Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Joanna como quiere que la vean. Admirada, adorada, hermosa.

Señaló las imágenes del prisma.

– ¿Y ésas?

– Ésa es la Joanna que suprime con las drogas -replicó él-. Una mujer fea y a la que no aman, que fue rechazada por su madre, por su marido y por su hija. Todo lo de su vida es ilusión, de ahí el tema de espejos.

– Es triste.

– No te pongas sentimental conmigo, Sarah, ni con ella, ya que estamos. Joanna es la mujer más egocéntrica que he visto en mi vida. Supongo que la mayoría de los adictos lo son. Dice que Ruth la rechazaba. Eso es una sandez. Era Joanna quien la rechazaba porque Ruth lloraba cada vez que la cogía en brazos. Se trataba de un círculo vicioso. Cuanto más lloraba la niña, menos inclinada se sentía a quererla. Afirmó que Steven la rechazaba porque le daba asco su embarazo, pero en la frase siguiente admitió que no podía soportar el alboroto que armaba él por Ruth. Fue ella, según creo, quien lo rechazó a él.

– Pero ¿por qué? Tiene que haber una razón.

– Sospecho que es muy sencilla. La única persona a la que quiere o es capaz de querer es ella misma, y dado que su vientre hinchado la hacía menos atractiva se resintió con las dos personas responsables de ello, a saber, su esposo y su bebé. Apostaría dinero por el hecho de que es a ella a quien el embarazo le resultaba repulsivo.

– Nada es nunca tan sencillo, Jack. Podría ser algo muy grave. Una depresión posparto no tratada. Trastorno narcisista de la personalidad. Incluso esquizofrenia. Tal vez Mathilda tenía razón, y está de verdad desequilibrada.

– Tal vez, pero si lo está, entonces la culpa fue por completo de Mathilda. Por lo que he podido conjeturar, se humilló ante Joanna y las actuaciones de Joanna desde el primer día. -Hizo un gesto hacia el cuadro-. Cuando dije que todo en su vida era ilusión, lo que quería decir era: todo es falso. Ésta es la fantasía que quiere hacerte creer, pero estoy seguro en un noventa por ciento de que ella misma no la cree. -Posó un dedo en el triángulo central del prisma que de momento no contenía nada-. Allí es donde estará la verdadera Joanna, en el único espejo que no puede reflejar la estilizada imagen que tiene de sí misma.

Resultaba inteligente, pensó Sarah, pero ¿era verdad?

– ¿Y cuál es la verdadera Joanna?

Él contempló el cuadro.

– Por completo implacable, creo -dijo con lentitud-. Por completo implacable cuando se trata de salirse con la suya.

La puerta de la cocina estaba cerrada, pero la llave que Mathilda había escondido debajo del tercer tiesto de flores a la derecha continuaba en su lugar y, con una exclamación de triunfo, Sarah saltó sobre ella y la metió en la cerradura Yale. Sólo tras haber abierto la puerta y cuando estaba sacando la llave de la cerradura para dejarla sobre la mesa de la cocina, se preguntó si alguien le habría dicho a la policía que esa entrada de Cedar House era tan fácil si uno sabía lo que había debajo del tiesto. Ella, desde luego, no lo había hecho, pero es que lo había olvidado por completo hasta que la necesidad de entrar le había estimulado la memoria. La había usado en una ocasión, hacía meses, cuando la artritis de Mathilda había sido tan grave que no pudo levantarse del sillón para abrir la puerta delantera.

Con delicadeza, dejó la llave sobre la mesa y la miró fijamente. La intuición le dijo que quienquiera que hubiese usado la llave por última vez había matado a Mathilda Gillespie, y no necesitaba ser Einstein para darse cuenta de que si las huellas dactilares de esa persona habían estado en la llave, acababa de destruirlas con las suyas propias.

– ¡Oh, Jesús! -dijo con sentimiento.

– Cómo se atreve a entrar en mi casa sin permiso -anunció Joanna con una vocecilla tensa desde la entrada del pasillo.

La mirada de Sarah fue tan feroz que la otra retrocedió un paso.

– ¿Quiere bajarse de su ridículo pedestal y dejar de ser tan pomposa? -le espetó-. Estamos todos metidos en la mierda y lo único que hace usted es alzarse sobre su lastimosa dignidad.

