Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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– Protegiéndome de su porquería. -Vio a Nicholas al otro lado del armario-. No tiene derecho a encerrarme así -le recriminó-. Esa gente de ahí fuera no me quiere a mí. La mayoría me conoce. Soy su médico. Sería más sensato que me dejaran hablar con ellos en nombre de ustedes. Si me llevan a un dormitorio que dé a la calle, hablaré con ellos desde la ventana. Puede que consiga convencerlos de que llamen a la policía.

– La policía es quien tiene la culpa -sentenció Franek con ira, respirando con dificultad entre palabra y palabra-. Ellos causan este problema a nosotros cuando llaman a nuestra puerta para interrogarnos por niña desaparecida. -El anciano dejó que su hijo acabara de meter el armario en la estancia y musitó algo en polaco antes de desplomarse contra la pared.

– Tendrá que ayudarlo -dijo Nicholas tras cerrar la puerta y correr el armario a pulso para colocarlo delante-. No puede respirar.

Sophie se concentró en limpiarse el brazo. Necesitaba tiempo para pensar. ¿Niña desaparecida…? ¿Amy Biddulph?

– Por favor, doctora Morrison. No debería haber levantado el armario. Pesa demasiado para él.

Sophie miró a Franek, que la observaba con los párpados caídos.

– No -dijo con rotundidad-. Su padre ha perdido sus derechos como paciente mío al tomarme como rehén. Eso me autoriza a anteponer mi seguridad a la suya.

Nicholas volvió a esbozar una sonrisa de disculpa mientras arrastraba más muebles para colocarlos delante del armario y dejar así un hueco libre en medio de la estancia.

– Tenía miedo de que usted nos dejara solos. De lo contrario, no lo habría hecho.

– Eso no es excusa.

Él asintió con la cabeza y ayudó a su padre a moverse hasta el hueco libre para acomodarlo en el suelo apoyado sobre unos cojines de silla.

– No piensa con la cabeza cuando está asustado. -Con un gesto de ternura fuera de lo común, apartó el cabello del rostro del anciano-. Ni él ni nadie.

Había cierta verdad en aquellas palabras, pensó Sophie recordando su desesperada retirada por el pasillo. Si hubiera estado atenta, habría corrido hacia el otro lado para intentar llegar hasta la puerta de entrada. ¿Seguro que tenía más aliados fuera que dentro? ¿Tenía alguno dentro?

– Su padre puso sus sucias manos sobre mí y me restregó su erección contra los pantalones -dijo sin rodeos-. ¿A eso le llama usted «no pensar con la cabeza»?

Nicholas lanzó un suspiro, más de resignación que de sorpresa, pensó Sophie.

– Lo siento -se limitó a decir el hombre.

Sophie esperaba una explicación, pero por lo visto aquella disculpa insuficiente era todo lo que iba a conseguir. Por lo menos, de momento.

Del piso de abajo les llegó el sonido, sordo pero audible, de más cristales haciéndose añicos.

Glebe Road. Urbanización Bassindale

Jimmy aflojó el paso al llegar al final de Glebe Road y giró hacia Bassindale Row North. A su derecha se encontraba una de las cuatro barricadas, bien guarnecidas por jóvenes borrachos que insultaban a gritos a los coches de policía que se veían más allá. A la izquierda tenía Humbert Street, a un centenar de metros de distancia, con un montón de niños agolpados impacientes en la entrada. ¡Santo Dios! Si iba a esconderse a casa de Mel se vería metido en la guerra contra los pederastas, y si intentaba salir de la urbanización se vería metido en la guerra contra la policía.

¿Qué hacer? Dio marcha atrás por donde había venido y se apoyó contra una pared para recuperar la respiración. Al otro de la calle vio a una mujer mayor que lo miraba desde una ventana. A un par de críos asomados a otra. Había ojos por todas partes, lo que le llevó a preguntarse si alguien le habría visto salir zumbando de Glebe Tower como Ben Johnson hasta el culo de esteroides. ¡Mierda! No debería haberse dejado llevar por el pánico de aquella manera. Recordó que había tocado el botón del ascensor. Había una colilla con su ADN tirada entre la porquería del suelo. Con eso bastaría para que lo detuvieran por intento de homicidio.

