Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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Tyler se quedó mirando la pared de su despacho.

– ¿Con quién hablaba? ¿Con clientes? ¿Con socios?

– Ni idea -repitió ella.

– ¿Recuerdas que dijera algún nombre? ¿Al principio de la conversación quizá, al saludar?

– No le prestaba atención.

– Trata de recordar, Franny -dijo Tyler con tono paciente-. Es importante.

– Pero es que era todo tan aburrido -se quejó-. Una vez estuvo hablando de contratos y fechas. Creo que eso debió de ser con su abogado.

Tyler anotó en su libreta «Martin Rogerson» y, a continuación, un signo de interrogación.

– ¿Te suena de algo el nombre de Martin?

– ¡Ah, sí! -exclamó ella recordando con sorpresa-. Dijo «Hola, Martin».

– ¿Y eso qué día fue?

– El jueves, creo.

Tyler contuvo la respiración un instante antes de pedir a Franny que le diera el número de teléfono y la dirección de su madre. Ella se negó, hasta que el inspector le advirtió que no tenía ninguna intención de pagarle la cuenta del hotel, ni él ni ningún contribuyente británico.

– Eres mayor de edad y, por ley, eso te hace tan responsable como a Townsend de las deudas que podáis haber contraído. La elección está clara. O lo arreglas por tu cuenta o le pides ayuda a tu madre. Y bien, ¿dónde vive?

La joven le dio a regañadientes una dirección y un número de teléfono de Southampton.

– Me va a matar -repitió.

– Lo dudo, pero haré lo que pueda para allanarte el camino.

Tyler pensó en decirle que mostrara cierta madurez por primera vez en su vida, pero al final decidió no hacerlo. Si no aprendía la lección por sí misma, nada de lo que le dijera un desconocido por teléfono le serviría. En lugar de ello, le ordenó que no se moviera de Southampton cuando regresara al país ya que quería interrogarla cara a cara; luego habló con el gerente del hotel durante cinco minutos para corroborar la veracidad de lo que la chica le había contado y aclarar unos detalles. Le agradeció su ayuda y le pidió que diera algo de comer a la joven mientras se ponía en contacto con su madre.

– No tengo esperanzas de que esa mujer quiera ver de vuelta a la señorita Gough -señaló el gerente hablando un buen inglés, aunque con un fuerte acento.

– ¿Por qué dice usted eso?

– En este país ninguna madre permitiría que su hija hiciera lo que hace esta chica. La señora Gough no se preocupa nada por su hija, creo yo.

Centro Médico de Nightingale

A Fay Baldwin le resultaba extraño entrar en el centro en fin de semana, pero después de varios días dándole vueltas a la decisión prepotente de Sophie de relevarla y al mordaz mensaje que le había dejado en el contestador, al llegar el sábado estaba hecha una furia. El hecho de que otros médicos la hubieran relevado igualmente de su puesto, dejando a su cargo tan solo a un puñado de clientes para que pasara hasta el momento de jubilarse, fue convenientemente olvidado. Esta vez pensaba presentar una queja oficial, acusando a la doctora Morrison de negligencia para con los niños de Melanie.

En su retorcida lógica, la presencia del pederasta en Humbert Street estaba estrechamente relacionada con la conspiración para deshacerse de ella. Fay había llegado a convencerse de que fue el valor lo que la había impulsado a revelar la presencia del pederasta en Humbert Street. A la doctora Morrison no le preocupaban los niños lo más mínimo. Lo había demostrado al prohibir toda discusión sobre la existencia de aquel hombre y al acusar después de loca a Fay cuando esta osó mencionar el tema. A Fay, en cambio, lo único que la preocupaba era el bienestar de los pequeños Rosie y Ben. No podía ser de otra forma. Era su trabajo como asesora sanitaria de los Patterson. ¿Cómo se atrevía una doctora a invalidar su autoridad? ¿Quién, más que nadie, había luchado para proteger la seguridad -y la inviolabilidad- de aquellas criaturas?

