Wolfie se había deslizado en el asiento del conductor del autocar de Bella, que estaba separado del resto por una cortina. No quería llamar la atención por miedo a que alguien dijera que debía estar con su padre. Se había hecho un ovillo en el suelo entre el salpicadero y el asiento, escondiéndose tanto de Fox por fuera como de Bella y los demás por dentro. Transcurrida media hora, cuando el frío suelo hizo que le castañetearan los dientes, trepó al asiento y miró por encima del volante para ver si era capaz de ver a Fox.
Tenía más miedo que nunca. Si el Cachorro no era hijo de Fox, quizás ésa fuera la razón por la que su madre se lo había llevado, dejando atrás a Wolfie. Quizá Wolfie no pertenecía a Vixen y sólo fuera de Fox. La idea lo aterrorizó. Eso quería decir que Fox podía hacer con él lo que le viniera en gana cuando quisiera y nadie podría detenerlo. En lo más recóndito de su mente sabía que eso carecía de importancia. Su madre nunca había sido capaz de impedir que Fox actuara como un loco, se limitaba a aullar y llorar y decía que no volvería a portarse mal. Nunca había podido entender el origen de esa maldad, aunque comenzaba a preguntarse si guardaría relación con las veces en que los obligaba a dormir, al Cachorro y a él. Un pequeño nudo de rabia -su primera toma de contacto con la traición materna-se cerró como un lazo en torno a su corazón.
Oyó a Bella decir que si Fox había dicho la verdad sobre la estancia en la feria, eso podía explicar por qué ninguno de ellos lo había visto en el circuito, y sintió deseos de intervenir: Fox no decía la verdad. No había un solo momento en la memoria de Wolfie en que el autocar hubiera estado aparcado cerca de otras personas, excepto en verano, durante el festival musical. La mayor parte del tiempo Fox los dejaba en medio de ninguna parte y después desaparecía durante varios días. A veces, Wolfie lo seguía para ver adónde iba pero siempre lo recogía un coche negro y se lo llevaba.
Cuando su madre hacía acopio de valor, se los llevaba caminando a él y al Cachorro por las carreteras hasta llegar a algún pueblo, pero la mayor parte del tiempo permanecía hecha un ovillo en la cama. Él creía que lo hacía porque temía a los metomentodo, pero ahora se preguntaba si tenía alguna relación con cuánto dormía. Quizá no había sido valor sino sólo la necesidad de encontrar lo que la hacía sentirse mejor.
Wolfie intentó recordar la época anterior a la presencia de Fox. A veces, en sus sueños, veía recuerdos de una casa y un dormitorio con todas las de la ley. Estaba seguro de que se trataba de algo real y no de una fantasía engendrada por las películas… pero no sabía cuándo había ocurrido todo eso.
¿Por qué Fox era su padre, pero no el del Cachorro?
Deseaba conocer más cosas sobre los padres. Todo lo que sabía se basaba en las películas americanas que había visto, en las que las mamas decían «te amo», a los niños los llamaban «calabazas», los códigos telefónicos eran 555 y todo aquello era tan falso como la manera de caminar «a lo John Wayne» de Wolfie.
Miró con atención el autocar de Fox pero, por el ángulo de inclinación del picaporte, podía asegurar que lo habían cerrado por fuera. Wolfie se preguntó adónde habría ido Fox y dobló el borde del cartón de la ventana lateral para examinar el bosque, en dirección a la casa del asesino. Vio a Nancy mucho antes de que ella lo viera a él, observó cómo se apartaba del bosque, deslizándose, para agacharse junto al neumático debajo de donde él estaba sentado y vio cómo la barrera de cuerda caía al suelo. Pensó en avisar a Bella, pero Nancy levantó la cara y se llevó un dedo a los labios. Decidió que los ojos de la mujer traslucían buenos sentimientos, así que volvió a poner el cartón en su lugar y se escondió una vez más entre el asiento y el salpicadero. Hubiera querido prevenirla de que era probable que Fox la estuviera observando, pero sus hábitos de autoprotección estaban tan arraigados que le impedían llamar la atención del modo que fuera.
