Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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– Nada. Simplemente no quería que una mujer se viera mezclada… al menos, no una mujer como usted. -Hizo un gesto de desesperación con la mano-. Pero ya es demasiado tarde… no hay nada que yo pueda hacer.

¡Ay, Dios! El miedo apretó el nudo que tenía en el estómago. ¿Qué intentaba decirle Nicholas? ¿Mezclada con quién? ¿Con la gente de fuera? ¿Con su padre? El instinto le decía que debía de tratarse de Franek, porque se le ponía la piel de gallina cada vez que la miraba. El anciano le recordaba a una rata de cloaca, un ser imprevisible y perverso, portador de enfermedades, repelente y malvado. Intentó convencerse de que se trataba de una reacción al modo en que el hombre se había pegado a ella, pero sabía que no era cierto. Franek la asustaba porque ella no tenía control sobre él… y tampoco su hijo, creía ella, con aquella sumisión tan poco natural… «No hay nada que yo pueda hacer…»

Exterior del nº 23 de Humbert Street

Melanie pulsó la tecla de rellamada del móvil por décima vez en otros tantos minutos y oyó cómo la voz computarizada le pedía que dejara un mensaje en el buzón de voz de Jimmy.

– No me lo explico -comentó a su hermano-. Nunca habla tanto rato, ni siquiera desde un fijo.

– Pues no lo llevará encima.

Melanie respiró hondo. Ya llevaban un rato dándole vueltas a lo mismo.

– Ya te lo he dicho. Vi cómo se lo metía en el bolsillo -repitió con paciencia.

Colin se encogió de hombros.

– Pues lo habrá apagao.

– Eso sí que no lo haría, no cuando tiene asuntos pendientes.

– Pues se lo habrán birlao, y quienquiera que haya sido estará rajando a base de bien.

La tensión pudo más que ella.

– ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? -espetó-. Nadie le birla nada a Jimmy. Algo no anda bien, ¿por qué coño no te metes eso en la mollera y dejas de soltar chorradas?

Fue la excusa que esperaba Colin. Estar con su hermana no tenía nada de divertido -no hacía más que echarle sermones-, y la llamada de sus colegas era mucho más fuerte que la responsabilidad no deseada por un sobrino y una sobrina. Le puso un dedo bajo la nariz.

– Alguna vez tienes que equivocarte -dijo a su hermana-. Si no se lo han robao… ni se lo ha dejao en casa… ni lo ha apagao… ni lo ha perdió… entonces tiene que estar hablando con alguien. -Colin se volvió-. Pero estoy hasta los huevos, Mel. Tú te has metió en este lío… así que sal tú sólita.

Interior del nº 23 de Humbert Street

El anciano adivinó los pensamientos de Sophie.

– Usted cree yo finjo pánico para hacer usted prisionera -dijo de repente-. Le pone furiosa que engañan a usted. A lo mejor no es tan buena doctora.

Sophie se obligó a mirarlo.

– ¿Y es cierto que ha fingido?

Los ojos del anciano brillaron con maldad.

– Usted es chica muy lista, averigua eso por sí misma.

Sophie se encogió de hombros como dando a entender que su tono intimidatorio no le afectaba.

– Ya lo he hecho. Puede que usted haya exagerado un poco, pero casi todo lo que vi le ocurría de verdad. Es asmático, de eso no cabe duda. Y ahora le cuesta respirar… le pasa desde que movió el armario. -Esbozó una leve sonrisa-. Debería utilizar el inhalador antes de que empeore, señor Hollis. -Vio cómo el hombre se palpaba los bolsillos del pantalón y se permitió un instante de regodeo cuando Franek miró hacia la puerta con un parpadeo nervioso. Era un pequeño triunfo (el hijo le había apremiado para que saliera del salón y el viejo había olvidado coger el inhalador), pero un gran paso para Sophie en su intento por recobrar cierto control-. Creo que se lo dejó abajo -indicó.

– ¿Y qué? Paso sin él.

– A ver si puede.

El anciano se dio un golpe en el pecho.

– Suena como una campana. No pasa nada. Usted intenta asustar Franek.

¡Y que lo diga!

