Minette Walters - La Ley De La Calle

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Acid Row es una barriada de viviendas baratas. Una tierra de nadie donde reina la miseria, ocupada por madres solteras y niños sin padre, y en la que los jóvenes, sometidos a la droga, son dueños de las calles. En este clima enrarecido se presenta la doctora Sophie Morrison para atender a un paciente. Lo que menos podía imaginar es que quien había requerido sus servicios era un conocido pederasta. Acaba de desaparecer una niña de diez años y el barrio entero parece culpar a su paciente, de modo que Sophie se encuentra en el peor momento y en el lugar menos indicado. Oleadas de rumores sin fundamento van exaltando los ánimos de la multitud, que no tarda en dar rienda suelta a su odio contra el pederasta, las autoridades y la ley. En este clima de violencia y crispación, Sophie se convierte en pieza clave del desenlace del drama.
Minette Walters toma en esta novela unos acabados perfiles psicológicos, al tiempo que denuncia la dureza de la vida de los sectores más desfavorecidos de la sociedad británica. Aunque su sombría descripción de los hechos siempre deja un lugar a la esperanza…
«La ley de la calle resuena como la sirena de la policía en medio de la noche. Un thriller impresionante.» Daily Mail
«Impresionante. Walters hilvana magistralmente las distintas historias humanas con la acción. Un cóctel de violencia terrorífico y letal.» The Times
«Una lectura apasionante, que atrapa, cuya acción transcurre a un ritmo vertiginoso… Una novela negra memorable.» Sunday Express
«Un logro espectacular.» Daily Telegraph

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La prueba más clara de que debía de tratarse de un amotinamiento planeado era la forma en que los vehículos habían sido colocados en las entradas. En aquellos puntos no había coches volcados al azar, sino fortificaciones de construcción sólida, dispuestas en forma de puntas de flecha y orientadas hacia la carretera principal en un intento deliberado de frustrar un eventual ataque de las furgonetas blindadas de la policía. En los jardines situados a ambos lados de la carretera se veían hogueras; pilas de neumáticos y ramas verdes empapadas de gasolina -otra prueba más de una acción premeditada- de las que salía un humo negro y espeso que avanzaba hacia las brigadas antidisturbios que se congregaban poco a poco al otro lado de la carretera principal.

Incluso mientras observaban las imágenes en el centro de mando, los agentes de policía se preguntaban por qué no se habría advertido antes que se avecinaban unos incidentes de semejante magnitud en Acid Row. La supuesta causa seguía siendo que la noticia de la presencia de un pederasta en la zona había desatado la ira del vecindario -una visión secundada por los trabajadores de los servicios sociales y él departamento de vivienda-, pero por lo que se veía en las imágenes no quedaba nada claro si los jóvenes enmascarados de las barricadas tenían alguna relación con lo que sucedía en Humbert Street o si se habían aprovechado del descontento de los habitantes de la zona para emprender su propia guerra.

Una agente fue quien resumió el sentir general de los allí reunidos.

– Cuando los medios consigan estas imágenes nos destrozarán.

Glebe Tower. Urbanización Bassindale

Jimmy James y la señora Hinkley se miraron con desconfianza cuando se abrieron las puertas del ascensor. Ninguno de los dos se mostró impresionado al ver al otro. Ella era un vejestorio. Él, un tipo sospechoso. Ella tenía un rictus de mal genio, con la boca en forma de herradura invertida. Él era un dandi, todo enjoyado en oro. Ella era como su tía… dada a soltar sermones. Él era un sinvergüenza… que nunca habría conseguido todas aquellas joyas obrando con honradez.

El rostro de la señora se suavizó al ver a la agente de policía.

– ¿Puede traerla hasta aquí? -preguntó señalando una silla de ruedas que tenía enfrente-. Nuestro amigo el de la ambulancia me ha dicho que hay que moverla lo menos posible… Si tiene una fractura craneal, lo más importante es evitar que se metan astillas de hueso en el cerebro.

– Eso ya lo sé -replicó Jimmy apretando los dientes.

– Pues no vaya con prisas… y sosténgale la cabeza con mucho cuidado… como a un bebé.

Jimmy mostró la dentadura con una sonrisa rapaz.

– Sí, mi ama.

– Soy la señora Hinkley.

La anciana lo miró a los ojos, desafiándolo a seguir haciendo el payaso, y la semejanza con la tía de Jimmy se intensificó. No obstante, aquella mujer era mucho más menuda -la hermana de su padre estaba hecha un tonel-, y se apreciaba un punto de desaliño en su aspecto; el cabello blanco y lacio, el calzado, que no era de su número, y la vieja rebeca con los puños deshilachados y los codos zurcidos insinuaban pobreza o dejadez.

Jimmy transigió un poco. Al fin y al cabo, la anciana le estaba haciendo un favor al acceder a ayudarlo, y ella no tenía la culpa de que pertenecieran a generaciones y culturas distintas. Jimmy le tendió una mano manchada de sangre.

