Robert Doherty - La Cuarta Cripta

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La Cuarta Cripta: краткое содержание, описание и аннотация

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El experimento más escalofriante de todos los tiempos está a punto de comenzar. El presidente lo ignora por completo. La prensa también. Se trata de un experimento secreto, que se está llevando a cabo en una base militar de Nuevo México y que puede resultar catastrófico. Nadie sabe nada tampoco sobre el inquietante hallazgo de un arqueólogo en la Gran Pirámide de Egipto, que puede cambiar el mundo. Lo único cierto en esta cadena de enigmas y revelaciones que hielan la sangre es que algo terrible está por ocurrir, una catástrofe que la consejera en asuntos científicos del presidente deberá evitar, cueste lo que cueste.

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Era el momento. Turcotte se colocó el M60 en la boca y lo mantuvo sujeto entre los dientes. Luego extrajo la anilla metálica con la mano derecha. El hilo detonante ardía con rapidez, y Turcotte aún estaba tirando cuando estallaron las cargas. Tiró al suelo el dispositivo de ignición y entró en el ascensor. En el suelo había un orificio de un metro aproximadamente. Turcotte se deslizó por él y fue a caer tres metros más abajo, aterrizando en el fondo de hormigón de la caja del ascensor. Oyó alarmas que sonaban a lo lejos.

Las puertas del ascensor del subnivel se encontraban a la altura de la cintura. Turcotte extendió los brazos, introdujo los dedos entre ellas y empujó. Sintió cómo saltaban algunos de los puntos que Cruise le había cosido en el costado. Las puertas cedieron unos quince centímetros, luego el sistema de alarma se activó y se abrieron solas.

Turcotte tenía la Browning en la mano derecha. Había dos guardas de pie en el pasillo, en alerta a causa de la explosión. Unas balas pasaron por encima de la cabeza de Turcotte. Este se agachó y oyó cómo las balas chocaban contra la pared, a la altura de la cabeza. Sacó una granada de explosión y destello del bolsillo, quitó la lengüeta y la arrojó hacia donde procedía el ruido de las armas. Cerró los ojos y se cubrió los oídos con las manos.

En cuanto oyó el estruendo, saltó. En su última misión, Turcotte había disparado cientos de balas cada día. La pistola era una extensión de su cuerpo y era capaz de meter una bala en un círculo del tamaño de una moneda a siete metros de distancia.

Uno de los guardas estaba de rodillas, con la metralleta colgada de su portafusil, y se frotaba los ojos con las manos. El otro tenía todavía el arma preparada pero estaba desorientado, miraba la pared, parpadeando y moviendo la cabeza. Turcotte disparó dos veces y dio en el centro de la frente del primer hombre, que cayó sobre la espalda. En la segunda vuelta hirió al segundo hombre en la sien. Cuando cayó de rodillas, con el dedo muerto le dio al gatillo enviando una ráfaga de balas contra la pared.

Turcotte se arrastró lentamente por el pasillo y luego se puso en pie manteniéndose agachado. La sala tenía unos dieciocho metros y terminaba en un extremo muerto. Había varias puertas a la izquierda y otro pasillo que conducía a la derecha. Había luces rojas encendidas y sonaba una sirena de baja frecuencia que hacía temblar los dientes. Una de las puertas de la izquierda se abrió y Turcotte lanzó un disparo en aquella dirección, de modo que el que la había abierto la cerró de golpe. En cada puerta de la izquierda había una placa con un nombre escrito en ella, y Turcotte imaginó que aquellas habitaciones eran las oficinas destinadas al personal del primer subnivel.

Abandonando su actitud cauta, se lanzó a la carrera tomando la esquina que doblaba hacia la derecha. El pasillo con que se encontró medía unos tres metros y finalizaba en unas puertas dobles abatibles con avisos en rojo. Turcotte abrió las puertas de un golpe y entró. El vasto suelo de hormigón lo condujo a una gran caverna excavada dentro de la montaña. El techo estaba a unos seis metros de altura y la pared más lejana a unos cien metros. Varias docenas de grandes cubas verticales llenas de un líquido de color ámbar llamaron la atención de Turcotte. Todas ellas contenían algo en su interior. Turcotte se acercó a la más cercana y miró. Dio un paso atrás al ver que se trataba de un ser humano. Varios tubos entraban y salían del cuerpo, y la cabeza estaba incrustada en una especie de casco negro con numerosos cables. Turcotte pensó que se parecía a lo que le habían hecho a Johnny Simmons, sólo que con mayor grado de complejidad.

