Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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«Desagradable» no era precisamente la palabra más adecuada para definir lo que Leo había hecho, pensaba ahora. «Sádico», «retorcido», «pervertido», esos vocablos describían mejor la manera cruel en que había destruido las vidas de Mark y Becky. Aquello dejó a Mark a la deriva durante meses. Tanta confianza, tanta esperanza invertida en otra persona, dos años de vida en común, la boda prevista para el verano y la desesperada vergüenza de las explicaciones posteriores. Nunca la verdad, por supuesto: «Se estaba acostando a mis espaldas con un ludópata depravado con edad suficiente para ser su padre». Sólo las mentiras: «No funcionó… necesitábamos espacio… nos dimos cuenta de que no estábamos listos para un compromiso a largo plazo».

En ningún momento había tenido tiempo de dar un paso atrás y hacer balance. Antes de que transcurrieran veinticuatro horas de su llegada a Dorset para apoyar a James durante el interrogatorio policial, Becky sollozaba por el móvil, diciéndole que lo sentía, que no había querido que todo saliera así, pero la policía le había exigido que confirmara dónde había estado dos noches antes. No había acompañado a un grupo de empresarios japoneses por Birmingham en calidad de relaciones públicas de una agencia de desarrollo, como le dijera a Mark, sino que estaba con Leo en su chalé de Knightsbridge. Y no, no había sido un asunto de una noche. El romance había comenzado tres meses antes y ella llevaba semanas intentando decírselo a Mark. Ahora que el secreto era público y notorio, iba a mudarse con Leo. Cuando Mark volviera a casa ella se habría marchado.

Ella lo sentía… lo sentía… lo sentía…

Mark había luchado en privado con su congoja. En público se mostraba impasible. El dictamen del patólogo -«No hay pruebas de violencia… la sangre de la terraza era de un animal»- restó valor a la investigación y el interés de la policía hacia James decayó muy pronto. ¿Qué sentido tenía decirle a su cliente que la razón por la que su acusación contra Leo había sido rechazada como «delirante y sin fundamento» se debía a que la novia de su abogado lo había exonerado? No hubiera podido contárselo ni aunque lo considerara necesario. Sus heridas eran demasiado recientes para abrirlas a la inspección pública.

Ahora se preguntaba si Leo habría apostado por eso. ¿Habría adivinado que el orgullo de Mark le impediría contar la verdad a James? Mark lo supo en el momento en que Becky admitió que el romance no guardaba relación alguna con la muerte de Ailsa. Mark pudo salvar parte de su autoestima diciendo que aquello era la venganza de Leo, incluso en ocasiones había llegado a creerlo, pero la verdad era más pedestre. ¿En qué se había equivocado?, preguntó a Becky. En nada, le respondió ella bañada en lágrimas. Ése era el problema: que todo había sido muy aburrido.

Después de eso no había manera de dar marcha atrás, al menos para Mark. Para Becky era diferente. La reconciliación era un modo de salvar su orgullo después de que Leo la echara. La mayor parte de lo que ella decía estaba grabado en su contestador. Leo fue un error. Todo lo que quería era sexo a granel. El único hombre al que ella había amado realmente era Mark. Rogó e imploró que la dejara volver.

Mark nunca le devolvió las llamadas, y en las pocas ocasiones en que ella logró pillarlo en casa, él dejaba el teléfono sobre la mesa y se marchaba. Sus sentimientos iban de la ira y el odio hasta la indiferencia, pasando por la autocompasión, pero nunca había considerado que el motivo de Leo hubiera sido otro que el rencor.

Debió pensarlo mejor. Si las cintas que tenía James en la biblioteca probaban algo, era que una persona que lo conocía muy bien estaba dispuesta a echar una larga partida. ¿Tres meses? ¿Para contar con una sólida coartada en una única noche de marzo? Quizá. Pensó que todo aquello no era más que luchar solo contra los demonios… la absurda psique clasista inglesa, se dijo, manten levantada la nariz y nunca muestres tus lágrimas. Pero ¿y si James y él estuvieran luchando contra el mismo demonio, y ese demonio fuera tan astuto como para explotar ese hecho?

