Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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No se trata de que alguno de los cazadores o de quienes los apoyan definieran lo que hacían como un deporte. Muchos sugirieron que se trataba de un ejercicio de salud y seguridad, un método rápido y humano para exterminar plagas. «Una plaga es una plaga -se expresó en ese sentido la señora Granger, esposa de un granjero-; hay que controlarla. Los perros matan limpiamente.»

La saboteadora Jane Filey no estuvo de acuerdo. «En el diccionario se define como un deporte -dijo-. Si fuera cuestión de exterminar a un animal dañino, ¿por qué se molestan tanto cuando se sabotea el evento? Se trata de cacería y matanza. Es una versión cruel y desigual de una pelea de perros, en la que los cazadores ocupan un lugar privilegiado.»

Pero ésa no era la única pelea de perros que tuvo lugar ayer en Dorset. Un grupo de nómadas ha ocupado una franja de bosque en el poblado de Shenstead y han cercado el lugar con cuerdas que custodian con pastores alemanes. Los visitantes deben estar prevenidos. Letreros de «No pasar» y avisos de que «Si se acerca más, los perros atacarán» son una clara declaración de intenciones. «Estamos reclamando esta tierra mediante posesión hostil -dijo un portavoz enmascarado-, y como todos los ciudadanos tenemos el derecho a proteger nuestros límites.»

Julian Bartlett, de la casa Shenstead, disintió. «Son ladrones y vándalos -dijo-. Deberíamos echarles los perros.»

Parece que las peleas de perros están vivitas y coleando en nuestro maravilloso condado.

Debbie Fowler

Diecisiete

A Nancy se le acababa el tiempo. Tenía una hora para presentarse en el Campamento Bovington pero cuando dio unos golpecitos en su reloj y se lo recordó a Mark, éste se mostró consternado.

– No puede irse ahora -protestó-. James se comporta como si le hubieran hecho una transfusión de sangre. Lo matará.

Estaban en la cocina preparando el té mientras James alimentaba el fuego en el salón. El coronel se había mostrado muy parlanchín desde que abandonaran el campamento, pero su conversación no versó sobre los nómadas o lo que le había ocurrido a Henry, sino sobre la vida salvaje que habitaba en el Soto. Era tan reticente con respecto a los últimos acontecimientos como lo había sido antes de la comida con respecto a los zorros de Ailsa, aduciendo que no era un tema adecuado para Navidad.

Mark y Nancy no lo presionaron. Nancy no creía conocerlo tan bien y Mark era renuente a ahondar en un tema que generaría más preguntas que respuestas. De todos modos sentían curiosidad, sobre todo por el nombre «Fox».

– Es mucha coincidencia, ¿no le parece? -había murmurado Nancy cuando entraron en la cocina-. Zorros mutilados y un hombre llamado Fox a la puerta. ¿Qué cree que está ocurriendo?

– No tengo ni idea -dijo Mark con sinceridad. Le obsesionaba la coincidencia entre Fox y Lockyer-Fox.

Nancy no lo creyó pero tampoco se sentía con derecho a exigir explicaciones. Su abuelo la intrigaba y la intimidaba a un tiempo. Se dijo que eso era el orden natural en el ejército: los capitanes admiraban a los coroneles. Era también el orden natural en la sociedad: los jóvenes admiraban a los ancianos. Pero había otra cosa. Una agresividad reprimida en James, a pesar de su edad y su fragilidad, que gritaba «No pasar» con la misma efectividad que los anuncios de los extraños del bosque. Hasta Mark se andaba con cuidado a pesar de que mantenía con su cliente una relación de respeto mutuo.

– Se necesitará mucho más que mi partida para matarlo -respondió-. Uno no llega a coronel por casualidad. Además, combatió en Corea… pasó un año en un campamento de prisioneros de guerra sometido al lavado de cerebro de los chinos… y fue condecorado por heroísmo. Es más duro de lo que usted o yo llegaremos a serlo alguna vez.

Mark la miró fijamente.

– ¿Es eso cierto?

– Sí.