Un destello dorado a la derecha llamó la atención de Turcotte. Corrió en esa dirección y se detuvo sorprendido al pasar la última cuba. El destello procedía de la superficie de una pequeña pirámide de unos dos metros y medio de altura y un metro de largo en cada lado de la base.

Varios cables que pendían del techo estaban conectados a ella, pero lo que llamó la atención de Turcotte fue la textura de su superficie, perfectamente pulida y, al parecer, sólida. Parecía estar hecha de algún tipo de metal. Cuando Turcotte la tocó la encontró fría y rígida como si se tratara del acero más duro. Sin embargo, el resplandor parecía proceder del material.

Había marcas por todas partes. Turcotte reconoció la escritura de la runa superior que Nabinger le había enseñado en fotografías.

Oyó un ruido. Turcotte se volvió y disparó. Un guarda entrando a todo correr por las puertas abatibles le devolvió el disparo con una metralleta, de modo que las balas dañaron varias cubas, se rompieron varios cristales y el líquido se derramó. El hombre había disparado de forma instintiva ante el disparo de Turcotte, y estaba desorientado ante la disposición de la sala.

Turcotte volvió a disparar dos veces al hombre y éste cayó muerto. Turcotte no sintió nada. Estaba en acción, haciendo lo que debía hacer. Necesitaba información y, con lo que acababa de ver en aquella sala, tenía mucha. No esperaba encontrarse con más guardas. Una de las paradojas de un lugar como aquél era que cuantos más guardas tuviera, mayor era el número de personas que podían poner en peligro la seguridad. A aquella hora de la noche no creía que hubiera un pelotón de hombres disponibles por si acaso.

Un zumbido atrajo su atención de nuevo a la pirámide. Un fulgor dorado salía de su vértice creando un círculo de un metro de diámetro en el aire. Turcotte retrocedió. Sintió como si su cabeza hubiera sido cortada en dos con un hacha. Se volvió y corrió en dirección al pasillo por el que había llegado. Al entrar por vez primera en la sala había pensado que era imposible que hubieran llevado todo ese material por el ascensor que había destrozado. Tenía que haber otro camino. Luchó por mantener la lucidez a pesar del intenso dolor que sentía en la cabeza.

El suelo empezó a ascender. Turcotte vio una gran puerta vertical y se dirigió a ella. Cogió la correa que había debajo y tiró hacia arriba. Se trataba de un montacargas. Se introdujo en él, volvió a bajar la puerta y observó el panel de control.

Tenía el mismo sistema de dos llaves, pero éstas eran necesarias sólo para bajar. Pulsó el botón que indicaba HP y el suelo se sacudió.

A medida que se alejaba del subnivel 1, el dolor de cabeza remitía. Pasó los niveles 2, 3 y 4, luego el aparcamiento y, al cabo de diez segundos, llegó al helipuerto. El ascensor se detuvo. Turcotte levantó la correa del interior y la puerta se abrió en una gran nave excavada en la montaña. Una tela de camuflaje tapaba el extremo descubierto. El recinto estaba muy poco iluminado, con luces rojas. Había jaulas y cajas apiladas. Si había un guarda ahí arriba, seguramente había respondido a la alarma del nivel inferior pues el lugar estaba desierto. Turcotte corrió por la red y miró hacia fuera. Allí había una plataforma de acero suficientemente grande para dar cabida al helicóptero más grande que había. Salió fuera. La ladera de la montaña era muy empinada allí. Miró hacia abajo. El valle que había a sus pies estaba a oscuras, por lo que no podía saber hasta dónde llegaba. A unos doscientos cincuenta metros más arriba, la cima de la montaña se recortaba con la luz de la luna. Turcotte se deslizó por el extremo de la plataforma a la ladera rocosa de la montaña y luego empezó a trepar.

Al cabo de unos minutos vio luces que se movían por la parte baja del valle. Refuerzos. Confió en que les llevase un tiempo conseguir refuerzos por aire. Tras varios años en las fuerzas de élite, Turcotte sabía que no había grupos de hombres sentados con helicópteros de gran velocidad esperando en cada esquina.

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