Minette Walters - Las fuerzas del mal

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En el bello paisaje de la campiña inglesa, una adinerada familia debe enfrentarse a un destino que parece condenarla a la extinción. El viejo ha perdido a su mujer, mientras sus hijos Leo, un ludópata redomado, y Elizabeth, una promiscua alcohólica condenada al fracaso, apenas son una mácula dentro de la genealogía familiar. Deprimido y con el único apoyo de su fiel abogado Mark Ankerton, Lockyer-Fox también debe hacer frente a las habladurías de sus convecinos, que le acusan del supuesto asesinato de su esposa. Se avecinan tiempos difíciles para el coronel quien, además, ha decidido destapar un viejo secreto y encomendar a Mark la tarea de encontrar a una nieta entregada en adopción apenas nacer. Una lejana vergüenza que la familia Lockyer-Fox ocultó a cal y canto, para proteger la ya maltrecha reputación de Elizabeth.
En tanto, en las tierras que lindan con la propiedad del coronel se instala un grupo de nómadas con el objetivo de asentarse por un tiempo indefinido. A la cabeza del movimiento se encuentra un siniestro personaje a quien todos conocen como Fox Evil, un individuo capaz de hundir aún más si cabe los ánimos del coronel. Sólo la providencial visita de su nieta, convertida por los avatares de la vida en una joven capitana del ejército inglés, le ayudará a encarar el avispero emocional en el que vive su agotado corazón.

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«Nadie recuerda nada con total precisión, señora Weldon -le había dicho-. Tiene que estar muy segura de que lo que está diciendo es verdad porque quizá tenga que repetirlo ante un tribunal y jurarlo. ¿Está segura hasta ese punto?»

«No -fue la respuesta de ella-. No lo estoy.»

Pero Eleanor la había persuadido de lo contrario.

Fox sabía que debía existir un archivador -James era muy meticuloso en lo relativo a su correspondencia-, pero el registro de los cajones pegados a la pared resultó infructuoso. Al final lo encontró por accidente. Estaba en el fondo de uno de los polvorientos cajones del escritorio con la palabra «Miscelánea» escrita en la esquina superior derecha. No se habría molestado en revisarlo a no ser porque parecía menos manoseado que los demás y apuntaba a que contenía una información más reciente que los archivadores sobre la historia de los Lockyer-Fox amontonados encima. Más por curiosidad que por cualquier reconocimiento de que estaba a punto de hallar el filón principal, abrió la cubierta y descubrió la correspondencia de James con Nancy encima de los informes de Mark Ankerton sobre sus avances en la búsqueda de la joven. Se llevó el archivador porque no había una razón para no hacerlo. Nada destruiría tan rápido al coronel como saber que su secreto había dejado de serlo.

Nancy golpeó suavemente la pared lateral del autocar antes de remontar los escalones y aparecer en la puerta abierta.

– Hola -dijo, animada-, ¿les importa si subimos?

Había nueve adultos reunidos en torno a una mesa pegada a la pared donde estaba la puerta. Estaban sentados a lo largo de un banco de vinilo morado en forma de U, tres de espaldas a Nancy, tres de frente a ella y tres frente a la ventana que no tenía cartón. Al otro lado del estrecho pasillo había una estufa antiquísima con una bombona de gas a su lado, y una cocinita con un fregadero empotrado. Dos de los asientos originales del autocar permanecían en la zona entre la puerta y el banco, presumiblemente para el uso de los pasajeros cuando el vehículo estaba en movimiento, y de unas barras en el interior colgaban cortinas de feroces tonos de rosado y violeta, para lograr separaciones que garantizaran la intimidad. De una manera psicodélica, le recordaban a Nancy la decoración de las góndolas que sus padres alquilaban para navegar por el canal los días festivos cuando ella era una niña.

Los allí presentes habían estado comiendo. La mesa estaba llena de platos sucios y el aire apestaba a ajos y humo de cigarrillos. Su entrada súbita y la desconcertante velocidad con la que avanzó por el pasillo en tres grandes zancadas los pilló por sorpresa, y a Nancy le divirtió ver la expresión cómica en el rostro de la mujer gruesa sentada al final de la banqueta. Atrapada en el momento en que encendía un canuto -y quizá temiendo un registro-, sus cejas negras se alzaron hacia su cabello espeso y teñido con agua oxigenada, formando una V invertida. Sin saber por qué -quizá porque la belleza era un atributo del que carecía o porque vestía una túnica morada-, Nancy decidió que se trataba de Bella.

Levantó una mano amistosa ante un grupo de niños agolpados delante de un pequeño televisor a pilas, al otro lado de una cortina a medio correr, y después tomó posición entre ella y el fregadero, impidiéndole el movimiento.

