Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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– A veces -reconoció Jimmy-. Los jóvenes son muy maleducados, eso sin duda… Se comportan como si todo el mundo tuviera que respetarlos tanto si lo merecen como si no.

– En nuestros tiempos, respetábamos a nuestros mayores, se lo aseguro.

– Ya, pero las cosas han cambiado. Ya no puede ir con esas. El respeto se lo tiene que ganar. -Jimmy chasqueó los dedos a lo Ali G-. Ya ve, yo no tengo ningún problema en respetarla a usted… me está solucionando la papeleta… pero otras personas no me habrían abierto la puerta de su casa.

– Dudo que yo se la hubiera abierto si no me hubieran llamado para contarme lo que sucedía. No es que usted sea el sueño de una vieja precisamente, Jimmy -Eileen limpió con cuidado los bordes del corte alargado en la cabeza de la joven, sosteniendo el algodón con sus dedos nudosos-. Pobre criatura. ¿A quién se le habrá ocurrido hacerle esto?

– ¿Se va a morir?

– No lo creo. Tiene el pulso fuerte.

– Ha perdido la hostia de sangre.

– Las heridas en la cabeza siempre sangran, pero por lo general parecen más graves de lo que son.

Jimmy envidiaba su tranquilidad.

– Se la ve muy relajada.

– Gritando no vamos a conseguir que se ponga mejor. De todos modos, un cráneo no se fractura tan fácilmente. -Señaló con la cabeza hacia el baño-. Vaya y lávese un poco -le ordenó- mientras yo tapo la herida para protegerla. Cuando acabe, tráigame las sales aromáticas del segundo estante del armario del baño. Están en un frasco verde. Vamos a ver si podemos reanimarla.

Al rememorarlo después, Jimmy siempre pensaría que fue un pequeño milagro. Bastó pasar el frasco una sola vez bajo la nariz de la joven para que esta abriera los ojos y preguntara dónde se encontraba. ¿Por qué hacía eso la gente?, se preguntó. ¿Acaso la conciencia tenía más que ver con «dónde» estaba uno que con «quién» era? ¿Necesitaría uno asegurarse de que se encontraba a salvo antes de poder reconocer cualquier otra cosa?

Fuera como fuese, sintió un profundo alivio. No quería que la joven muriera. Y tampoco le parecía bien que pegaran a las mujeres, aunque se tratara de una agente de policía.

Eileen vio los sentimientos fluctuantes de Jimmy reflejados en su rostro y, con un ronco carraspeo, le dio un golpecito con el dorso de la mano en el brazo enfundado en cuero.

– Tiene que agradecérselo a usted.

– Yo no he hecho nada.

– Podría haberla dejado allí.

– Y lo hice -admitió él con sinceridad-, hasta que recordé que había dejado mis huellas en el puto botón del ascensor. -Eileen frunció el ceño con desaprobación-. Perdone. Soy un poco malhablado cuando me agobio.

Eileen soltó una risita.

– El de la ambulancia me dijo que vendría un negro grande manchado de sangre por todas partes, que acababa de salir de la cárcel y no dejaba de decir groserías. -Los ojos de la anciana brillaron al ver la expresión de sorpresa de Jimmy ante una descripción tan franca de su persona-. Me advirtió que no sabía hasta qué punto podía ser cierta dicha descripción, pues solo contaba con lo que usted mismo le había dicho… pero, en su opinión, era usted un héroe y ponía la mano en el fuego para asegurar que se podía confiar en usted. -Eileen vio que el rubor oscurecía las mejillas de Jimmy-. Déme un beso -ordenó con brusquedad-, y vaya usted a buscar a su señora y a sus hijos. Espero que estén todos bien.

Jimmy le plantó un beso en la piel ajada.

– Y asegúrese de regresar antes de las nueve -añadió ella con severidad-, o no volveré a hacer un trato con usted nunca más.

Exterior del nº 23 de Humbert Street

Tras la autoinmolación de Kevin Charteris se produjo un auténtico caos. La multitud se dispersó en todas las direcciones chocando entre sí y luchando por alejarse del asfalto en llamas. Tumbada en la calle con los brazos y las piernas extendidos bajo su hermano, Melanie vio cómo sus amigos se llevaban a Kevin, utilizando su chaqueta de cuero a modo de camilla, y observó que tenía la piel de la cabeza roja y en carne viva ahí donde su brillante coleta castaño rojizo había sido pasto de las llamas. Melanie se zafó de Colin y se palpó la cabeza con desesperación.

