– No, con toda la jodida seguridad que no -replicó él, furioso-. Jesús, ¿qué es esta basura, en todo caso? ¿Desde cuándo el robo ha sido un delito anormal?
– No estamos hablando de robo.
Hughes adoptó una repentina actitud cautelosa.
– ¿De qué estamos hablando?
– De las cosas que usted les hace a las chicas.
– No le entiendo.
Charlie se inclinó agresivamente hacia delante, con los ojos como pedernal.
– Oh, sí que lo sabe, asqueroso chalado. Usted es un pervertido, Hughes, y cuando lo encierren y el resto de los prisioneros descubra por qué lo han metido en la cárcel, sabrá cómo es hallarse en el extremo receptor del comportamiento agresivo. Lo matarán a palizas, orinarán sobre su comida, y usarán la navaja de afeitar con usted si pueden pillarlo solo en las duchas. Es una de las rarezas de la vida carcelaria. Los prisioneros comunes odian a los delincuentes sexuales, en particular a los delincuentes sexuales a los que sólo se les pone dura con las niñas. Cualquier cosa que hablan hecho ellos palidece hasta la insignificancia al lado de lo que usted y la gente como usted les hacen a las crías indefensas.
– ¡Jesús! Yo no me lo hago con crías. Odio a las jodidas crías.
– Julia Sefton acababa de cumplir los dieciséis cuando usted se la tiró. Casi podría haber sido hija suya.
– Eso no es un delito. No soy el primer hombre que ha dormido con una chica lo bastante joven como para ser su hija. Sea realista, inspector.
– Pero usted siempre se liga muchachas jóvenes. ¿Qué tienen las chicas jóvenes que tanto lo excita?
– Yo no me las ligo a ellas. Son ellas las que se me ligan a mí.
– ¿Lo asustan las mujeres de más edad? Ésa es la pauta habitual de los chalados. Tienen que arreglárselas con niñas porque las mujeres maduras los aterrorizan.
– ¿Cuántas veces tengo que decírselo? Yo no me lo hago con niñas.
De modo abrupto, Jones cambió de tema.
– El sábado seis de noviembre, el mismo día en que la señora Gillespie se suicidó, Ruth le robó a su abuela unos pendientes de diamante. ¿Llevó usted a Ruth allí ese día?
Pareció que Hughes estaba a punto de negarlo, y luego se encogió de hombros.
– Me pidió que la llevara.
– ¿Por qué?
– ¿Por qué qué?
– ¿Por qué le pidió que la llevara? ¿Qué quería hacer allí?
Hughes adoptó una expresión vaga.
– No me lo dijo. Pero yo no entré en ningún momento en la jodida casa, y no sabía que tenía planeado robar ningunos jodidos pendientes.
– Así que ella le telefoneó a la casa donde vive como ocupa, le pidió que fuera con el coche hasta Southcliffe a recogerla y que la llevara a Fontwell y luego de vuelta a Southcliffe, sin explicarle por qué.
– Sí.
– ¿Y eso es lo único que hizo usted? ¿Actuó como su chófer y fue de un lado a otro y esperó fuera de Cedar House mientras ella entraba?
– Sí.
– Pero usted ha admitido que ella no le gustaba. De hecho, la despreciaba. ¿Por qué tomarse tantas molestias por alguien que no le gustaba?
– Valía la pena por un polvo.
– ¿Con una muerta?
Hughes sonrió.
– Ese día estaba cachondo.
– Ella le ha dicho a mi sargento que estuvo ausente del colegio durante más de seis horas. Desde Southcliffe a Fontwell hay cuarenta y ocho kilómetros, así que digamos que tardó cuarenta y cinco minutos en cada viaje. Eso deja cuatro horas y media sin justificar. ¿Quiere decir que se quedó sentado dentro de su furgoneta en Fontwell durante cuatro horas y media haciendo girar los pulgares mientras Ruth estaba dentro con su abuela?
– No fue tanto rato. Nos detuvimos en el camino de vuelta para echar un polvo.
– ¿Dónde aparcó exactamente en Fontwell?
– Ahora no puedo recordarlo. Siempre estaba esperándola en un sitio u otro.
Charlie apoyó un dedo sobre la hoja de papel arrugada.
