La respuesta fue un nada.
Nada, al menos, que encajara ni remotamente con el modus operandi de Dave Mark Hughes.
De ahí el humor picajoso de Cooper.
Chasqueó la lengua con enfado a Sarah mientras examinaba la llave que había encima de la mesa.
– Pensaba que tenía más sensatez, doctora Blakeney.
Sarah conservó la paciencia con un esfuerzo, recordando la admonición de Jane respecto a que no permitiera que los acontecimientos amargaran su naturaleza.
– Ya lo sé. Lo siento.
– Más le vale esperar que encontremos las huellas dactilares de alguna otra persona, ya que de otro modo podría inclinarme a pensar que esto es una treta.
– ¿Qué clase de treta?
– Una manera de hacer que las huellas dactilares de usted que hay en ella sean legitimadas.
Sarah le llevaba mucha ventaja.
– Suponiendo que haya sido yo quien la usó para entrar y matar a Mathilda, y que hubiese olvidado limpiar las huellas en su momento, espero -dijo con acritud.
– No exactamente -replicó él con tono suave-. Estaba pensando más bien en términos de un acto de buen samaritano en bien de otra persona. ¿Quién ha decidido, sin información, que es inocente esta vez, doctora Blakeney?
– No es usted muy agradecido, Cooper -replicó ella-. No tenía necesidad de hablarle de la llave. Podría haberla devuelto a su sitio y mantenido la boca cerrada.
– Resulta difícil de creer. Tiene sus huellas dactilares por todas partes y alguien la habría descubierto antes o después. -Miró a Joanna-. ¿De verdad que no sabía que estaba allí, señora Lascelles?
– Ya se lo he dicho una vez, sargento. No. Yo tenía llave de la puerta delantera.
Entre ella y la doctora Blakeney estaba pasando algo muy raro, pensó Cooper. El lenguaje corporal era por completo erróneo. Se encontraban de pie la una junto a la otra, sus brazos casi tocándose, y parecían no querer mirarse. De haber sido un hombre y una mujer, él habría dicho que los había pescado en flagrante delito; dada la situación, la intuición le decía que compartían un secreto, aunque cualquiera sabía de qué se trataba y si tenía algo que ver con la muerte de la señora Gillespie.
– ¿Qué me dice de Ruth?
Joanna se encogió de hombros con indiferencia.
– No tengo ni idea, pero diría que no. Nunca me lo ha mencionado, y por lo que sé siempre ha usado la puerta delantera. No tiene sentido dar toda la vuelta hasta la parte de atrás si uno puede entrar por el frente. No hay acceso por este lado. -Parecía honradamente perpleja-. Tiene que ser algo que mi madre inició hace poco. Desde luego, no lo hacía cuando yo vivía aquí.
Miró a Sarah, la cual abrió las manos en un gesto de impotencia.
– Todo cuanto sé es que la segunda o tercera vez que vine a visitarla, ella no abrió la puerta, así que di la vuelta hasta las puertaventanas y miré al interior del salón. Estaba inmovilizada por completo, la pobre, del todo incapaz de levantarse del sillón porque las muñecas se le habían hinchado desmesuradamente ese día. Formó con los labios las palabras para darme instrucciones: «Llave. Tercer tiesto. Carbonera». Imagino que la guardaba allí para ese tipo de emergencia. Siempre le preocupaba perder la movilidad.
– ¿Quién más estaba enterado?
– No lo sé.
– ¿Usted no se lo dijo a nadie?
Sarah negó con la cabeza.
– No puedo recordarlo. Puede que lo haya mencionado en el consultorio. Hace muchísimo tiempo, de todas formas. Comenzó a responder muy bien a la nueva medicación que le di, y la situación no se repitió. Lo recordé sólo cuando esta tarde di la vuelta por detrás y vi los tiestos.
Cooper se sacó del bolsillo un par de bolsas de polietileno y usó una para arrastrar la llave y hacerla caer dentro de la otra.