– Y yo el señor James… Jimmy para los amigos.

No esperaba que ella se la estrechara -tampoco le habría importado si no lo hubiera hecho- pero la anciana le sorprendió al cogerle afectuosamente la mano entre las suyas.

– Magnífico. Y yo Eileen. ¿Qué tal si continuamos? Tengo vendas en el piso. Y también utensilios para poder lavarla.

No había duda de que la silla de ruedas era suya, porque la anciana se aferró al brazo del joven y empezó a caminar con una cojera que le hacía arrastrar los pies mientras Jimmy metía a la agente en el piso.

– Me rompí la cadera hace un par de años -explicó-, y desde entonces no me aguanto derecha con mis propias patas. Aquí dentro -indicó abriendo de un empujón la puerta de su dormitorio-. Póngala encima de la cama y veré lo que puedo hacer para limpiarle un poco la sangre de la cara. ¿Le ha explicado el de la ambulancia cómo tenía que tumbarla?

– Sí. -Jimmy miró la colcha color crema de volantes con las fundas de las almohadas a juego-. Será mejor que quite primero esto -dijo haciendo ademán de echar la colcha hacia atrás. La anciana le detuvo de un manotazo.

– No.

– ¿No ve que se le va a estropear? -advirtió Jimmy-. Míreme. -Se señaló la ropa-. Todo ha quedado hecho una puta mierda.

Eileen torció el gesto ante aquella ordinariez.

– Tengo que dormir en esta cama -dijo-. Tiraré la colcha a la basura si es necesario.

Jimmy no lograba verle la lógica.

– Esta sí que es buena. ¿Y por qué no la ponemos encima de una sábana, y así después solo tendrá que volver a hacer la cama?

– Porque no puedo -respondió la anciana enfadada, levantando unas garras artríticas-. Tengo una asistenta que viene todas las semanas a hacérmela y no le toca volver hasta el próximo viernes. Me temo que esa es la realidad de la vejez. Depender de los demás para que hagan, más mal que bien, lo que una hacía muy bien hace tan solo unos años. Es muy frustrante. A veces me dan ganas de gritar y todo.

Jimmy la llevó aparte para que se tranquilizara y deshizo la cama hasta la sábana bajera.

– Ya se la haré yo -dijo mientras levantaba con cuidado de la silla de ruedas a la agente de policía y la colocaba en posición de recuperación sobre la cama.

– ¡Ajá! Y ahora cogerá y se irá mucho antes de que llegue la ambulancia -señaló Eileen con perspicacia-. Ahora que se ha quitado la responsabilidad de encima, saldrá volando como un cohete.

La anciana tenía razón, naturalmente.

– Mi mujer, que está embarazada, y sus dos hijos están ahí afuera -explicó Jimmy-. Tengo que saber qué les ha pasado. -El joven vio la desilusión en los ojos de la anciana-. ¿A qué hora suele acostarse? -preguntó.

– A las nueve.

– Pues entonces volveré antes de las nueve. ¿Trato hecho?

– Ya veremos -repuso Eileen, y se inclinó sobre la joven para tomarle el pulso en el cuello-. Un trato solo es un trato cuando se cumple. -La anciana señaló hacia el baño, a la izquierda-. Ahí dentro hay una palangana y una bandeja con algodón y desinfectante. También encontrará un rollo de venda en el armario que hay encima del lavabo. Necesito que llene la palangana de agua templada y me lo traiga todo aquí. Si despeja primero la mesita de noche y la corre hacia delante, podemos utilizarla como superficie de trabajo.

Jimmy hizo lo que Eileen le pidió, y la observó mientras se disponía a limpiar la maraña de cabellos de la agente.

– ¿Es usted enfermera? -inquirió.

– Hace mucho tiempo, antes de que formara una familia. Luego me hice voluntaria de la St. John's Ambulance.

– ¿Por eso sabía el de la ambulancia que usted podría ayudarme? Me habló de algo llamado el Teléfono de la Amistad.

– Eso es un club telefónico para gente que no puede salir de casa -explicó ella enjuagando el algodón en la palangana-. Entre otras cosas, nos turnamos para llamar a todas aquellas personas que están pachuchas, y si no contestan alertamos al servicio de ambulancias. Yo soy una de las organizadoras, por eso sabían mi teléfono.

– O sea, ¿que es usted como una santa?

– ¡Dios bendito, qué ocurrencia! Simplemente me gustan los cotilleos. -La anciana alzó la vista un instante y se rió ante la expresión de Jimmy-. Sí, sí, todo eso de los viejos tiempos y de lo horrible que es la juventud de hoy. Pero me imagino que los jóvenes sois iguales. Todo aquel que pasa de los setenta es un viejo chocho. ¿No es eso lo que piensa usted?

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