No tenía mucho interés en que advirtieran su presencia por si Sophie había explicado lo que había hecho -necesitaba tiempo para preparar su causa-, de modo que pensó en entrar a hurtadillas en el despacho de las asesoras sanitarias cuando la recepcionista estuviera ocupada con un paciente. Pero le sobresaltó encontrar la puerta de la recepción principal bloqueada por un policía. Y la sobresaltó más aún ver la sala de espera sin un solo paciente y al doctor Bonfield, el médico jefe de la consulta, en camiseta y pantalones cortos, plantado detrás del mostrador de recepción junto a Jenny Monroe. Harry Bonfield y Fay no congeniaban, y esta se hubiera marchado de inmediato, de no haber sido porque el agente hizo notar su presencia.

– Déjela pasar -ordenó Harry-. Es una de los nuestros. -Harry le hizo señas con el brazo para que se acercara, mientras miraba atentamente el ordenador de Jenny-. ¿Sabes algo de Sophie? Es una pesadilla. Han cogido a la policía desprevenida… así que estamos intentando encontrar a alguien que le pase un mensaje a quienquiera que esté al mando de esto. Si la muy tonta no hubiera desconectado el móvil… podríamos hablar con ella directamente… y arreglarlo de un modo razonable. -Harry asintió con la cabeza ante el monitor-. Jenny está repasando la lista de pacientes uno a uno para ver si encuentra a alguien de Humbert Street con quien podamos hablar… pero es desesperante. Los pacientes están archivados por nombre, no por calle… es como buscar una aguja en un pajar. De los míos, el que está más cerca vive en Glebe Road, pero está sorda como una tapia y no responde. -Harry chasqueó los dedos para que Fay reaccionara-. Es una crisis, Fay. ¿Alguna idea? Humbert Street. Seguro que tienes algún cliente allí.

Fay tal vez se hubiera mostrado más circunspecta si Harry no se hubiera referido a Sophie como «la muy tonta». Así las cosas, se apresuró a sacar la conclusión de que Sophie había obrado mal.

– Tenía -puntualizó Fay remilgadamente-. Ya no. Cortesía de la doctora Morrison.

Harry la miró con el ceño fruncido. ¿De qué diablos hablaba la muy cretina?

– ¿Acaso el paciente se ha mudado de casa?

– No que yo sepa.

– ¿Podemos saber de quién se trata? -preguntó Harry con suavidad-. Cuando tú quieras, por supuesto.

Fay apretó los labios hasta poner boca de pimpollo.

– De Melanie Patterson.

Harry dio un golpecito a Jenny en el hombro y se inclinó para mirar la pantalla mientras la recepcionista avanzaba a lo largo de la letra «P».

– La tenemos -anunció-. En el veintiuno de Humbert Street. Vale, Sophie consta como su médica de cabecera. ¿Tú qué crees? -preguntó a Jenny.

La mujer se mordisqueó el labio.

– Solo tiene diecinueve años -dijo sacando el historial de Melanie-. Embarazada de seis meses… dos hijos pequeños… pero parece que conoce a Sophie bastante bien. La ve cada dos semanas para recibir asistencia prenatal. -Jenny negó con la cabeza-. No sé, Harry -reconoció con aire de preocupación-. Podríamos darle un susto de muerte y provocarle un aborto.

– Las mujeres jóvenes no suelen ser tan frágiles, de todos modos… -Harry señaló la casilla del familiar más cercano-. ¿Y la madre? ¿Gaynor Patterson? Vive solo a dos calles. ¿Y si la llamamos a ver si puede darnos el nombre de algún vecino de Melanie?

– Muy bien. -Jenny marcó el número de teléfono de Gaynor-. Hola -saludó-. ¿Es usted Gaynor Patterson?… Briony… Sí, es importante. -Se produjo una larga pausa mientras Jenny escuchaba la voz al otro lado de la línea-. Está bien, cariño, ¿qué tal si me das los dos números y dejas que lo intente yo? No, estoy segura de que no se enfadará. ¿Has venido alguna vez a la consulta? ¿Sabes quién es la doctora Morrison? Eso es, Sophie… Bueno, pues yo soy la señora que está sentada al mostrador y te llama por tu nombre cuando te toca pasar. -Jenny se rió-. Exacto… la señora mayor con gafas. Buena chica. -Anotó algo en el bloc y siguió escuchando-. No, cielo, prométeme que no irás a buscar a mamá. Es peligroso que salgas a la calle, podrían atropellarte. Si consigo hablar con ella, le diré que estás preocupada y que quieres que vuelva a casa. ¿Trato hecho? Tranquila, volveré a llamar dentro de veinte minutos. Sí, me llamo Jenny. Adiós.

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