos esperar a que llegues -señaló Harry con urgencia-. Necesitamos a alguien que esté más cerca. Han cogido desprevenida a la policía… dicen que no se lo esperaban… los disturbios se desencadenaron como por arte de birlibirloque… y están desbordados con el caso de esa niña desaparecida a treinta kilómetros de aquí. Tenemos a un joven agente de policía tratando de ayudarnos, pero de momento no sabe ni ponerse en contacto con la oficina de libertad condicional. Es una auténtica locura. Lo que nos vendría bien sería localizar al psiquiatra que redactó el informe previo a la condena de Zelowski, o a alguien que lo hubiera visto durante su estancia en prisión. Puedo darte el nombre de las dos cárceles donde cumplió condena. Las dos están en la zona, más o menos. ¿Te ayudaría eso a dar con la persona que buscamos? ¿O mejor aún, con una copia del informe?

Bob no perdió el tiempo.

– Dame el nombre de las cárceles -le pidió-. Y también tu línea directa y el número de fax de la consulta. Te llamaré en cuanto pueda. -Bob hizo una pausa antes de colgar-. ¿Harry?

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