Robert Doherty
La Cuarta Cripta
Volvió a la vida sumido en la oscuridad. Se sintió más débil que nunca y se preguntó qué habría sido lo que lo había despertado. El tiempo era la primera prioridad. ¿Cuánto habría dormido? Su debilidad le dio la respuesta. Al dividir las medias vidas de su fuente de alimentación, calculó que desde la última vez en que estuvo consciente aquel planeta casi había realizado cincuenta vueltas alrededor de la estrella del sistema.
Revisó los datos de los sensores y le parecieron poco concluyentes. Cualquiera que fuera la señal que había disparado las alarmas y había activado la energía para emergencias, había sido intensa y vital pero se había desvanecido. Su grado de sueño había sido tan profundo que lo único que los datos registrados indicaban es que se había producido una señal. Sin embargo, la naturaleza y el origen de aquélla se habían perdido.
Los Hacedores no habían previsto tanto tiempo para realimentar la fuente de alimentación. Sabía que a su extensa vida no le quedaba mucho tiempo, puesto que a la fuente de alimentación le faltaba poco para rebasar el mínimo absoluto que lo mantenía funcionando por lo menos en estado de hibernación.
Había que tomar una decisión. ¿Era mejor desviar energía a los sensores por si la señal se repetía o volver al sueño profundo y así ahorrar energía durante un tiempo? Si, como indicaba el protocolo del sensor, la señal era vital, no le quedaba mucho tiempo.
Tomó la decisión con la misma rapidez con que surgió la pregunta. Se redistribuyó la energía. Así, los sensores obtenían más potencia y quedaban en estado de alerta para captar la repetición de la señal. Asignó a los sensores el plazo máximo de una órbita planetaria alrededor de la estrella del sistema tras el cual los sensores lo despertarían y reconsideraría la decisión.
Volvió a sumirse en un sueño, esta vez más ligero. Sabía que la decisión de derivar energía a los sensores durante una órbita le costaría casi diez órbitas de sueño cuando la energía disminuyera, pero lo aceptó. Era su trabajo.
NASHVILLE, TENNESSEE. 147 horas.
Al abrir el buzón, la bolsa de la compra que Kelly Reynolds sostenía se rompió y, con el impacto, se abrió un paquete de doce latas de Coca cola light que se desparramaron por todas partes. Así había sido el día, pensó mientras recogía las latas. Había intentado entrevistar a algunos propietarios de los bares de la Segunda Avenida para un artículo que estaba escribiendo, y a dos de sus cinco citas nadie se presentó.
Colocó el correo en lo que quedaba de la bolsa y se encaminó a su apartamento. En cuanto llegó, arrojó todo aquel revoltijo en la mesa de su pequeña cocina. Llenó una taza con agua y la introdujo en el microondas, ajustó el temporizador y luego se apoyó contra el mármol para concederse dos minutos de relax mientras esperaba que sonara la señal acústica. Contempló su imagen reflejada en la ventana de la cocina, que daba a un callejón del barrio West End de Nashville. Kelly era baja, de poco más de un metro y medio, pero corpulenta. Se mantenía en forma gracias a una rutina matutina de abdominales y flexiones. No obstante, la combinación de corpulencia y falta de talla le daban el aspecto de una versión comprimida de una persona que debería haber medido unos centímetros más. Su cabello, grueso y castaño, en los últimos diez años se había ido chispeando de gris. Durante un año Kelly se había esforzado por conservar el color original, pero luego lo dejó estar y aceptó lo que el tiempo le había dado tras cuarenta y dos años en el planeta.
El microondas sonó. Sacó la taza y colocó una bolsita de té en ella para que el agua la empapara. Mientras esperaba, sacó el correo; le interesaba el sobre grueso de color marrón que ya le había llamado la atención cuando se desparramaron las latas. Al leer la dirección del remitente, sonrió: Phoenix, Arizona. Sin duda era Johnny Simmons, un viejo amigo de sus días en la Universidad de Vanderbilt. De hecho, más que un viejo amigo, pensó Kelly al detener su recuerdo en aquellos días que se remontaban ya a una década y media.
