– Mark Ankerton me habló de la «niebla de la guerra». Algo relativo a confundir al coronel para que no pudiera determinar quién, con qué fuerzas y dónde se le oponía.
– Prefiero las metáforas de la caza -dijo Monroe-. Fox y Bartlett son dos aves del mismo plumaje. A los dos les encanta aterrorizar a animales acorralados.
El inspector rió entre dientes.
– El coronel no es un animal acorralado.
– Pero pudo convertirse en uno cuando lo acusaron de violar a su hija. ¿Cómo se defiende uno de una acusación de ese calibre?
– Ummm… -El inspector se apartó del borde del escritorio del sargento, donde se había recostado-. El hecho de que Fox persiguiera a esa familia indica una implicación personal. ¿Cree que está diciendo la verdad sobre el romance con la hija? Si es cierto, los psiquiatras se lo van a pasar en grande. Adolescente rica y malcriada. Chico del lado malo de la calle.
– En cuanto podamos contactar con Elizabeth solicitaremos la confirmación.
– Ella lo negará en aras de la capitana Smith.
– Espero que lo haga -dijo Monroe-. Ese tipo es un animal. Si en verdad creía que la chica era hija suya, ¿por qué la atacó?
El inspector se acercó a la ventana.
– Porque no la ve como a un individuo… sino como a un nuevo miembro de una familia con la que está obsesionado. Es algo jodidamente raro, francamente. El coronel y su hijo han ofrecido su ADN para probar que no existe la menor relación entre ellos y Fox.
Monroe asintió.
– Lo sé, estuve hablando con Ankerton. Su argumento es que cualquier parecido con Leo es pura coincidencia, pero ese parecido fue lo que llevó a Fox a perseguir a esa familia. Soltó un montón de basura sobre transferencia y despersonalización… algo relativo a rebajar al coronel para sentirse superior.
– Umm… Pero la capitana Smith se niega a someterse a la prueba de ADN, ¿no es así?
– Por consejo de Ankerton. -Monroe se pellizcó el puente de la nariz con los dedos índice y pulgar-. Debemos darle un respiro. Es una chica decente y nada nos hace obligarla a descubrir quién fue su padre. Eso no concierne al caso.
El inspector asintió.
– ¿Ha dicho Fox cómo Bartlett y él volvieron a contactar? Ésa es la clave para saber quién lo planeó todo. Seguramente coincidieron en 1997, pero Bartlett no hubiera sabido cómo hallar a Fox después de que éste desapareciera. El sentido común dice que fue Fox quien estableció el contacto inicial.
– ¿Qué estaba haciendo en el Soto?
– Vigilar la mansión. Dice que leyó lo de la muerte de Ailsa y quería saber qué pasaba con la propiedad. No niega que estaba allí para desvalijar la casa, pero sí niega que estuviera dispuesto a vaciar la casa, cosa que, según él, quería Bartlett. Según su versión, Bartlett le dijo que el coronel era un blanco fácil. El truco consistía en obligarlo a recluirse en su casa, de manera que tuvieran que pasar varias semanas antes de que alguien se diera cuenta de que habían desvalijado la casa.
– Para eso, el coronel tendría que estar muerto.
– Y, según Fox, eso fue lo que Bartlett ordenó. También matarían a Bob y Vera Dawson. Eran gente solitaria y nadie hablaba con ellos. Cuando alguien se molestara en investigar, probablemente Mark Ankerton, no habría ningún testigo, los nómadas se habrían marchado y nosotros concentraríamos nuestros esfuerzos en ellos.
– ¿Y eso le cuadra?
El sargento hizo un gesto de indiferencia.
– Indudablemente, ése era el plan de Fox, pero me es difícil ver a Bartlett participando en él. La clave son los pasamontañas y los abrigos. Mi idea es que el plan consistía en concentrar la atención en los nómadas durante las fiestas, mientras Bartlett y Fox entraban en la mansión, ataban al coronel, limpiaban la casa y dejaban que Bob o Vera lo encontraran cuando se tomaran la molestia de aparecer. Si para entonces aún estaba vivo, nos hubiera dicho que los nómadas eran los culpables.
El inspector se cruzó de brazos.