– Nancy Smith -se presentó antes de hacer una señal a los dos hombres que la seguían de cerca-. Mark Ankerton y James Lockyer-Fox.

Ivo, sentado de espaldas a la ventana, hizo ademán de ponerse en pie, pero tanto la mesa que tenía delante como los que se sentaban a ambos lados se lo impidieron.

– Sí, nos importa -espetó, haciendo un gesto con la cabeza hacia Zadie, que estaba sentada frente a Bella y tenía libertad de movimientos.

Pero ya era tarde. Con James empujándolo, Mark se encontró custodiando el extremo de la mesa, mientras el coronel se convertía en el tope que cerraba la salida por el extremo en que se hallaba Zadie.

– La puerta estaba abierta -explicó Nancy con buen humor-, y en estos pagos eso es una invitación a entrar.

– Hay un aviso de «No pasar» colgando de una cuerda -le espetó Ivo con cierta agresividad-. ¿Va usted a decirme que no sabe leer?

Nancy miró primero a Mark, después a James.

– ¿Han visto un letrero de «No pasar»? -les preguntó, sorprendida.

– No -dijo James con sinceridad-. Tampoco he visto una cuerda. Admito que mi vista ya no es tan buena, pero creo que si algo nos hubiera impedido pasar lo habría visto.

Mark sacudió la cabeza.

– Desde el Soto la entrada está libre -aseguró a Ivo con cortesía-. Quizá quiera comprobarlo usted mismo. Sus vehículos están aparcados formando un ángulo unos con otros, así que podrá ver desde la ventana si la cuerda está o no. Le aseguro que no está.

Ivo giró en redondo para echar un vistazo a lo largo del autocar.

– Está tirada en el suelo -dijo, molesto-. ¿Quién de vosotros, idiotas, ató esa cuerda?

Nadie se ofreció voluntario.

– Fue Fox -dijo una nerviosa voz infantil detrás de James.

Ivo y Bella hablaron al unísono.

– Cállate -rugió Ivo.

– Calla, cariño -dijo Bella, tratando de ponerse de pie a pesar de la presión aparentemente casual del brazo de Nancy, que reposaba sobre el respaldo del banco.

Mark, en su papel de observador, se volvió para mirar en la dirección de donde había salido la voz. Estaba obsesionado con los genes de los Lockyer-Fox, pensó, mientras miraba los asombrosos ojos azules de Wolfie escondidos tras la mata de pelo rubio platino. O quizá la palabra «fox» había dado lugar en su mente a alguna asociación. Asintió, mirando al chico.

– Dime, colega, ¿qué pasa? -dijo, imitando el estilo de sus numerosos sobrinos mientras se preguntaba qué había querido decir el chico. ¿Habría roído un zorro la cuerda?

El labio inferior de Wolfie tembló.

– No sé -balbuceó, mientras su valor disminuía tan rápido como había aparecido. Había querido proteger a Nancy porque sabía que ella había soltado la cuerda, pero la reacción enojada de Ivo lo había asustado-. Nadie nunca me dice nada.

– Entonces, ¿qué es fox ? ¿Una mascota?

Bella empujó súbitamente con fuerza a Nancy para apartarla de su camino y tropezó con una fortaleza inconmovible.

– Oiga, señorita, quiero ponerme de pie -gruñó-. Es mi pu-ñetero autocar. No tiene derecho a entrar aquí empujando a la gente.

– Sólo estoy de pie a su lado, Bella -dijo Nancy amistosamente-. Es usted la que empuja. Hemos venido a conversar, nada más… no a intercambiar empujones. -Señaló con un dedo la cocinita a sus espaldas-. Por si le interesa, tengo la espalda apoyada en su fregadero y si no deja de empujar la cocina se va a caer… lo que sería una pena, porque es obvio que usted ha instalado un tanque y una bomba, y el sistema se quedará seco si las tuberías se parten.

Bella pensó un instante y dejó de empujar.

– Vaya, una tía lista, ¿eh? ¿Cómo sabe mi nombre?

Nancy, divertida, levantó una ceja.

– Está escrito con letras grandes en el autocar.

– ¿Es policía?

– No. Soy capitana de los Ingenieros Reales. James Lockyer-Fox es coronel retirado de Caballería, y Mark Ankerton es abogado.

– ¡Mi-i-i-erda! -dijo Zadie con ironía-. Es la brigada pesada, colegas. Han abandonado el algodón de azúcar y mandan ahora las divisiones mecanizadas. -Recorrió la mesa con una mirada pícara-. ¿Qué os imagináis que buscan? ¿La rendición?

Bella la aplastó con un fruncimiento de cejas antes de echarle otro vistazo a Nancy.

– Al menos, deje que el niño pase -dijo-. Está aterrorizado, pobrecillo. Estará mejor con los otros, delante de la tele.

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