Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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Detrás de aquella acción no había razonamiento lógico alguno -Sophie estaba demasiado aturdida -, pero cuando Franek lanzó un gruñido de dolor ella recordó el florero. Devolver el golpe o morir. Sophie agarró el florero por el cuello y lo estampó contra la pared para luego acercarlo cual una guadaña a la cabeza del hombre con un derechazo desesperado.

– ¡Toma cabrón! -exclamó mientras rajaba el rostro con los bordes afilados.

El anciano se palpó los ojos, que sangraban en abundancia, y Sophie blandió el florero de nuevo y le desgarró la piel de los dedos como si fuera tocino de cerdo cortado con una sierra.

– ¡Aléjate de mí! -rugió Sophie, que añadió la otra mano al cuello del florero y lo sostuvo en equilibrio para asestar un doble revés-. ¡Aléjate!

Esta vez falló y el florero salió volando de sus manos para estrellarse contra la pared de enfrente. Sophie estaba enloquecida. Maldecía. Vociferaba.

– ¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡Malnacido! ¡Ojalá te mueras!

Se dispuso a coger el bate de criquet para darle con él en la cabeza cuando el hijo la agarró de la muñeca y tiró de ella.

– ¡Vale ya! ¡Basta! -exclamó Nicholas-. ¿Es que quiere matarlo?

Sophie hizo oscilar el bate en una mano y se acercó la silla con la otra, reorganizando sus defensas, agazapándose como un cernícalo en lo alto de un poste, alerta como un hurón. No podía hablar porque le faltaba el aliento. Al igual que le había ocurrido antes a Franek, la adrenalina y el pánico se habían encontrado en su pecho para privarla de oxígeno. Pero en su cabeza rondaba un grito de odio: ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí!

Nicholas trató de que Franek se quitara las manos de los ojos pero el anciano se resistía, meciéndose y lamentándose para sí.

– Creo que lo ha dejado ciego -anunció Nicholas volviéndose hacia ella.

Sophie levantó el bate sobre su cabeza, preparada para asestarle un golpe certero si Nicholas daba un paso al frente.

– No quiero hacerle daño -protestó él con las manos tendidas en un gesto apaciguador-. Pero esto es una auténtica locura. ¿Por qué no deja de provocarle?

Sophie se limitó a seguir mirándolo, sin moverse.

Fuera, la gente comenzó a proferir gritos de terror.

Nº 9 de Humbert Street

Gaynor oyó los gritos desde la puerta de la casa de la señora Carthew. Alzó la vista un instante, con la idea fugaz de poder oír a Melanie, pero el ruido de un motor en la lejanía distrajo su atención.

– Algo pasa -dijo a Ken Hewitt por teléfono, mientras la gente entraba con dificultad de uno en uno.

– ¿Cómo?

– La gente está gritando -explicó ella asustada-, y oigo un motor. ¿Será la policía?

– No lo creo. -Se produjo una breve pausa durante la cual Gaynor llegó a oír el sonido de la radio de Ken-. Ahora mismo no puedo pasar el mensaje -añadió el agente con calma-. ¿Cuántos han salido ya de ahí?

– No lo sé. Unos cincuenta, quizá. Iríamos más rápido si los dejáramos pasar de dos en dos. Están empezando a empujar.

– No -repuso él con urgencia-. Así no podrá controlarlos.

La advertencia no llegó a tiempo.

Los gritos de alarma de la muchedumbre que se alejaba a la desbandada de la gasolina en llamas sembraron el pánico rápidamente hasta el otro extremo de la calle, donde se encontraba Gaynor. Presa del miedo, la gente apiñada frente a la puerta empezó a embestir con fuerza para entrar en la casa y Gaynor, incapaz de mantenerse en pie, se vio arrastrada por la masa hacia dentro. Se aferró desesperadamente al picaporte para meterse detrás de la puerta y, acto seguido, apartó a empujones a Lisa y la muchacha grandullona para que se dirigieran hacia el jardín.

– Vamos, salid de aquí -ordenó-. Id a casa.

La avalancha de gente se las llevó por delante, y Gaynor vio cómo Lisa volvía la cara hacia ella mientras se alejaba.