«Divide y vencerás… la niebla de la guerra… la propaganda es un arma poderosa…»

Si algo había entendido al final de su fría vigilia sobre aquel acantilado de Dorset era que James no lo habría presionado tanto para encontrar a su nieta si hubiera existido la más remota oportunidad de que él fuera su padre. No era por él por quien tenía miedo a la prueba de ADN, era por Nancy…

… y lo temía desde que comenzaran las llamadas…

… era mejor que ella lo odiara por repudiarla una segunda vez que arrastrarla a una guerra sucia por alegaciones de incesto…

… sobre todo si él sabía quién era realmente el padre…

Mensaje de Mark

He tomado partido. James es un buen tipo. Si le ha dicho lo contrario, está mintiendo.

Dieciocho

Wolfie se maravilló de lo listo que era Fox. Delante de Bella, su padre hacía como si no supiera que alguien había estado en el campamento. Pero Wolfie sabía que él lo sabía. Lo veía por la forma en que Fox sonrió cuando Bella le dijo que todo iba bien: Ivo se había llevado de vuelta al trabajo al grupo de la sierra de cadena mientras ella y Zadie se disponían a relevar a los que vigilaban junto a la cuerda.

– ¡Oh!, y vino una reportera -añadió sin darle importancia-. Le conté lo de la posesión hostil y se marchó.

Lo sabía por la manera en que Fox la había alabado.

– Bien hecho.

Bella pareció aliviada.

– Nos vamos entonces -dijo, haciendo a Zadie un gesto con la cabeza.

Fox se interpuso en su camino.

– Voy a necesitar que hagas una llamada telefónica más tarde -le dijo-. Cuando esté listo te doy un grito.

Era demasiado confiada, pensó Wolfie. El carácter pendenciero de la mujer volvió a manifestarse por la orden expresada con tanta brusquedad.

– A la mierda -dijo secamente-. No soy tu puñetera secretaria. ¿Por qué no puedes llamar tú mismo?

– Necesito la dirección de alguien en la zona y no creo que un hombre la pueda conseguir. Pero una mujer, sí.

– ¿La dirección de quién?

– De nadie que conozcas. -Le sostuvo la mirada a Bella-. De una mujer. Su nombre es capitana Nancy Smith, de los Ingenieros Reales. Hay que llamar a sus padres para saber dónde está ahora. Eso no será un problema para ti, ¿verdad, Bella?

La mujer se encogió de hombros con indiferencia, pero Wolfie deseó que no hubiera bajado los ojos. Eso la hacía parecer culpable.

– ¿Qué quieres con una fulana del ejército, Fox? ¿No tienes suficiente diversión aquí?

Los labios del hombre se extendieron en una lenta sonrisa.

– ¿Te estás ofreciendo?

Entre ellos saltó un relámpago de algo que Wolfie no comprendió antes de que Bella diera un paso de lado y siguiera su camino.

– Eres demasiado profundo para mí, Fox -dijo-. Si te llevo a la cama no tendría forma de saber en qué me estaba metiendo.

Mark encontró al coronel en la biblioteca, sentado tras el escritorio. Parecía absorto en lo que hacía y no oyó entrar al joven.

– ¿La ha telefoneado? -preguntó Mark con urgencia, apoyando las manos sobre la superficie de madera y señalando el teléfono con la cabeza.

Alarmado, el anciano apartó su silla del escritorio, arrastrando los pies sobre el piso de parqué en un intento de ganar apoyo. Su rostro estaba gris y demacrado, y parecía asustado.

– Lo siento -dijo Mark retrocediendo y levantando las manos en signo de rendición-. Sólo quería saber si ha telefoneado a Nancy.

James, nervioso, se pasó la lengua por los labios pero transcurrieron algunos segundos antes de que pudiera encontrar su tono habitual de voz.

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