– Según el tabernero del Three Pigeons, su furgoneta estuvo aparcada en su patio delantero aquella tarde. Después de diez minutos usted se alejó, pero lo vio detenerse junto a la iglesia para recoger a alguien. Debemos suponer que se trataba de Ruth, a menos que ahora vaya a decirnos que llevó a una tercera persona a Fontwell el día en que se suicidó la señora Gillespie.
La expresión cauta volvió a los ojos de Hughes.
– Era Ruth.
– De acuerdo. En ese caso, ¿qué estuvieron haciendo Ruth y usted durante cuatro horas y media, señor Hughes? Desde luego no estaba echándole un polvo. No hacen falta cuatro horas y media para echarle un polvo a una muerta. O quizá sí que le hacen falta a alguien que padece un trastorno psicopático de personalidad. Tal vez le hace falta todo ese tiempo para que se le levante.
Hughes se negó a dejarse picar.
– Supongo que no hay ninguna razón para que proteja a esa perra tonta. De acuerdo, me pidió que la llevara a un joyero que hay en un callejón de alguna parte de Southampton. No pregunté por qué, me limité a hacerlo. Pero no puede joderme por eso. Lo único que hice fue servir de taxi. Si ella robó unos pendientes y luego los vendió, yo no sabía nada. Yo sólo era el tonto que hacía funcionar las ruedas.
– Según la señorita Lascelles, le dio el dinero a usted en cuanto vendió los pendientes. Dijo que eran seiscientas cincuenta libras en metálico, y que luego usted la llevó directamente al colegio a tiempo para asistir a la clase de física.
Hughes no dijo nada.
– Usted sacó provecho de un delito, señor Hughes. Eso es ilegal.
– Ruth está mintiendo. Ella nunca me dio el dinero y, aun en el caso de que lo hiciera, primero tendría que demostrar que yo sabía que ella había robado algo. Ella le dirá que fue todo idea suya. Mire, no negaré que me daba dinero de vez en cuando, pero decía que el dinero era suyo y yo le creí. ¿Por qué no iba a hacerlo? La abuela estaba nadando en pasta. Cabía dentro de lo razonable que a Ruth también le sobrara. -Volvió a sonreír-. ¿Y qué si de vez en cuando me daba dinero? ¿Cómo iba yo a saber que la estúpida perra estaba robándolo? Me debía algo por la gasolina que malgastaba haciéndole de jodido chófer durante las vacaciones.
– ¿Pero ese día no le dio dinero?
– Ya he dicho que no, y significa que no.
– ¿Llevaba dinero encima?
– Un billete de cinco, quizá.
– ¿Cuál era el nombre de la joyería del callejón de Southampton? -le preguntó Charlie de modo abrupto.
– No tengo ni idea. No entré. Tendrá que preguntárselo a Ruth. Ella sólo me dijo que fuera a una calle y parara al final.
– ¿Cómo se llamaba la calle?
– No lo sé. Ella tenía un mapa, me decía a la derecha, a la izquierda, sigue recto, para. Me limité a hacer lo que me decía. Tendrá que preguntárselo a Ruth.
– Ella no lo sabe. Dice que usted la llevó hasta allí, le dijo en qué tienda entrar, por quién preguntar y qué decir.
– Está mintiendo.
– Yo no lo creo, señor Hughes.
– Demuéstrelo.
Charlie pensó con rapidez. No tenía ninguna duda de que Hughes decía la verdad cuando afirmaba que no había entrado ni en Cedar House ni en la joyería, no en compañía de Ruth, en todo caso. El rasgo curioso de esta escoria era que no manejaba él mismo los objetos robados, sino que se limitaba a transportar a las muchachas y los objetos hasta donde hubiera alguien que lo hiciera. De esa forma, la única persona que podía llegar a implicarlo era la propia muchacha, y ella no iba a hacerlo porque, por alguna razón, le tenía demasiado miedo.
– Tengo intención de demostrarlo, señor Hughes. Comencemos por dar cuenta de sus movimientos después de volver a dejar a Ruth en el colegio. ¿Se dirigió a ese club nocturno que ha mencionado? Será caro, por lo general lo son, y la cocaína y el éxtasis no resultan baratos, cosas ambas que sospecho que usted consume. La gente lo recordará, en especial si anda tirando el dinero por ahí.
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