– ¡Mirad por dónde vais! -le gritó Gaynor, arrimada a la pared-. ¡No os caigáis! -Pero para entonces ya no veía a la chica.

Gaynor no podía hacer otra cosa que quedarse allí y mirar. Notaba los golpes y las sacudidas de las manos que aparecían por todas partes en busca de apoyo a medida que los cuerpos entraban a empellones por la puerta, pero sabía que ella sola no podría cerrarla si sucedía una desgracia. No podría impedir las embestidas de la gente en su intento desesperado por mantenerse en pie. No podría refrenar el ímpetu de la masa.

Se sentía responsable. Si ella no hubiera insistido en celebrar la marcha -por muy orgullosa que estuviera de ser una de sus organizadoras- nada de aquello estaría ocurriendo. Se sorprendió a sí misma rogando: «Dios mío, que no muera nadie». Repitió la plegaria una y otra vez, como si la intercesión ininterrumpida fuera la única manera de mantener la atención de Dios. Pero ella sabía que el Señor no la escuchaba. En el fondo sentía el horrible sentimiento de culpa que se cierne sobre todo mal católico. Si hubiera sido mejor persona, escuchado a los curas, confesado sus pecados, ido a la iglesia…

Centro de mando. Filmación desde el helicóptero de la policía

La conexión por vídeo desde el aire con el centro de mando situado a más de quince kilómetros de distancia ofrecía una visión general alarmante de lo que sucedía en tierra. La actividad estaba concentrada en torno a Humbert Street y en las barricadas que cortaban los cuatro puntos de acceso a la urbanización. Se calculaba que había entre doscientas y trescientas personas agolpadas en aquella calle y sus inmediaciones, además de varios grupos aislados en Bassindale y Forest, mientras que las barricadas estaban atrayendo a un reguero de gente a medida que se corría la voz de su existencia. La policía no podía hacer nada. Los acontecimientos les habían cogido desprevenidos y carecían de recursos para responder con eficacia.

Los observadores del centro veían las imágenes aéreas de Humbert Street sin dar crédito a sus ojos, preguntándose qué malvado destino habría puesto a un pederasta en medio de una calle que, por culpa de una política a corto plazo basada en aprovechar el espacio entre las propiedades existentes para construir más viviendas, se había convertido en una ratonera flanqueada por sólidos muros. La situación sería posteriormente objeto de polémica y recriminación, con acusaciones cruzadas de la policía a las autoridades municipales por desoír sus advertencias sobre los problemas de acceso a la urbanización, y de las autoridades municipales a la policía por no cumplir correctamente con su cometido. De momento, lo único que se podía hacer era observar cómo la muchedumbre, inconsciente del peligro que corría, se agolpaba sin cesar en un espacio demasiado pequeño para dar cabida a todos.

La cortina de llamas que se originó al explotar el cóctel molotov de Kevin Charteris, seguida del empuje del pánico mientras la multitud se alejaba del asfalto llameante, quedó captada con viveza por la cámara. Fue como si un gigantesco imán hubiera visto invertida de repente su polaridad e impelido hacia fuera a la gente como infinidad de limaduras de hierro. El terror se veía reflejado en el rostro de mujeres y niños que miraban hacia arriba mientras se embestían los unos a los otros y se empujaban contra las paredes constrictoras de las casas. Imágenes escalofriantes de niños arrollados porla masa. Únicamente la salida a través del domicilio de la señora Carthew ofrecía una esperanza de salvamento a medida que un torrente descontrolado de gente entraba corriendo en el jardín trasero, no más grande que un mantel, y se estrellaba contra las vallas con el fin de llegar a la relativa seguridad que brindaba Forest Road.

Un foco de actividad aislado lo constituían el economato y los comercios de alrededor. Para bien o para mal, los encargados habían decidido cerrar al oír los primeros rumores de disturbios, y las rejas de seguridad que protegían los escaparates sufrían en aquellos momentos las fuertes arremetidas de las hachas de una cincuentena de saqueadores dispuestos a desvalijar el interior de los establecimientos. Dicha actividad estaba llamando la atención de otros grupos de jóvenes que, con la cabeza cubierta con gorras de béisbol para ocultarse del helicóptero que tenían justo encima, se dirigían a la zona con el propósito de hacerse con lo que hubieran dejado los saqueadores de las hachas.

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