– O acusaría a su hijo de las llamadas.
– Es bastante ingenioso. Fox dijo que planeaban llevarse las cintas para que no supiéramos que las llamadas habían tenido lugar. Ésa es la razón por la que creo que tenía la intención de asesinar al anciano.
– Y entonces aparecieron Mark Ankerton y Nancy Smith.
– Exacto.
– ¿Qué dijo Fox al respecto?
– Que Bartlett ordenó seguir adelante de todos modos.
– ¿Cómo?
– Usando a Vera.
El inspector soltó un gruñido de diversión.
– Esa mujer le resulta muy útil. Le echa la culpa de todo.
– Sabe perfectamente cómo utilizar a las mujeres. Mire a las señoras Bartlett y Weldon.
– Un aquelarre de brujas de mierda -dijo el inspector con aire taciturno, mirando por la ventana-. Eso es lo que ocurre cuando los ricos hijos de puta exportan la inflación a las zonas rurales. Las comunidades desaparecen y la escoria aflora.
– ¿Me estás pinchando?
– ¿Por qué no? Tu casa tiene el doble de terreno que la mía, y eso que yo soy un puñetero inspector.
– Cuestión de suerte.
– ¡Y un huevo! Debería haber un impuesto para la gente como tú y Bartlett, que utilizan su pasta gansa para privar de sus hogares a la gente del campo. De esa manera, ambos os hubierais quedado en Londres y yo no tendría un psicópata en mis calabozos.
Monroe sonrió con picardía.
– Hubiera venido de todos modos y tú no tendrías mis conocimientos a tu disposición.
Otro gruñido divertido.
– ¿Y qué hay de las señoras Bartlett y Weldon? ¿Alguna idea? Ankerton está detrás de ellas, pero el coronel se niega a acusarlas porque no quiere que las acusaciones de incesto sean del dominio público. Dice, y en eso coincido con él, que no importa la relevancia que pueda tener la prueba del ADN, la calumnia seguirá ahí.
Monroe se acarició la barbilla.
– ¿Arresto y advertencia? A un chico de quince años le resbalaría, pero tratándose de un par de arpías de mediana edad, eso las horrorizará.
– No estoy seguro de ello -dijo el inspector-. Estarán coligadas antes de que termine la semana, culpando a Bartlett de sus problemas. No tienen otras amigas. Se podría argumentar que fue el coronel quien se buscó ese lío. Si hubiera sido más hospitalario con los recién llegados, esas mujeres no se habrían comportado de esa manera.
– Espero que no se te haya ocurrido decir nada parecido a Mark Ankerton.
– No fue necesario. Parece que el coronel llegó a esa conclusión por sus propios medios.
Nancy y Bella estaban de pie una al lado de la otra ante el gran ventanal, contemplando a James y Wolfie en el jardín. Wolfie parecía el muñeco Michelin, enfundado en unos abrigos viejos de talla grande, que Mark encontró en un baúl en el antiguo dormitorio de Leo, mientras que James había decidido vestir el vetusto capote de su tatarabuelo. Ambos estaban de espaldas a la casa, contemplando el valle y el mar a lo lejos, y por los gestos de James parecía que le estaba contando a Wolfie la historia abreviada de Shenstead.
– ¿Qué le va a pasar al pobre pilludo? -preguntó Bella-. No me parece correcto dejar que se lo trague el sistema. A los niños de su edad nunca los adoptan. Lo pasarán de una madre de acogida a otra hasta que comience a ponerse borde en la adolescencia y entonces lo internarán en un centro estatal.
Nancy negó con la cabeza.
– No lo sé, Bella. Mark está revisando los archivos de Ailsa, a ver si puede encontrar una copia de la solicitud de alojamiento que hizo. Si puede hallar un nombre… si Wolfie era uno de los niños… si Vera tenía razón cuando dijo que le había enseñado buenas maneras… si tiene parientes… -Se interrumpió-. Demasiados «si» -añadió con tristeza-. Y el problema es que James cree que Fox o Vera hicieron la misma búsqueda. Según él, las cajas de Ailsa estaban almacenadas cuidadosamente la última vez que entró en la habitación… Ahora están desperdigadas por todas partes.
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