A Mark le sorprendió tanto la pregunta como la indecisión con que ella la formuló.
– No hace falta. Está perdidamente enamorado de usted.
– Pero no dijo nada sobre mi posible regreso.
– Usted tampoco -señaló el abogado.
– No -admitió ella, enderezándose-. Creo que conocer a un abuelo no es tan sencillo como pensé.
Encendió el motor y metió la primera marcha.
– ¿Qué fue lo que lo hizo difícil? -preguntó Mark, poniéndole una mano en el brazo para impedirle cerrar la puerta.
Ella le ofreció una sonrisa sardónica.
– Los genes -dijo-. Pensé que sería un extraño y no me importaría mucho… pero descubrí que no lo era y me importa. Demasiado ingenua, ¿eh?
Nancy no esperó a que él respondiera, soltó el embrague y aceleró lentamente, obligando a Mark a retirar la mano antes de cerrar la puerta, y se encaminó hacia el portón por el camino de acceso.
James estaba encorvado en su sillón cuando Mark regresó al salón. Volvía a parecer una figura triste y empequeñecida, como si la energía que lo había poseído durante la tarde hubiera sido el resultado de una momentánea transfusión sanguínea. Sin lugar a dudas, no había en él ni rastro del oficial superior que había preferido el confinamiento solitario antes de vender su religión al ateísmo comunista.
Creyendo que la causa de su depresión era la partida de Nancy, Mark se acomodó delante de la chimenea y anunció con alegría:
– Es una estrella, ¿verdad? Quiere volver mañana por la tarde si usted está de acuerdo.
James no respondió.
– Dije que le respondería.
El anciano negó con la cabeza.
– Dígale que prefiero que no lo haga. Sea tan gentil como pueda pero déjele claro que no quiero volver a verla.
Mark sintió como si le hubieran rebanado ambas piernas.
– ¿Y por qué no?
– Porque su consejo fue certero. Buscarla fue un error. Ella es una Smith, no una Lockyer-Fox.
La ira de Mark estalló de repente.
– Hace media hora la trataba como si perteneciera a la realeza y ahora quiere deshacerse de ella como de una fulana barata -le espetó-. ¿Por qué no se lo dijo a la cara en lugar de esperar a que lo hiciera yo?
James cerró los ojos.
– Fue usted quien previno a Ailsa del peligro de resucitar el pasado -murmuró-. Y coincido con usted, aunque quizá sea un poco tarde.
– Sí, bien, he cambiado mi opinión -dijo el abogado de manera cortante-. La ley de los pobres diablos predijo que su nieta debería ser un clon de Elizabeth porque eso era exactamente lo que usted no quería. Por el contrario, y sólo Dios conoce la razón, lo que tiene es un clon de usted mismo. No se supone que la vida tenga que ser así, James. Se supone que la vida es un coñazo total y sin remedio, donde cada paso hacia delante le obliga a uno a dar dos pasos hacia atrás. -Apretó los puños-. Por la sangre de Cristo, le dije que usted estaba fascinado con ella. ¿Me va a convertir en un mentiroso?
Para su desconcierto, las lágrimas comenzaron a brotar de debajo de los párpados del anciano y a resbalar por sus mejillas. Mark no había tenido la intención de hacer que se derrumbara. Estaba cansado y confundido, y lo había seducido la convicción de Nancy de que James era el duro soldado de su imaginación y no la sombra que Mark había contemplado dos días antes. Quizás el duro soldado había sido el James Lockyer-Fox real durante las pocas horas que Nancy había estado allí, pero ese hombre quebrado cuyos secretos quedaban expuestos era el que Mark reconocía. Todas sus sospechas se unieron para formar un nudo en torno a su corazón.
– ¡Oh, mierda! -dijo, con desesperación-. ¿Por qué no pudo ser honesto conmigo? ¿Qué demonios voy a decirle ahora? «Lo siento, capitana Smith, no fue capaz de satisfacer las expectativas. Usted viste como una tortillera… el coronel es un esnob… y usted habla con acento de Herefordshire.» -Respiró profunda y entrecortadamente-. ¿O quizá deba decirle la verdad? -prosiguió con dureza-. «Hay una interrogante con respecto a quién fue su padre… y su abuelo tiene la intención de repudiarla por segunda vez antes que someterse a una prueba de ADN.»
