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Minette Walters: Las fuerzas del mal

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Minette Walters Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth. En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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Eleanor permaneció sentada en estado de shock mientras le ponían las esposas a Julian y le leían sus derechos en su presencia, antes de llevarlo a otra habitación y empezar el registro de la casa. Parecía incapaz de entender que el centro de la atención de la policía era su marido y no ella, y se golpeaba continuamente el pecho como si quisiera decir mea culpa. No abrió la boca hasta que Monroe puso delante de ella una serie de fotos y le preguntó si reconocía a alguna de las personas.

– Ese -dijo, señalando a Fox.

– ¿Podría decirme el nombre de ese hombre, señora Bartlett?

– Leo Lockyer-Fox.

– ¿Podría explicarme cómo lo conoció?

– Se lo conté ayer.

– Una vez más, por favor.

Ella se pasó la lengua por los labios.

– Me escribió. Me encontré con él y con su hermana en Londres. No recuerdo que llevara el cabello así, creo que entonces lo tenía mucho más corto, pero desde luego recuerdo perfectamente su rostro.

– ¿Reconoce a alguien más? Tómese todo el tiempo que necesite. Mírelas detalladamente.

Ella pareció entender que aquello era una orden y cogió cada foto con dedos temblorosos y la miró durante varios segundos.

– No -dijo finalmente.

Monroe apartó una fotografía del centro y la empujó hacia ella.

– Este es Leo Lockyer-Fox, señora Bartlett. ¿Está segura de que no es el hombre con el que usted se reunió?

El poco color que quedaba en su rostro desapareció de sus mejillas. Negó con la cabeza.

Monroe puso delante de ella otra serie de fotos.

– ¿Reconoce a alguna de estas mujeres?

Ella se inclinó hacia delante para mirar los rostros.

– No -dijo.

– ¿Está totalmente segura?

La mujer asintió.

De nuevo, apartó una foto.

– Ésta es Elizabeth Lockyer-Fox, señora Bartlett. ¿Está segura de que no es la mujer con la que habló?

– Sí. -Lo miró con lágrimas en los ojos-. No lo entiendo, sargento. La mujer que vi era tan convincente. Nadie podría fingir estar tan herida, ¿no cree? Mientras hablaba conmigo, temblaba. Yo la creí.

Monroe se sentó en una silla al otro lado de la mesa. Con el marido detenido, tenía tiempo más que suficiente para sembrar en el ánimo de la mujer el temor de Dios; por el momento, quería cooperación.

– Probablemente porque temía al hombre que decía ser Leo -dijo mientras se sentaba-. Además, puede que le estuviera diciendo la verdad, señora Bartlett… pero debió de haber sido su propia historia, no la de Elizabeth Lockyer-Fox. Desgraciadamente creemos que la mujer con la que usted se reunió está muerta, aunque es posible que hayamos encontrado su pasaporte. Dentro de uno o dos días le pediré que examine otras fotos. Si reconoce alguno de esos rostros, entonces quizá podamos ponerle un nombre y arrojar un haz de luz sobre su vida.

– Pero no lo entiendo. ¿Por qué lo hizo? -miró la foto de Fox-. ¿Quién es esta persona? ¿Por qué hizo todo eso?

Monroe apoyó la barbilla en las manos.

– Dígamelo usted, señora Bartlett. Era improbable que dos extraños supieran que a usted le interesaría una historia inventada sobre el coronel Lockyer-Fox. ¿Cómo sabían que usted les creería? ¿Cómo sabían que la señora Weldon era su amiga íntima y que podría participar en una campaña de llamadas de hostigamiento? ¿Cómo sabían que las dos pensaban que el coronel había matado a su esposa? -Se encogió de hombros en un gesto de comprensión-. Alguien muy cercano a usted debe de haberles dado su nombre, ¿no cree?

En realidad, la mujer era de una inteligencia elemental.

– ¿Alguien que odiaba a James? -sugirió-. Si no, ¿qué sentido tenía?

