Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– El policía es usted, Cooper. Arreste al tipo y pregúnteselo.

– Eso es exactamente lo que planeamos hacer. Mañana. Pero tendremos una mano mucho más fuerte si sabemos sobre qué debemos preguntar. En este momento damos traspiés en la oscuridad.

Jack no dijo nada.

– Podría obtener una orden para arrestar a la señorita Lascelles y llevarla a la comisaría. ¿Cómo cree que soportaría la presión psicológica? Puede que usted no se haya dado cuenta, pero ella es diferente de las otras muchachas que Hughes ha utilizado. No tiene unos padres en los que pueda confiar para que la protejan.

– Sarah y yo lo haremos -dijo Jack con aspereza-. En este momento somos sus tutores.

– Pero no tienen ningún derecho legal. Nosotros podríamos insistir en que su madre estuviera presente durante el interrogatorio, y si tiene algún interés para usted le diré que lo único que anoche le preocupaba a la señora Lascelles era si la expulsión de su hija tenía algo que ver con el asesinato de la señora Gillespie. Ella misma haría hablar a Ruth para nosotros si pensara que eso la ayudaría a poner las manos encima del dinero de la anciana.

Jack profirió una débil carcajada.

– Sólo está hablando por hablar, Cooper. Es usted una persona demasiado buena como para hacer nada parecido, y los dos lo sabemos. Créame, lo llevaría sobre la conciencia de por vida si aumentara el daño que ya se le ha causado a esa pobre criatura.

– Es grave, entonces.

– Yo diría que eso ha sido una suposición acertada, sí.

– Tiene que contármelo, Jack. No llegaremos a ninguna parte con Hughes si no me lo cuenta.

– No puedo. Le di mi palabra a Ruth.

– Rómpala.

Jack negó con la cabeza.

– No. Según mis reglas, una palabra, una vez empeñada, no puede dejar de cumplirse.-Pensó durante un momento-. Sin embargo, hay una cosa que sí puedo hacer. Usted me lo deja a mí y yo se lo entrego a usted. ¿Que le parece eso como idea?

Cooper parecía lamentarlo de verdad.

– Se lo conoce como ayuda e instigación. Estaría despidiéndome de mi jubilación.

Jack profirió una carcajada en voz baja.

– Piense en ello -dijo mientras asía el cierre de la puerta y la abría-. Es mi mejor oferta. -El humo del cigarrillo de Cooper se arremolinó en torno a él al salir del coche-. Lo único que necesitaré será una dirección, Tommy. Cuando esté dispuesto, transmítamela por teléfono. -Cerró la puerta de golpe y se alejó a paso ligero en la oscuridad.

Violet Orloff entró de puntillas en el dormitorio de su esposo y lo miró con el entrecejo fruncido de ansiedad. Él estaba envuelto en metros de bata de lana estampada y reclinado como un gordo Buda viejo contra las almohadas, con una jarra de cacao en una mano, un bocadillo de queso en la otra, y el Daily Telegraph atravesado sobre las rodillas.

– Está llorando otra vez.

Duncan la miró por encima de las gafas bifocales.

– No es asunto nuestro, querida -le dijo con firmeza.

– Pero es que puedo oírla. Está sollozando como si se le partiera el corazón.

– No es asunto nuestro.

– Excepto que no dejo de pensar que… supon que hubiésemos hecho algo cuando oímos llorar a Mathilda, ¿estaría muerta, ahora? Me siento muy mal por eso, Duncan.

Él suspiró.

– Me niego a sentirme culpable porque las crueldades de Mathilda para con su familia, imaginarias o reales, hayan provocado que una de ellas la matara. No había nada que pudiéramos hacer para evitarlo entonces y, como tú no dejas de recordarme, nada hay que podamos hacer ahora para traerla de vuelta.

– Pero, Duncan -gimió Violet-, si nosotros sabemos que fueron o Joanna o Ruth, tenemos que decírselo a la policía.

Él frunció el entrecejo.