– ¿Y por qué dio la vuelta por la parte de atrás, doctora Blakeney? ¿Se negó la señora Lascelles a dejarla entrar por la puerta principal?
Por primera vez, Sarah miró a Joanna.
– No sé si se negó. Puede que no haya oído el timbre.
– Pero es obvio que tenía algo muy urgente que hablar con ella, o no se habría decidido a entrar así. ¿Le importaría contarme de qué se trataba? Supongo que tiene que ver con Ruth. -Era un hombre demasiado viejo y experimentado como para que se le escapara la expresión de alivio del rostro de Joanna.
– Claro -replicó Sarah con tono ligero-. Ya conoce usted mis puntos de vista sobre la educación. Estábamos hablando de la futura escolarización de Ruth.
Estaba mintiendo, pensó Cooper, y se sorprendió por la fluidez con que lo hacía. Con un suspiro interior, tomó nota mental de repasar todo lo que le había dicho. Había creído que se trataba de una mujer sincera, si no ingenua, pero ahora se daba cuenta de que la ingenuidad le pertenecía toda a él. No había un tonto mayor que un tonto viejo, se dijo con amargura.
Pero es que el tonto viejo Tommy se había enamorado un poco.
No hay un refrán más veraz que el que dice que «la venganza es un plato que se come frío». Es mucho más dulce a causa de la espera, y lo único que lamento es no poder transmitirle al mundo mi triunfo. Tristemente, ni siquiera a James, que es un inocentón pero no lo sabe.
Esta mañana me he enterado por el banco de que ha hecho efectivo mi cheque de 12.000 libras y que, por tanto, ha aceptado por defecto la compensación del seguro. Sabía que lo haría. Cuando está implicado el dinero, tiene la intemperada codicia de un niño. Lo gasta como el agua porque el dinero en metálico es lo único que entiende. Oh, cómo me gustaría ser una mosca para posarme en la pared y ver cómo vive, pero puedo adivinarlo, de todas formas. Bebida y sodomía. Nunca ha habido nada más en la vida de James.
Hoy tengo 36.500 libras más que ayer, y estoy en la gloria por ello. El cheque de la compañía de seguros por los varios objetos robados de la caja de seguridad durante las Navidades, mientras Joanna y yo estábamos en Cheshire, ascendía a la asombrosa cifra de 23.500 libras, el grueso de la cual era por el conjunto de joyas y diamantes pertenecientes a mi abuela. Sólo la tiara estaba asegurada en 5.500 libras, aunque imagino que costaba más que eso porque no la había hecho tasar desde la muerte de mi padre. Resulta extraordinario haber tenido un golpe de suerte semejante por objetos que yo, personalmente, no me dejaría poner ni muerta. No hay nada tan feo ni pesado como las complicadas joyas victorianas.
Por el contrario, los relojes de James son cualquier cosa menos vulgares, probablemente porque los compró el padre, y no James. Los llevé a Sotheby's para que los tasaran y descubrí que valían más del doble de las 12.000 libras por las que estaban asegurados. Así pues, tras pagarle a James las 12.000 libras, he conservado las 11.500 restantes del cheque de la compañía de seguros y he adquirido de mi despreciable esposo unos objetos que constituyen una muy buena inversión, valorados en 25.000 libras.
Como ya he dicho, la venganza es un plato que se come frío…
A primeras horas de aquella tarde, un hombre de elevada estatura y aspecto distinguido fue introducido en la oficina de Paul Duggan, en Poole. Declaró que su nombre era James Gillespie, y con calma presentó su pasaporte y su certificado de matrimonio con Mathilda Gillespie para demostrarlo. Consciente de que había dejado caer una granada, se sentó en una silla vacía y rodeó con las manos el puño de su bastón, estudiando a Duggan con aire divertido desde debajo de un par de exuberantes cejas blancas.
– Un poco sorprendido, ¿eh? -dijo.
Incluso desde el otro lado de la mesa, el olor a whisky de su aliento era poderoso.
El hombre más joven examinó con cuidado el pasaporte, y luego lo dejó ante sí sobre el papel secante.
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