Robert Doherty - La Cuarta Cripta

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La Cuarta Cripta: краткое содержание, описание и аннотация

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El experimento más escalofriante de todos los tiempos está a punto de comenzar. El presidente lo ignora por completo. La prensa también. Se trata de un experimento secreto, que se está llevando a cabo en una base militar de Nuevo México y que puede resultar catastrófico. Nadie sabe nada tampoco sobre el inquietante hallazgo de un arqueólogo en la Gran Pirámide de Egipto, que puede cambiar el mundo. Lo único cierto en esta cadena de enigmas y revelaciones que hielan la sangre es que algo terrible está por ocurrir, una catástrofe que la consejera en asuntos científicos del presidente deberá evitar, cueste lo que cueste.

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– Esto no tiene nada de plan -dijo Kelly en voz baja mientras cerraba la camioneta y se guardaba las llaves-. No estoy segura de tu teoría fácil de entrar y salir.

– Uno de mis comandantes en infantería decía que ningún plan era mejor que tener a Rommel pegado al culo en una zona de descenso -dijo Turcotte mientras iban corriendo por la carretera hacia la nueva camioneta.

– No lo pillo -dijo Kelly.

– Yo tampoco, pero sonaba bien. Lo interesante -dijo él parándose un segundo y mirándola bajo la luz de las estrellas- es que eres la primera persona que ante esta cita me dice esto. Nunca le dije a mi comandante que no la entendía.

– ¿Y?-dijo Kelly.

El empezó a correr de nuevo.

– Significa que escuchas y piensas.

Esta vez Turcotte se encargó del volante. Miró el interior y tocó encima del parasol, había una tarjeta electrónica como las de los hoteles para abrir puertas. Comprobó el nombre: Spencer.

– Este plan mejora por minutos. -Colocó la tarjeta entre las piernas, junto a la pistola paralizante-. Todos al suelo. Vamos a aparecer en las cámaras en unos segundos.

Puso el motor en marcha, cruzó la carretera de grava y pasó los sensores láser. No había manera de saberlo, pero estaba seguro de que el vehículo era comprobado por cámaras infrarrojas que revisaban la pegatina y se aseguraban de que tenía el acceso autorizado. Sabía que la pegatina estaba cubierta por un revestimiento fosforescente que podía ser visto fácilmente por un aparato de ese tipo. Miró cuidadosamente la carretera con la esperanza de que no hubiera más intersecciones en las que tomar una decisión.

Una señal en el camino le avisó que estaba entrando en un área federal de acceso restringido; la letra pequeña reseñaba las temibles consecuencias que el personal no autorizado debería afrontar y todos los derechos constitucionales que ya no tenía. A unos cuatrocientos metros de la señal una barra de acero cruzaba la carretera. En el lado izquierdo había una máquina como las que se emplean en los aeropuertos para introducir los tickets de aparcamiento. Turcotte insertó la tarjeta clave en la ranura. La barra de acero se elevó.

Continuó y vio que la carretera se bifurcaba. Turcotte tenía tres segundos para decidirse. La izquierda rodeaba la montaña, y la derecha iba hacia el valle. Tomó la izquierda e inmediatamente se encontró en un valle estrecho. Los lados se estrecharon y una red de camuflaje, prendida en las paredes de roca, le confirmó que había tomado una buena decisión. Vio entonces una abertura de unos nueve metros de ancho cavada en la base de la montaña. Una luz roja salía de su interior.

Un guarda de seguridad aburrido, dentro de una cabina situada en la abertura de la caverna, apenas miró la camioneta mientras le hacía un gesto para que entrara. A la derecha se abría un gran aparcamiento y Turcotte se dirigió hacia allí. La caverna estaba iluminada con luces rojas a fin de evitar la detección desde el exterior y permitir a la gente acostumbrarse a la visión nocturna al salir.

Los aparcamientos estaban numerados, pero Turcotte se arriesgó y fue hacia el extremo más alejado, fuera de la vista del guarda y aparcó. Había otros diez coches en el garaje. Unos cincuenta espacios estaban desocupados, lo que significaba que había poca gente en el turno de noche, algo que Turcotte agradeció íntimamente.

A unos seis metros de donde había aparcado había unas puertas correderas incrustadas en la roca.

– Vamos.

Turcotte miró a las tres personas que lo seguían: Kelly, pequeña y robusta; Von Seeckt, apoyado en su bastón y Nabinger a la cola. Kelly le sonrió.

– Tú, que no tienes miedo, diriges.

Introdujo la tarjeta en la ranura del ascensor. Las puertas se abrieron. Entraron y Turcotte examinó los botones. Indicaban HP, garaje y subniveles numerados del 4 al 1.