Se dedicó a chuparse el dedo y cerró los ojos, fingiendo no haberla visto. Había hecho eso antes, cerrar los ojos y fingir que no podía ver, pero no recordaba por qué… y tampoco quería hacerlo…
El timbre del teléfono sobresaltó a Vera. Era un acontecimiento extraordinario en la casa del guarda. Echó una mirada furtiva hacia la cocina donde Bob escuchaba la radio y, a continuación, levantó el auricular. Sus ojos apagados se iluminaron con una sonrisa al oír la voz al otro extremo.
– Claro que entiendo -dijo, acariciando la cola de zorro que tenía en el bolsillo-. El que es un idiota es Bob, no Vera…
Mientras colgaba, algo se agitó en su mente. Un recuerdo efímero de que alguien quería hablar con su marido. Su boca succionó y se tensó mientras intentaba recordar de quién se trataba, pero el esfuerzo era demasiado grande. Sólo parecía poder poner en funcionamiento la memoria lejana, y hasta ésta estaba llena de lagunas…
Esta vez no necesitó llave. Fox conocía los hábitos del coronel desde mucho tiempo atrás. Tenía la obsesión de cerrar las puertas principal y trasera, pero casi nunca se acordaba de pasar el cerrojo a las puertas de la terraza cuando salía por allí. Después de que James y sus visitantes desaparecieron en el macizo boscoso, tardó unos pocos segundos en atravesar el césped corriendo y entrar en el salón. Se detuvo un instante, acaso prestando atención al pesado silencio de la casa, pero el calor del fuego de leños era demasiado intenso en contraste con el frío exterior; el hombre se echó atrás la capucha y se aflojó la bufanda que le cubría la boca. Poco le faltaba para empezar a arder.
En su sien repicaba un martillo y extendió una mano para apoyarse en la silla del anciano mientras el sudor le brotaba copiosamente por los poros. Una enfermedad del cerebro, había dicho la perra, pero quizás el chico tenía razón. Quizá la alopecia y los temblores se debían a una causa física. Fuera lo que fuese, estaba empeorando. Se agarró a la silla de cuero esperando a que se le pasara el mareo. No temía a nadie, pero el miedo al cáncer se retorcía entre sus tripas como una serpiente.
Dick Weldon no tenía el menor deseo de proteger a su esposa. Su hijo le había ofrecido vino -que rara vez bebía-, y eso había hecho que su beligerancia llegara a lo más alto, sobre todo después de que Belinda le contara los momentos más duros de su conversación telefónica con Prue, mientras Jack preparaba la comida.
– Lo siento, Dick -le dijo ella, pidiendo excusas con sinceridad-. Sé que no debí haber perdido los estribos, pero me enfurece que me acuse de mantener a Jack alejado de ella. Él es quien no quiere verla. Lo único que hago es intentar que haya paz… pero con poco éxito. -Suspiró-. Mira, sé que es algo que no quieres oír, pero la verdad es que Prue y yo nos odiamos mutuamente. Es un choque de personalidades. No puedo soportar su rutina de señora pija, y ella no soporta que yo crea que todo el mundo es igual. Ella quería una nuera de la que pudiera sentirse orgullosa… y no una campesina paleta que ni siquiera puede tener hijos.
Dick vio el brillo de las lágrimas en sus ojos y la rabia que sentía hacia su esposa se incrementó.
– Es cuestión de tiempo -dijo con brusquedad, tomando la mano de Belinda entre las suyas y dándole unas torpes palmadas-. Una vez, cuando todavía me ocupaba del negocio de la leche, tenía un par de vacas. Les costó mucho quedarse preñadas, pero al final lo lograron. Le dije al veterinario que no les introducía el aparato con la suficiente profundidad… fue un placer verlo cuando metió el brazo hasta el codo.
Belinda emitió un sonido mitad risa, mitad sollozo.
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