– Está bien -dijo su hermano-. Casi todo tu pelo sigue en su sitio.

A Melanie le empezaron a castañetear los dientes de la conmoción.

– Te-tendrían que dejar a K-Kevin donde está -advirtió con urgencia-. Lla-llama a una ambulancia. He visto ese p-programa en el que de-decían que la gente podía mo-morir de la impresión.

– Supongo que piensan que es mejor llevarlo a las barricadas -aventuró Colin con aire vacilante-. Los polis que hay allí podrán llevarlo al hospital.

Melanie meneó la cabeza.

– ¿Por qué lo-lo hizo? Le dije que-que no lo hiciera. ¿Ve-verdad, Col?

– Sí, sí, pero tenemos que largarnos de aquí -anunció Colin tirando de ella para que se levantara-. Se han vuelto todos locos. ¡Joder! -Colin esquivó un cuerpo que pasó como un rayo a su lado, sin darse cuenta de que el móvil de Melanie se le caía a los pies en plena huida, y arrastró a su hermana hacia la acera-. En cuestión de segundos se va a armar una batalla campal.

Melanie temblaba de pies a cabeza.

– No sé qué hacer -dijo entre gemidos-. ¿Y mis niños?

– Ve y enciérrate en casa con los críos mientras yo voy a buscar a Jimmy -ordenó Colin con determinación.

– Ya ve-verás lo enfadado que va a estar co-conmigo -dijo ella entre lágrimas-. Me advirtió que pasaría esto.

– Sí, pero no se enfadará hasta que estéis a salvo -señaló Colin-. Y eso no importa una mierda. Venga, hermanita, cálmate. Sé que esto no es un paseo, pero tienes que ser fuerte por Rosie y Ben. Los pobrecillos estarán cágaos de miedo.

Colin la agarró por los brazos para transmitirle parte de su aplomo, pero Melanie no lo miraba. Colin vio los ojos de su hermana abrirse de par en par con horror, se volvió para ver lo que observaba y vio a Wesley Barber lanzar otro cóctel molotov llameante a la puerta del pederasta.

– ¡Mierda! -exclamó desesperado, al borde de las lágrimas-. ¡Ahora sí que estamos bien jodidos!

›Mensaje de la policía a todas las comisarías

›28/07/01

›15.43

›Urbanización Bassindale

›ALERTA MÁXIMA

›Brigadas antidisturbios en su puesto

›Entrada a Bassindale inminente

›A la espera de órdenes

›ÚLTIMA HORA: AGENTE HANSON

›Situación bajo control

›ÚLTIMA HORA: HUMBERT STREET

›Salida controlada operativa

›Constancia de situación de pánico

›Eventual ataque contra el nº 23

›ÚLTIMA HORA: DRA. MORRISON

›Sin más noticias

Capítulo 17

Sábado, 28 de julio de 2001.

Interior del nº 23 de Humbert Street

Nicholas mecía a su padre en el suelo, sosteniéndolo sobre las rodillas como en una parodia surrealista de la Piedad de Miguel Ángel. El anciano yacía inmóvil, con el rostro vuelto hacia el pecho de su hijo y diminutos regueros de sangre que formaban costra en el cuello. Nadie hablaba. En la extraordinaria quietud de aquel dormitorio de la parte trasera de la casa, abarrotado de cajas sin desembalar y un montón de trastos y cachivaches viejos -reliquias de la historia de la familia Zelowski-, Sophie tenía la sensación de que para aquellos hombres la conversación constituía un extraño paréntesis en el silencio que dominaba sus vidas.

En otro lugar, en otro tiempo, Sophie habría confundido a Nicholas con un monje. Había mucho de ascético en su rostro enjuto e inexpresivo, que parecía habituado al sufrimiento, y Sophie se preguntó si Nicholas se habría ejercitado en la ocultación de sus propios sentimientos o carecía de ellos por completo. Los estaba «ocultando», pensó, al recordar la reacción de asombro ante la determinación con la que ella había atacado a su padre. Los sentimientos descarnados le daban miedo.

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