– Diría que HP significa helipuerto. Probablemente tendrán uno en el lado de la montaña o incluso en la cima, sobre nosotros. ¿Alguna idea de adonde ir? -preguntó a Von Seeckt.

El anciano se encogió de hombros.

– La última vez que estuve aquí tenían escaleras, pero fuimos hacia abajo.

– Yo sugiero el nivel más inferior -propuso Kelly-. Cuanto mayor es el secreto, más abajo hay que ir.

– Muy científico -dijo en voz baja Turcotte.

Pulsó el subnivel 1. El ascensor descendió mientras las luces de la pared parpadeaban y se detuvo en el subnivel 2. Un mensaje apareció en el visor digital: «ACCESO A SUBNIVEL 1 LIMITADO SÓLO A PERSONAL AUTORIZADO. Es PRECISO TENER ACREDITACIÓN Q. ACCESO DUAL OBLIGATORIO. INSERTAR LLAVES DE ACCESO».

Turcotte observó las dos pequeñas aberturas destinadas a insertar un objeto redondo; una estaba junto debajo del visor digital y la otra en la pared más alejada. Se encontraban lo suficientemente apartadas para que una persona no pudiera accionar las dos llaves, igual que los sistemas de lanzamiento de ICBM.

– No tengo llaves para eso, y nuestro señor Spencer tampoco.

Turcotte pulsó el botón de abertura y las puertas se abrieron dejando ver un pequeño vestíbulo, otra puerta y un cartel aviso: «SUBNIVEL 2. SÓLO PERSONAL AUTORIZADO. AUTORIZACIÓN ROJA NECESARIA».

Justo debajo de la señal había una ranura para insertar la llave de acceso. Turcotte sacó la tarjeta que había cogido en la furgoneta. Era de color naranja.

– Todavía estamos debajo del margen de seguridad del señor Spencer -dijo. Dio un paso hacia adelante y buscó en la pequeña mochila que llevaba-. Pero creo que podremos solventar ese pequeño inconveniente. -Extrajo una pequeña caja negra.

– ¿Qué es eso? -preguntó Kelly.

– Algo que encontré en la camioneta. Allí tenían muchos tesoros. -Había una tarjeta de acceso conectada a la caja con varios cables. Turcotte la insertó en la ranura en la dirección opuesta a la que indicaba la flecha-. Lee el código de la puerta al revés, lo memoriza y luego invierte el código. Usé aparatos semejantes en otras misiones.

La insertó en la dirección adecuada y las dos puertas se abrieron dejando ver un guarda sentado en una recepción a unos diez pasos.

– ¡Oigan! -exclamó el guarda poniéndose de pie.

Turcotte dejó caer la caja y cogió la pistola paralizante, pero ésta quedó trabada en el bolsillo, por lo que desistió y avanzó. El guarda acababa de desenfundar su arma cuando Turcotte dio un salto con los pies hacia adelante en dirección a la mesa. El tacón de las botas golpeó el pecho del guarda y éste fue a parar contra la pared.

Turcotte había quedado de espaldas al guarda y, girándose bruscamente dio un golpe contra la cabeza del guarda dejándolo inconsciente. Se volvió hacia el escritorio y miró a la pantalla del ordenador que llevaba incorporado. Mostraba un esquema de habitaciones con etiquetas y luces verdes en cada uno de los pequeños compartimientos. Los demás se arremolinaron rápidamente alrededor.

– Archivos -dijo Turcotte mientras colocaba un dedo en una habitación. Miró a Nabinger y a Von Seeckt-. Todo suyo, señores. -Buscó en los bolsillos y sacó un arma paralizante-. Si encuentran a alguien, pueden usar esto. Basta con apuntar y darle al gatillo, el arma se encarga del resto. Tendrán cinco minutos. Luego tendrán que regresar aquí, hayan encontrado o no lo que buscaban.

Nabinger se orientó con el diagrama y miró hacia el pasillo.

– De acuerdo, Vámonos. -Y se marchó con Von Seeckt.

– Diría que tu amigo ha de estar en uno de esos dos lugares -dijo Turcotte señalando con el dedo. En uno se leía «ZONA DE MANTENIMIENTO», y en el otro, «LABORATORIO BIOLÓGICO».

– Laboratorio biológico -se aventuró Kelly.

Salieron corriendo en la dirección opuesta a la que habían tomado Von Seeckt y Nabinger. La zona estaba en silencio. Pasaron varias puertas con rótulos que indicaban nombres, sin duda, las oficinas de la gente que trabajaba durante el día.

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