– Usted era un señuelo. Sus llamadas telefónicas debían tener el propósito de que el coronel pensara que no podía confiar en nadie… ni siquiera en sus hijos. El papel de usted -sonrió levemente-, que desempeñó a la perfección, fue que un anciano indefenso cayera en la confusión y la extenuación. Mientras él estaba concentrado en usted, y por ende en sus hijos debido a sus acusaciones, le estaban robando. -Enarcó las cejas, en gesto inquisitivo-. ¿Quién la conocía lo suficientemente bien para tenderle esa trampa? ¿Quién sabía que usted estaba resentida con los Lockyer-Fox? ¿Quién creyó que sería divertido dejar que usted le hiciera el trabajo sucio?

Como dijo posteriormente Monroe a su inspector, sería verdad que el infierno no guardaba furia igual a la de una mujer despechada, pero el infierno se desató en la casa Shenstead cuando una mujer despechada descubrió que le habían tendido una trampa.

Eleanor comenzó a hablar y no podía parar. Su memoria era colosal, recordaba con todo detalle las finanzas de su familia en el momento de la mudanza, el valor aproximado de las acciones de Julian, la cuantía de la indemnización por pre jubilación y la pensión mínima que recibía hasta que cumpliera los sesenta y cinco. Aprovechó la oportunidad para hacer una lista de sus propios gastos desde la mudanza a Dorset, incluyendo el coste de todas las mejoras de la casa. La lista que hizo de los gastos de Julian le ocupó dos páginas enteras y terminaba con los regalos mencionados en los correos electrónicos de GS.

Incluso Eleanor era capaz de ver que los gastos superaban con creces los ingresos, por lo que a no ser que Julian hubiera vendido hasta la última acción, el dinero llegaba de alguna otra parte. Demostró que las acciones no se habían vendido, llevando a Monroe al estudio de Julian y buscando el archivo del corredor de Bolsa en uno de sus gabinetes.

Siguió ayudando a la policía mediante la revisión de los otros archivos, de los que separó todo aquello que no pudo reconocer. Se volvió cada vez más confiada a medida que las pruebas de la culpabilidad de su marido se hacían evidentes -cuentas bancarias y de inversiones que él nunca le había mencionado, recibos de objetos vendidos que nunca les habían pertenecido, incluso correspondencia con una antigua amante-, y para Monroe resultó obvio que comenzaba a verse a sí misma como la víctima.

Él le había pedido que buscara un archivo que contuviera cartas del coronel Lockyer-Fox a la capitana Nancy Smith, y cuando ella por fin lo desenterró del fondo de una bolsa de basura que ella recordaba que Julian había sacado fuera esa mañana -«Normalmente, él nunca es tan cooperativo»-, se lo tendió al detective con una expresión de triunfo.

Se sintió todavía más triunfante cuando uno de los agentes registró el pote de café molido y encontró un distorsionador de voz.

– Le dije que no era culpa mía -exclamó ella con su voz estridente.

Monroe, que había supuesto la existencia de un segundo distorsionador de voz debido a la cantidad de llamadas que Darth Vader había hecho, abrió una bolsita de plástico para guardarlo.

– Quizás ésta sea la razón por la que tenía tanta prisa en salir -dijo el otro agente mientras dejaba caer el aparato en la bolsa-. Tenía la intención de tirarlo en alguna cañada al otro lado de Dorchester.

Monroe contempló a Eleanor mientras sellaba la bolsa.

– Él negará saber nada de esto -dijo, con naturalidad-, a no ser que su esposa pueda probar que no los había visto antes. En esta casa viven dos personas y, de momento, no hay ninguna prueba que indique quién es el responsable.

La mujer rió entre dientes como un pavo cuando todos sus temores retornaron. Era una reacción satisfactoria. Desde el punto de vista de Monroe, ella era tan culpable como el marido. Quizá su grado de implicación era menor, pero él había oído alguno de sus mensajes en la grabación y el deleite con el que acosaba al anciano le daba náuseas.

BBC Noticias Online, 17 de septiembre de 2002,

10.10, hora de Greenwich

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