James se llevó el pulgar y el índice al puente de la nariz.
– Dígale lo que quiera -logró articular-, siempre que no vuelva nunca más.
– Dígaselo usted mismo -dijo Mark, sacando el móvil del bolsillo y memorizando en la agenda el número de Nancy antes de dejar caer el trozo de papel sobre el regazo de James-. Voy a emborracharme.
Se trataba de una pretensión idiota. No había valorado lo difícil que era emborracharse en la campiña de Dorset la tarde del Boxing Day y conducía sin rumbo, en círculos, buscando un pub que estuviera abierto. Al final, y tras reconocer lo absurdo de su actitud, aparcó en el camino de la montaña cerca de la bahía de Ringstead y contempló las olas turbulentas que golpeaban la costa bajo una luz que se desvanecía con rapidez.
El viento había girado hacia el suroeste durante la tarde y las nubes se deslizaban sobre el canal en el aire más cálido. Era un oscuro desierto de cielo bajo, mar rabioso y riscos elevados, y su belleza elemental hizo que recuperara la perspectiva. Media hora después, cuando la espuma era sólo un brillo fosforescente bajo la luz de la luna creciente y los dientes de Mark castañeteaban de frío, puso en marcha el motor y tomó el camino de vuelta a Shenstead.
Cuando la niebla roja se disipó, vio algunas verdades con claridad. Nancy había estado en lo cierto al decir que James había cambiado de opinión en algún momento entre la primera y la segunda carta. Antes de eso, la presión para encontrar a su nieta había sido muy intensa, tanto que James estaba dispuesto a sufragar los costes legales que pudieran derivarse por escribirle. Hacia finales de noviembre la presión actuaba en sentido contrario: «Bajo ninguna circunstancia usted aparecerá en ningún documento legal relativo a esta familia».
¿Qué había ocurrido entonces? ¿Las llamadas telefónicas? ¿La muerte de Henry ? ¿Guardaban alguna relación? ¿En qué orden habían tenido lugar? ¿Y por qué James no le había mencionado nada de aquello a Mark? ¿Por qué le escribía una fábula a Nancy y se negaba a discutir el asunto con su abogado? ¿Pensaba que Nancy podía creer en la culpabilidad de Leo y Mark no?
A pesar de la insistencia de James de que el hombre al que Prue Weldon había oído hablar debió de ser su hijo -«Nuestras voces se parecen… él estaba cabreado con su madre por haber cambiado el testamento… Ailsa le echaba la culpa por los problemas de Elizabeth»-, Mark sabía que eso era imposible. Mientras Ailsa moría en Dorset, Leo se estaba tirando a la novia de Mark en Londres y, por mucho que ahora despreciara a la sesohueca que adorara en aquel entonces, nunca dudó de que ella estuviera diciendo la verdad. En aquella época, Becky no tenía remordimientos por ser la coartada de Leo. Pensaba que el romance -mucho más apasionado que todo lo que había vivido con Mark- llegaría a buen puerto. Pero Mark había oído demasiados ruegos histéricos pidiendo una segunda oportunidad desde que Leo la abandonara para creer que ella no se retractaría de la mentira que la habían obligado a decir.
Nueve meses atrás hubiera tenido sentido. Leo, el carismático Leo, se había vengado fácilmente del abogado que se había atrevido a usurpar el sitio de su amigo y, lo peor, se había negado a infringir su voto de confidencialidad hacia sus clientes. Aquello no había sido difícil. Las largas jornadas laborales de Mark y su casi nula afición a ir de fiesta noche tras noche le habían ofrecido a Leo una fruta madura lista para ser mordida, pero a Mark nunca le había pasado por la cabeza la idea de que romper su inminente matrimonio era algo más que un juego malicioso. Incluso Ailsa le había metido la idea en la cabeza: «Ten cuidado con Leo -le había prevenido cuando Mark mencionó las veces que él y Becky habían cenado con su hijo-. Cuando quiere es encantador, pero cuando no logra sus objetivos puede ser muy desagradable».
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