Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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«¿Se siente responsable porque fue un nómada quien hizo todo eso?» «¿Les soltó a los perros?» «¿Fue así como comenzó todo esto?» «¿Los llamó ladrones a la cara?» «¿Sabe quién es ese hombre?» «¿Había estado antes en Shenstead?» «¿Qué interés tenía en la mansión?» «¿Por qué mató al jardinero?» «¿Por qué atacó a la nieta del coronel?» «¿Cree que él es el responsable de la muerte de la señora Lockyer-Fox?»

En el interior de la casa, Eleanor sufría en la cocina, hecha un ovillo de color macilento, mientras Julian, con mejor aspecto, recorría su estudio tras las cortinas echadas. Todos los intentos que hizo de ponerse en contacto con Gemma a través del móvil habían sido desviados al buzón de voz, al igual que las llamadas a Dick Weldon. Los dos móviles estaban fuera de servicio y las líneas fijas de la granja Shenstead y la de los Squire comunicaban, lo que sugería que los teléfonos estaban desconectados. Sólo podía contactar con Gemma mediante el correo electrónico de la oficina de ella, pero ésta permanecería cerrada hasta después de Año Nuevo, y su frustración fue en aumento junto con su incapacidad para averiguar qué pasaba.

No había nadie más a quien telefonear excepto la policía, y eso fue lo que hizo Julian. Solicitó hablar con el sargento detective Monroe.

– Necesitamos ayuda -le dijo-. Me preocupa que esos cabrones averigüen algo sobre las llamadas telefónicas de mi esposa y, cuando eso ocurra, ¿qué vamos a hacer?

– No hay razón alguna para que eso suceda.

– ¿Espera que confíe en su palabra sobre este asunto? -preguntó Julian-. Nadie nos explica qué ocurre. ¿Quién es ese hombre al que han arrestado? ¿Qué ha contado?

Monroe cortó la conversación para hablar con alguien en la comisaría.

– Más tarde pasaré a hablar con ustedes, señor, pero mientras tanto les sugiero a usted y a la señora Bartlett que no se dejen ver. Ahora, si me perdona…

– No puede dejarnos así -lo interrumpió Julian, molesto.

– ¿Qué otra cosa desea saber, señor?

Julian se pasó una mano por la nuca con irritación.

– Esos reporteros dicen que la nieta del coronel también fue atacada. ¿Es eso cierto? -Hubo más voces al otro extremo de la línea y el hecho de que lo relegaran a un segundo plano alimentó su ira, y ladró-: ¿Me está escuchando?

– Lo siento, señor. Sí, tiene un brazo roto pero ahora se está recuperando. Mire, el mejor consejo que puedo darles es que hagan oídos sordos y mantengan la calma.

– ¡Y una mierda! -dijo Julian con agresividad-. Somos prisioneros de esos hijos de puta. Están intentando fotografiarnos a través de las ventanas.

– Todos estamos en la misma nave, señor. Tendrá que tener paciencia.

– No estoy preparado para tener paciencia -espetó-. Quiero que saquen a esa escoria de la puerta de mi casa y exijo saber qué ocurre. Lo único que nos dijeron anoche fue que habían arrestado a un hombre… Pero a juzgar por lo que gritan por la ranura del buzón, es uno de los nómadas.

– Eso es correcto. Ya lo hemos confirmado a la prensa.

– Entonces, ¿por qué no nos lo dijo?

– Pensaba hacerlo cuando fuera a verlo. ¿Por qué tiene tanta importancia?

– ¡Oh, por Dios! Anoche dijo que Prue pensaba que Darth Vader era uno de los nómadas. ¿Acaso no se da cuenta de nuestra vulnerabilidad en caso de que salga a la luz la relación de Ellie con ese hombre?

Hubo otra interrupción y conversaciones en voz baja.

– Lo siento, señor -volvió a decir Monroe-, como puede oír, estamos muy ocupados. ¿Qué le hace pensar que el asesinato de Robert Dawson tiene alguna relación con las llamadas telefónicas de su esposa al coronel?

– No lo sé -replicó Julian con enojo-, pero cuando la interrogó usted parecía estar convencido de que existía una relación entre Ellie y los nómadas.