– No seas tonta, Violet. No sabemos quién lo hizo ni, francamente, nos interesa. La lógica dice que tuvo que ser alguien que tuviera llave o alguien en quien ella confiara lo bastante como para dejarlo entrar en la casa, y la policía no necesita que yo le diga eso. -El fruncimiento de ceño se hizo más pronunciado-. ¿Por qué no dejas de intentar que me entrometa? Es casi como si quisieras que Joanna y Ruth fueran arrestadas.

– No las dos. No lo hicieron juntas, ¿verdad? -Hizo una mueca burlona horrible, contorsionando su cara en una absurda caricatura-. Pero Joanna está llorando otra vez, y creo que deberíamos de hacer algo. Mathilda siempre decía que la casa estaba llena de fantasmas. Tal vez ella ha regresado.

Duncan la miró fijamente con franca alarma.

– No estarás enferma, ¿verdad?

– Por supuesto que no estoy enferma -replicó ella con enojo-. Creo que me daré una vuelta por la casa, veré si está bien, hablaré con ella. Nunca se sabe, puede que decida sincerarse conmigo. -Describiendo un arco con un brazo volvió a alejarse de puntillas, y momentos después él oyó que la puerta delantera se abría.

Duncan sacudió la cabeza con perplejidad al volver al crucigrama. ¿Era esto el comienzo de la senilidad? Violet era o muy valiente o muy estúpida si se metía con el estado emocional de una mujer perturbada que, como estaba bastante claro, había detestado a su madre lo bastante como para matarla. Sólo podía imaginar cuál sería la reacción de Joanna hacia su esposa cuando ella le dijera que sabía más de lo que le había contado a la policía. El pensamiento lo preocupó lo suficiente como para sacarlo del cálido lecho y hacer que se pusiera las zapatillas, antes de bajar en seguimiento de Violet.

Pero lo que fuera que había trastornado a Joanna Lascelles, aquella noche iba a permanecer en el misterio para los Orloff. Se negó a abrir la puerta a los timbrazos de Violet, y no fue hasta el domingo por la mañana, en la iglesia, cuando oyeron rumores sobre que Jack Blakeney había vuelto con su esposa, y que Ruth tenía demasiado miedo como para regresar a Cedar House con su madre, y que había preferido vivir con los Blakeney. Southcliffe, se decía, le había pedido que se marchara debido al escándalo que estaba a punto de estallar en la familia Lascelles. Esta vez, las lenguas que se agitaban furiosamente centraban las sospechas en Joanna.

Si Cooper era honrado consigo mismo, podía ver el atractivo que Dave Hughes tenía para las muchachas de clase media. Era un «objeto tosco», apuesto, de elevada estatura, con el aspecto limpio y musculoso de un Chippendale [3], pelo oscuro largo hasta los hombros, ojos de color azul brillante, y sonrisa simpática. Inofensivo fue la palabra que se le ocurrió de inmediato, y sólo de forma gradual en la atmósfera encerrada de la sala de interrogatorio de la policía de Bournemouth, los dientes comenzaron con lentitud a verse detrás de la sonrisa. Lo que uno veía, comprendió Cooper, era un envoltorio muy profesional. Lo que había debajo de la superficie resultaba muy vago y difícil de determinar.

El detective inspector jefe Charlie Jones era otro caso en que el envoltorio ocultaba al verdadero hombre. A Cooper le hizo gracia ver lo gravemente que Hughes subestimaba el triste rostro de pequinés que lo contemplaba con un aire de disculpa y tan buenos modales. Charlie ocupó el asiento que había frente a Hughes y rebuscó en el maletín con gesto bastante impotente.

– Ha sido muy amable por su parte acudir -dijo-. Me doy cuenta de que el tiempo es valioso. Le estamos agradecidos por su cooperación, señor Hughes.

Hughes se encogió de hombros con afabilidad.

– De haber sabido que tenía elección, es probable que no hubiese venido. ¿De qué se trata?

Charlie sacó un trozo de papel arrugado y lo alisó sobre la mesa.

– De la señorita Lascelles. Ella dice que usted es su amante.

Hughes volvió a encogerse de hombros.

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