Desde luego, no la policía, cuya idea de salvar a los jóvenes consistía en arrestarlos.
Melanie se abrió paso a empujones entre la gente para cruzar la calle y enfrentarse a su hermano de catorce años y a sus amigos, que con el método de la palanca arrancaban losas y ladrillos de la cerca del jardincillo situado frente a su casa.
– ¿Qué creéis que estáis haciendo? -gritó, y agarró a Colin del brazo para tratar de apartarlo de allí-. Este es el único cacho de jardín que tienen los niños para jugar. ¿Quién coño va a reconstruirlo? Ninguno de vosotros, eso seguro.
– ¡Para! -exclamó Colin enfadado, sacudiéndose para que lo soltara-. Es lo que querías, ¿no? Darles que pensar a los pervertidos. -Colin rió de satisfacción al ver que Wesley Barber asestaba un fuerte puntapié a la parte superior del muro, y hacía caer otros tres ladrillos-. Muy bueno, Wes.
Melanie olió el aliento a cerveza de su hermano y vio la mirada de loco de Wesley, que indicaba que iba de speed o de algo peor. Miró alrededor con nerviosismo en busca de Gaynor. No podía creer lo que estaba sucediendo. En teoría se trataba de una marcha de protesta pacífica de madres y niños con pancartas, pero los que no vivían en Humbert Street se habían separado del grupo al final de Glebe Road al ver la barricada de Bassindale Row. Alguien acabaría muerto, advirtieron con temor, y agarrando de la mano a sus hijos pequeños se marcharon a casa. Gaynor había ido tras ellos para tratar de convencerlos de que regresaran, y esa fue la última vez que Melanie la había visto.
¿Dónde estaría ahora?, se preguntó, desesperada. ¿Habría huido ella también? Solo de pensarlo le entró el pánico. ¿Y Rosie y Ben? Los había llevado a la concentración, en el patio de Glebe School -Ben en sillita y Rosie a pie-, pero al llegar a Humbert Street la «marcha» ya estaba fuera de control y Melanie los metió en casa a empujones y les ordenó que se quedaran viendo la tele hasta que las cosas se tranquilizaran en la calle. Era un vano optimismo, pues la muchedumbre y el bullicio crecían por momentos y el dúplex de Melanie se encontraba justo al lado del número 23. Si algún imbécil borracho como Colin comenzaba a lanzar ladrillos…
Melanie le pegó en el brazo a su hermano.
– Estás asustando a Rosie -dijo entre dientes, furiosa, al ver la cara pálida de su hija en la ventana-. He tenido que meterlos en casa porque aquí fuera corrían demasiado peligro.
Sobresaltado, Colin siguió la mirada de Melanie.
– ¡Hostia, Mel! Se suponía que estaban en nuestra casa. Mamá dijo que Bry cuidaría de ellos. ¿Cómo coño se te ocurre traerlos a una cosa así?
Melanie alzó los hombros con pesar.
– Todo el mundo ha traído a sus hijos… queríamos poner en evidencia al ayuntamiento… pero todos los demás se han ido… y mamá ha desaparecido. La he buscado por todas partes.
– Menuda gilipollas estás hecha -dijo él con tono mordaz, y miró la masa de gente que bloqueaba ambos extremos de la calle-. Por mucho que quieras, no podrás atravesar ese gentío. Esos tíos van mamaos. Con que uno tropiece acabaréis todos aplastaos.
Melanie notó que las lágrimas le escocían en los ojos.
– No sabía que fuera a pasar esto. Se suponía que iba a ser una marcha de protesta.
– Fue idea tuya -le recriminó Colin-. Fuera los pervertidos, dijiste.
– Pero no así -protestó Melanie-. Está saliendo todo mal. -Volvió a agarrarlo del brazo-. ¿Qué voy a hacer, Col? Si les ocurre algo a mis hijos me mato.
Colin se despejó de golpe al ver el pánico en el rostro de su hermana.
– Busca a Jimmy -le aconsejó-. Creo que es lo bastante grande para abrirse paso hasta aquí y poneros a todos a salvo.