– ¿Por qué no me lo dijo antes?

– No supuse que tuviera que hacerlo. Usted es su abogado. Creía que lo sabría.

– Pues no.

Nancy se encogió de hombros.

– Ahora lo sabe. Su cliente es todo un personaje. Una leyenda en su regimiento.

– ¿Dónde averiguó todo eso?

Ella comenzó a retirar de la mesa los platos de la comida.

– Le dije… que lo busqué. Lo mencionan en varios libros. En aquella época era comandante, y en calidad de oficial de más alta graduación se ocupó de dirigir el grupo británico en el campo de prisioneros cuando el oficial al mando falleció. Fue condenado a un confinamiento solitario durante tres meses porque se negó a prohibir las reuniones religiosas. El techo de la celda era de chapa ondulada y cuando salió estaba tan deshidratado que su piel parecía cuero. Lo primero que hizo tras su liberación fue oficiar una ceremonia laica… El sermón se titulaba «Libertad de pensamiento». Cuando terminó la ceremonia aceptó un vaso de agua.

– ¡Dios mío!

Nancy se rió mientras llenaba el fregadero.

– Algunos dirían eso. Yo digo que son agallas y mala leche. No debe subestimarlo. No es de los que se someten a la propaganda. Si lo fuera, no citaría a Clausewitz. Fue Clausewitz quien acuñó la frase «la niebla de la guerra» cuando vio cómo las nubes de humo de los cañones enemigos durante la guerra napoleónica confundía la vista hasta dar la impresión de que el ejército enemigo era más grande y numeroso de lo que era en realidad.

Mark estaba ocupado abriendo las puertas de los armarios. Ella era la romántica, pensó, recomido por los celos ante el heroísmo del anciano.

– Sí, bueno, sólo desearía que fuera más comunicativo. ¿Cómo se supone que voy a ayudarlo si no me dice lo que ocurre? No tenía la menor idea de que habían matado a Henry . James me dijo que había muerto de viejo.

Ella contempló la búsqueda infructuosa del abogado.

– Hay una cajita en la encimera -dijo, señalando con la cabeza una caja de hojalata en la que podía leerse «Té»-. La tetera está al lado.

– En realidad buscaba los tazones. James es un anfitrión excelente. Lo único que me ha dejado hacer desde que llegué ha sido la comida de hoy… y eso sólo porque quería conversar con usted.

«Y porque tenía miedo de que conectara el teléfono e interceptara una llamada de Darth Vader», pensó.

Ella señaló algo por encima de la cabeza de él.

– Ahí están, colgados de ganchos sobre la cocina -le dijo.

Mark levantó los ojos.

– Oh, sí. ¡Lo siento! -Registró los alrededores de la encimera en busca de enchufes eléctricos-. También puede ver la tetera, ¿no?

Nancy contuvo la risa.

– Creo que descubrirá que se trata de esa cosa grande y redonda sobre el Aga. Pero no se enchufa. Es el viejo método de calentar agua. Suponiendo que la tetera esté llena, sencillamente levante la tapa cromada a la izquierda y póngala a hervir, colocando la tetera sobre la hornilla.

Mark obedeció.

– Supongo que su madre tiene una de éstas.

– Umm… Ella deja la puerta trasera abierta para que cada cual se sirva cuando quiera.

Nancy se arremangó y comenzó a fregar.

– ¿Incluso los extraños?

– Por lo general, papá y sus obreros, pero de vez en cuando entra alguien que está de paso. Una vez encontró a un vagabundo en la cocina, hinchándose de té como si el mundo se fuera a acabar al día siguiente.

Mark echó una cucharadita de hojas de té en la tetera.

– ¿Y qué hizo?

– Le preparó una cama y lo dejó quedarse dos semanas. Cuando se marchó, se llevó consigo la mitad de la plata, pero ella todavía habla de él como «aquel cómico hombrecillo adicto al té». -Se interrumpió cuando él estiró la mano para tomar la tetera-. En su caso, yo no lo haría. Esas asas se calientan mucho. Inténtelo con la manopla del horno, a su derecha.

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