– Repetía las palabras de la señora Weldon… pero no estaba sugiriendo nada en serio, señor. La señora Weldon estaba histérica por el intruso de la granja Shenstead. Eso la llevó a sacar extrañas conclusiones. Por el momento, no tenemos ninguna razón para vincular los hechos de anoche con las llamadas de hostigamiento efectuadas por su esposa.

– Exacto -gruñó Julian-. Entonces, quizá tenga la bondad de enviar un coche para echar a esos reporteros de mis ventanas. Soy inocente y me tratan como a un criminal.

– Andamos escasos de personal, señor -dijo Monroe, excusándose-. Si le sirve de consuelo, la capitana Smith lo está pasando mucho peor.

– No me consuela -replicó bruscamente-. Siento que hayan herido a la joven pero no es culpa mía si estaba en el lugar equivocado en el momento equivocado. Entonces, ¿va a mandar un coche o tendré que agredir a alguien para que me atiendan?

– Enviaré un coche patrulla, señor.

– Hágalo -dijo Julian, colgando el teléfono de golpe y descolgándolo de nuevo cuando empezó a sonar. Levantó un dedo hacia las cortinas-. ¡Hijos de puta! -masculló.

Monroe colgó el teléfono con una sonrisa pensativa dirigida a su inspector.

– Le dije que telefonearía enseguida. Está sobre ascuas… quiere saber qué está contando Fox.

– ¿Y qué va a hacer?

– Que siga reconcomiéndose. Es un obseso del control… No soporta que no le presten atención. -Guardó silencio un momento-. Mientras más tiempo lo dejemos a merced de los fotógrafos, antes perderá la paciencia. Está ansioso por abandonar la casa, pero no sé si para huir o para ocultar pruebas. Quizá para ambas cosas.

– ¿En serio cree que es él quien está detrás de todo esto?

Monroe se encogió de hombros.

– Estoy seguro de que incitó a su esposa a que hiciera esas llamadas telefónicas. Anoche estaba demasiado relajado. Lo estuve observando. Ella era su chivo expiatorio. Se ve a sí misma como una persona de carácter, pero en comparación con su marido es un montón de gelatina.

– Debe de haberla sobornado para obligarla a participar en este asunto.

Monroe miró por la ventana con los ojos entrecerrados.

– Posiblemente, pero tiene demasiados gastos… lo que le exige su esposa… su amante… el mantenimiento del caballo… las cacerías… la bodega… En el pasillo había dos juegos de palos de golf, el suyo y el de la mujer. Sin hablar del BMW, el Range Rover, la decoración de la casa y las ropas de diseño. Según Mark Ankerton, éste es su segundo matrimonio. Se divorció hace veinte años y tiene dos hijos mayores. Estamos hablando de un individuo que sólo alcanzó el nivel administrativo superior… tuvo que darle a su primera esposa la mitad de lo que poseía… Vendió su casa antes del boom inmobiliario… y después se retiró a los cincuenta y cinco para vivir como un lord. -Negó con la cabeza-. No, eso no encaja.

– Fox lo está ayudando a convertirse en el mayor traficante de armas en Europa. ¿Es eso posible?

– En una escala del uno al diez, las posibilidades de que eso fuera así serían cero -admitió Monroe-. Supongo que obtenía una parte de las pinturas y los objetos de plata, y que le dará un infarto cuando se entere de lo de las armas. Aunque creo que Fox dijo la verdad cuando confesó que le había entregado el archivo a él. Bartlett sabía sin lugar a dudas quién era la capitana Smith. Pero de quién fue la idea… -hizo un gesto ambiguo con la mano-, seis puntos para uno y media docena para el otro. Por la fecha, pudiera haber sido Fox. El coronel nunca ha tenido mucha vida social, pero no abandonó la casa tras la muerte de su esposa. Apuesto a que Fox se hartó de usar a Vera para que robara en su provecho y quiso entrar él mismo. El método: obligar al anciano a que defendiera su terraza hasta la extenuación mientras Fox entraba por la parte trasera, señala sin duda a Bartlett. Es un tipo malvado. No me cuesta trabajo creer que fue él quien mató al perro del coronel para subir la apuesta.

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