– Deje de decir palabrotas. Detesto a la gente que las dice. Es usted peor que Ruth, y ella tiene la boca como una cloaca. Usted no es una dama. No puedo entender por qué mi madre la toleraba.

Sarah inspiró profundamente, con enojo.

– Es usted irreal, Joanna. ¿En qué siglo se piensa que está viviendo? ¿Y qué es una dama? ¿Alguien como usted que no ha dado golpe en toda su vida pero es aceptable porque no dice palabrotas? -Sacudió la cabeza-. No, en mi opinión, no lo es. La dama más grande que conozco es una cockney de setenta y ocho años que trabaja con los indigentes de Londres e impreca como un soldado. Abra los ojos, mujer. Lo que le gana el respeto de los demás es la contribución que hace a la sociedad, no la lealtad estirada a algún principio anacrónico de pureza femenina que murió el día en que las mujeres descubrieron que no estaban condenadas de por vida a embarazos interminables y crianza de niños.

Los labios de Joanna se afinaron.

– ¿Cómo ha entrado?

Sarah hizo un gesto hacia la mesa.

– Usé la llave que había debajo del tiesto.

Joanna frunció el ceño con enojo.

– ¿Qué llave?

– Ésa, y no la toque por nada del mundo. Estoy segura de quienquiera que haya matado a su madre tiene que haberla usado. ¿Puedo utilizar el teléfono? Voy a llamar a la policía. -Salió al pasillo pasando ante Joanna-. También tendré que llamar a Jack para decirle que llegaré tarde. ¿Le importa? Es de suponer que el coste de las llamadas se pagará del dinero de su madre.

Joanna fue tras ella.

– Sí, me importa. Usted no tiene ningún derecho de meterse aquí por la fuerza. Ésta es mi casa y no la quiero aquí dentro.

– No -replicó Sarah con aspereza, mientras cogía el teléfono de la mesa del vestíbulo-. Según el testamento de su madre, Cedar House me pertenece. -Buscó el número de teléfono de Cooper en su libreta-. Y usted está aquí sólo porque me he opuesto a que la desalojen. -Se llevó el receptor al oído y marcó el número de la comisaría de Learmouth, observando a Joanna mientras lo hacía-. Pero estoy cambiando de opinión con rapidez. Francamente, no veo por qué tendría que tenerle más consideración de la que usted está dispuesta a tenerle a su propia hija. Sargento detective Cooper, por favor. Dígale que soy la doctora Blakeney y que es urgente. Estoy en Cedar House, Fontwell. Sí, espero. -Posó una mano sobre el micrófono-. Quiero que venga a casa conmigo y hable con Ruth. Jack y yo estamos haciendo todo lo que podemos, pero no servimos como sustitutos de usted. Ella necesita a su madre.

Un pequeño tic aleteó en una comisura de la boca de Joanna.

– No me gusta nada que interfiera en cosas que no le incumben. Ruth es bastante capaz de cuidar de sí misma.

– Dios mío, usted es de verdad irreal -dijo Sarah con profundo asombro-. Le importa una mierda, ¿verdad?

– Está haciendo esto deliberadamente, doctora Blakeney.

– Si se refiere a mis imprecaciones, entonces, sí, tiene toda la razón del mundo -replicó Sarah-. Quiero escandalizarme tanto de mí misma como lo estoy de usted. ¿Dónde está su sentido de la responsabilidad, perra despreciable? Ruth no se materializó del aire. Usted y su esposo pasaron un momento jodidamente bueno cuando la hicieron, y no lo olvide. -De forma abrupta, dedicó su atención al teléfono-. Hola, sargento, sí, estoy en Cedar House. Sí, también ella está aquí. No, no hay ningún problema, es sólo que creo saber cómo entró el asesino de Mathilda. ¿Le ha contado alguien que ella guardaba una llave de la puerta de la cocina debajo de un tiesto de plantas junto a la carbonera de la parte de atrás? Ya lo sé, pero lo había olvidado. -Hizo una mueca-. No, ya no está allí. Se encuentra sobre la mesa de la cocina. La usé para entrar. -Se apartó el receptor del oído-. No lo hice a propósito -dijo con frialdad pasado un momento-. Ustedes deberían de haber registrado con un poco más de minuciosidad al principio, y así no habría pasado. -Colgó el receptor con una fuerza innecesaria-. Las dos tenemos que quedarnos aquí hasta que llegue la policía.

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