Johnny la había pillado de rebote después de que su primer marido la dejara. Durante unos meses ella ancló su psiquis en el puerto emocional que él le brindó. Cuando por fin volvió a sentirse algo más humana, se dio cuenta de que, pese a que Johnny le agradaba, no sentía por él aquella chispa que ella creía necesaria para una relación íntima. Johnny se lo tomó muy bien y se separaron; durante un tiempo no se hablaron, pero luego volvieron a acercarse y llegaron a paladear las mieles de la amistad.
Para Kelly aquella amistad se había consolidado al cabo de tres años, cuando Johnny regresó de El Salvador, donde había realizado un reportaje sobre las escuadras de la muerte ultraderechistas. Durante dos meses permaneció escondido en el apartamento de ella para recuperarse de aquella terrible experiencia. Ahora se llamaban por teléfono una vez por mes para ponerse al día sobre su vida; era un modo de saber que allí fuera había alguien. Lo último que sabía de él era que escribía artículos como periodista independiente para cualquier revista dispuesta a pagarle.
Abrió el sobre y se sorprendió al hallar entre las páginas una casete. Cogió la carta que la acompañaba y leyó.
3 de noviembre de 1996.
«Hola Kelly:
»Al pensar a quién enviar una copia de esta casete, tu nombre fue el primero que me vino a la cabeza, sobre todo por lo que te ocurrió hace ocho años con aquel gracioso de la base aérea de Nellis en Nevada.
»La semana pasada recibí un paquete que contenía una carta y una casete, sin remitente y con matasellos de Las Vegas. Creo que sé quién me la envió. No será difícil localizarlo. Quiero que la oigas. Así que ve a buscar un walkman o pon en marcha tu radiocasete. No hagas copias de ella, no vas a ganar doscientos dólares, quédate esta carta para ti. Y quiero que lo hagas AHORA. Sé que todavía estás allí en pie. Ahora coloca la cinta, pero no la pongas en marcha todavía.»
Kelly sonrió mientras se dirigía hacia su cadena estéreo, precariamente colocada en un estante para libros hecho de ladrillos y tablas de madera. Johnny la conocía y tenía un buen sentido del humor, pero eso no pudo evitar la mala sensación que le provocó la referencia a la base aérea de Nellis. Aquel oficial de inteligencia de las Fuerzas Aéreas había destruido su carrera como cineasta.
Kelly dejó a un lado los pensamientos negativos, puso la casete y reanudó la lectura.
«Bien. Voy a darte la misma información que había en la carta que recibí con la cinta. De hecho, voy a darte una copia de la carta que la acompañaba. Mira la página siguiente, por favor.»
Kelly pasó la página y encontró una fotocopia de una carta escrita a máquina.
«Sr. Simmons:
»En este paquete encontrará una cinta que grabé durante la noche del 23 de octubre de este año. Estaba haciendo un barrido en la amplitud de onda UHF. A menudo escucho a los pilotos de la base aérea de Nellis cuando realizan maniobras. Cuando estaba haciéndolo capté la conversación que va a escuchar.
»Por lo que sé, se produjo entre un piloto de un F15,(Víctor Dos Tres), la torre de control de Nellis, que recibe el nombre de Dreamland, y el comandante de vuelo del piloto del F15,(Víctor Seis).
»El piloto participaba en las maniobras de Bandera Roja, unas maniobras cuerpo contra cuerpo de Nellis. Con estas prácticas, en las que se simulan combates, las Fuerzas Aéreas entrenan a sus pilotos. En el complejo de Groom Lake de la Reserva de Nellis disponen de un escuadrón completo de aviones de modelo soviético que se emplea para este tipo de entrenamiento.
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