Mientras profería una sarta de palabrotas, sacó el móvil y lo abrió. No quería hacer aquello. No podía permitírselo. Ninguno de sus contactos se acercaría a él si se enteraban de que hablaba con la pasma. Y, de todos modos, no serviría de nada. La ambulancia no podría atravesar las barricadas.

›Mensaje de la policía a todas las comisarías

›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD

›28/07/01

›14.49

›Urbanización Bassindale

›Jennifer Monroe, Centro Médico de Nightingale, comunica que una doctora ha sido tomada como rehén por Hollis, nº 23 de Humbert Street

›Posibie violación

›Nº 23 de Humbert Street ocupado actualmente por Milosz Zelowski

›Supuesto alias, Mollis

›LÍNEAS DE EMERGENCIA AL LÍMITE DE SU CAPACIDAD

›ÚLTIMA HORA: Coche patrulla 031 informa de que todos los accesos permanecen cerrados

›Prosiguen las negociaciones

›Mensaje de la policía a todas las comisarías

›28/07/01

›14.53

›Urbanización Bassindale

›Llamada anónima solicita ayuda para una agente de policía herida

›Empleado sanitario al teléfono

›Se cree que la agente Hanson es la única policía presente en la zona

Capítulo 13

Sábado, 28 de julio de 2001.

Exterior del nº 23 de Humbert Street

Corrió la voz de que habían visto a una niña en la puerta del pederasta justo antes de que lanzaran la primera piedra. Como en el clásico juego infantil del teléfono, «una mujer menuda con un maletín negro» se había convertido rápidamente en «una niña menuda con mallas negras», con lo que se confirmaban los rumores de que Amy había sido vista en Humbert Street el día anterior. Además, tenía lógica. ¿En qué otro sitio podía estar sino en la casa de un hombre que había sido vecino suyo en Portisfield hasta hacía dos semanas?

Había multitud de indicadores capaces de demostrarles que se equivocaban. Los muchachos que llevaban días gritando «psicópata» y que habían visto entrar a una mujer en la vivienda a las dos y media de la tarde. La llegada a la puerta del número 23, aquella misma mañana, de un coche de policía, que varios vecinos habían visto, cuando procedieron a interrogar a Milosz Zelowski y registrar la casa de arriba abajo sin ningún resultado. Otro automóvil con un adhesivo de médico pegado en la ventanilla, aparcado en la calle, que seguía allí al cabo de más de una hora. La improbabilidad de que un pederasta convicto expusiera a su víctima al ojo público.

Pero la muchedumbre carecía de dirección. Había demasiadas facciones y demasiados líderes. Todo el mundo quería tener voz. Los jóvenes pedían la guerra. Los mayores, respeto. Las mujeres, seguridad. «Fuera los pervertidos» era su única consigna, y quienes más alto la proclamaban eran las adolescentes que llevaban el día bebiendo una pinta tras otra con sus novios pero cuyos cuerpos más menudos tenían menos facilidad para absorber el alcohol. Como verduleras borrachas arengaban a los chicos incitándolos a cometer agresiones cada vez más brutales.

Tras los disturbios, «proteger a Amy» se convertiría en la defensa comodín para justificar sus actos. Nadie dudaba que el pederasta la tenía en su casa. Se daba por sentado. Habían visto a la niña en la calle. Incluso en su propia puerta. Si alguien tenía la culpa eran las autoridades. No habría habido ningún problema si no les hubieran endilgado los pederastas a los habitantes ya bastante atribulados de Acid Row. Nadie los quería. ¿Por qué habrían de quererlos? La urbanización estaba llena de madres solteras y criaturas. ¿Quién sino las madres podría o estaría dispuesto a proteger a sus hijos de los pervertidos?

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