Interior del nº 23 de Humbert Street
Sophie permanecía inmóvil en su rincón, con el oído aguzado. No hubo más ruido de cristales rotos, y supuso que el que habían oído debían de ser los restos de la ventana del salón al caer al suelo. Al lanzar una mirada rápida al reloj vio que habían transcurridos treinta minutos largos desde que le habían golpeado con la piedra y diez desde que había llamado a Jenny, pero lo único que oía era el ruido sordo y persistente de la multitud.
Ni sirenas de policía. Ni megáfonos dando órdenes. Ni gritos de miedo. Ni las pisadas de los alborotadores al huir a la desbandada.
Sophie miró a los hombres con los párpados entornados, con el cerebro agotado de la infinidad de pensamientos que no dejaban de rondarle por la cabeza. Nicholas observaba su reloj como si él también se preguntara qué habría ocurrido con la policía, pero Franek solo tenía ojos para ella. ¿Qué querría de ella? «Usted mantiene a salvo a nosotros hasta que llega la policía…» ¿Qué era ella, una rehén? ¿Una víctima? ¿Ambas cosas? ¿Le importaría a Franek cómo se encontraba ella mientras con su presencia mantuviera a raya a los perseguidores? «Animal… cabrón… pervertido…» ¿Hasta qué punto sería peligroso? ¿Pensaría Franek que si la violaba no tendría valor para tratar de escapar? ¿Sería eso cierto? ¿Qué ocurriría si los minutos de espera se convertían en horas? Preguntas… preguntas… preguntas…
Sophie lamentaba haber dejado tan poco espacio al encerrarse, pues el único modo que tenía de relajarse era apoyando un hombro contra la pared y luego el otro. Procuraba moverse lo menos posible, consciente de que cada vez que la seda de la blusa se estiraba sobre sus pechos la imagen excitaba a Franek aún más, pero empezaba a estar agotada y la ansiedad le tensaba el estómago a medida que la indecisión sobre qué hacer aumentaba. La mirada lasciva de Franek -una horrible perversión de la admiración de un hombre normal- la hacía sentir sucia… y culpable… y cruzó los brazos sobre el pecho en un vano intento de taparse.
No debería haber ido con una blusa sin mangas… dejaba ver demasiada carne…
Melanie estaba equivocada… no podía ser un pederasta… si lo fuera no estaría mirándola de aquella manera.
El silencio que reinaba en la estancia era insoportable. Al igual que el calor. El olor corporal del anciano se le metía en la nariz y hacía que le entraran ganas de vomitar.
Sophie se obligó a hablar.
– Algo pasa -anunció con voz seca.
Nicholas miró con nerviosismo hacia la ventana.
– ¿Qué?
– Ya deberían sonar las sirenas.
Nicholas también pensaba eso, porque la nuez saltó con violencia en su garganta
– Puede que nadie se haya molestado en decirles lo que está ocurriendo.
Sophie se pasó la lengua por el interior de la boca.
– ¿Por qué no iban a hacerlo? -preguntó con un tono más calmado.
Nicholas lanzó una mirada a su padre, pero el anciano seguía con los ojos clavados en Sophie y se negaba a dar explicaciones.
– No les caemos bien -respondió Nicholas.
– ¿No me diga? -dijo Sophie optando por la ironía.
Nicholas no respondió.
– A mí no me caen muy bien mis vecinos -prosiguió ella, desesperada porque continuara la conversación-, pero no me quedaría de brazos cruzados si viera que una muchedumbre les lanzaba piedras.
– Todo habría ido bien si nos hubieran enviado una ambulancia. Papá y yo podríamos haber salido de aquí y ninguno de nosotros estaría ahora en peligro.
– ¿Sabía usted que esto iba a ocurrir?
Nicholas se encogió levemente de hombros en un gesto abierto a la interpretación que ella quisiera.
– ¿Por qué no llamó a la policía?
– Lo hice -afirmó Nicholas desconsolado-. Varias veces. Pero no se han presentado.
– ¿Y entonces llamó a la consulta?
Nicholas asintió con la cabeza.
– Les dije que no enviaran a una mujer… pero no me escucharon.
– Usted dijo que se trataba de una urgencia -le recordó ella-, y el médico más cercano se encontraba a veinte minutos de aquí. -Sophie meneó la cabeza en un gesto de desconcierto-. ¿Y qué podría haber hecho un hombre que no pudiera hacer una mujer?
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