– No me hace falta. -Sophie señaló hacia la calle con la barbilla-. ¿Qué cree que va a ocurrir cuando medio millar de hombres furiosos crucen la puerta de su casa? Le entrará tanto miedo que morirá de una insuficiencia respiratoria.

Franek soltó un resoplido divertido, como si el coraje de Sophie le hiciera gracia.

– Usted ayuda a mí si eso pasa -repuso-. Es su trabajo. Usted ha hecho el juramento hipocrático.

Sophie negó con la cabeza.

– Voy a llevar usted a juicio… a demandar por negligencia. -El anciano frotó el dedo índice con el pulgar-. Voy a sangrar usted… ganar mucho dinero.

– No podrá -replicó Sophie.

– ¿Cómo sabe eso?

– Gritaré «al violador» en cuanto oiga pasos en la escalera. Si es la policía, lo meterán en la cárcel. Si son sus vecinos, lo destrozarán vivo.

– Usted intenta… yo rompo su cuello… así. -Franek torció unas vértebras imaginarias entre sus dedos musculosos.

Nicholas se removió disgustado.

– ¿Es esto necesario? -preguntó.

Su padre no le prestó atención.

– No sabemos cuánto tiempo vamos a estar aquí -dijo Nicholas a Sophie-. ¿No podríamos tratar de llevarnos bien?

La dulce voz de la razón, pensó ella.

– Pues déjeme negociar por usted. Eso es mucho más sensato que permanecer sentados en este horno y morirnos de deshidratación. No tenemos agua -señaló Sophie.

– No será mucho tiempo. La policía no tardará en llegar. Podemos ser amigos hasta entonces.

¿Amigos…? ¿No estaría loco también él?

– Su padre ha amenazado con matarme.

– Y usted le ha amenazado a él con que lo destrozarían vivo -le recordó Nicholas-. No es que la culpe… está asustada… todos lo estamos. Simplemente no veo de qué sirve. Sería mejor esperar sentados en silencio que seguir metiéndonos los unos con los otros. Así al menos podremos oír lo que pasa fuera.

Sophie se sentía inclinada a darle la razón dado el temperamento dócil de Nicholas. Además, no veía la hora de sentarse y bajar la guardia. Tal vez él percibiera la indecisión en su rostro, porque alargó la mano para apartar una de las sillas que le servían de barrera defensiva.

– No -dijo Sophie con brusquedad, sujetando el respaldo con una mano.

– Estará más cómoda aquí fuera -aseguró él con tono persuasivo.

Era una invitación tentadora, que no se le escapó a Franek, quien dio una palmadita en el hombro a su hijo en señal de aprobación. Las sospechas afloraron de golpe en la mente de Sophie. ¿Sería Nicholas el proxeneta de su padre? ¿Se trataría de una variante del típico número del poli bueno y el poli malo? ¿Sería el hijo el seductor? ¿Explicaría eso su actitud sumisa? En medio de aquella confusión mental, el sentido común le dijo que sería más bien al revés. Era el tipo con secretos vergonzosos el que era vulnerable… el proxeneta con poder para chantajear era quien mandaba…

– Prefiero quedarme donde estoy -dijo con sequedad.

Nicholas no insistió.

– Está bien -dijo retirando la mano-. Ya me avisará si cambia de idea.

– No lo haré.

– Usted no tan fuerte -señaló Franek-. Pronto cae… pof -añadió dando un manotazo en el suelo-, entonces su mente va a dormir y Franek toma las decisiones.

Sophie no dijo nada.

Franek la observó con lascivia y esbozó una sonrisa burlona cuando se tapó de nuevo el pecho con el brazo.

– Ahora usted asustada -se mofó.

Sí, lo estaba. No soportaba el modo en que el hombre intuía lo que ella pensaba. Era como si entendiera el mecanismo del terror de una mujer y reconociera su rúbrica en todo cambio de expresión por imperceptible que pareciera. Era una invasión. Un ataque brutal a la determinación, que la hacía debatirse en su fuero interno entre si debía seguir enfrentándose a él o apaciguarse mediante el silencio. Necesitaba pasarse la lengua por los labios -los tenía resecos- pero se obligó a no hacerlo. Franek lo habría visto como otra muestra de miedo…

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