Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Claro. Conozco a Ruth. Tiene diecisiete años. ¿Desde cuándo son un delito las relaciones sexuales con una chica de diecisiete?

– No lo son.

– Entonces, ¿por qué tanto lío?

– Por robo. Ella ha estado robando.

Hughes adoptó un aire de adecuada sorpresa pero no dijo nada.

– ¿Sabía usted que estaba robando?

Él negó con la cabeza.

– Ella siempre me decía que su abuela le daba dinero. Yo le creía. La vieja perra nadaba en pasta.

– ¿Nadaba? Entonces sabe que está muerta.

– Claro. Ruth me dijo que se había suicidado.

Charlie pasó un dedo hacia abajo por la página.

– Ruth declaró que usted le había dicho que robara cepillos de pelo de dorso de plata, joyas y valiosas primeras ediciones de la biblioteca de la señora Gillespie. Objetos similares, de hecho, a los que la señorita Julia Sefton dice que usted le indicó que les robara a sus padres. Pequeñas cosas que no fueran a ser echadas en falta pero de las que pudiera disponerse con mucha facilidad para obtener dinero efectivo. ¿Quién las vendía, señor Hughes? ¿Usted o Ruth?

– Hágame un favor, inspector. ¿Parezco el tipo de idiota que actuaría como intermediario de cosas robadas para una putilla demasiado privilegiada de clase media que me denunciaría en un abrir y cerrar de ojos en cuando la dejaran con el culo al aire? Jesús -dijo con asco-, concédame algún mérito de sentido común. Se lían conmigo sólo porque se aburren hasta la muerte con los tipejos a los que sus padres aprueban. Y eso debería de decirle algo sobre el tipo de chicas que son. En el lugar del que vengo las llaman zorras, y llevan el robo en la sangre junto con el puteo. Si Ruth está diciendo que yo la metí en eso, está mintiendo para salir del lío… Es condenadamente fácil, ¿no le parece? Yo sólo soy escoria de un grupo de ocupas, y ella es la señorita Lascelles del colegio femenino Southcliffe. ¿Quién va a creerme?

Charlie sonrió con aire lúgubre.

– Oh, bueno -murmuró-, creer no es realmente el problema, ¿verdad? Los dos sabemos que usted está mintiendo y que Ruth dice la verdad, pero la pregunta es si podemos persuadirla de que acuda al tribunal y cuente toda la verdad. En ese caso hizo usted una mala elección, señor Hughes. Verá, ella no tiene padre, sólo madre, y es probable que usted sepa tanto como yo que las mujeres son muchísimo más duras con sus hijas de lo que los hombres podrán serlo jamás. La señora Lascelles no protegerá a Ruth del modo que el padre de Julia la protegió a ella. Aparte de cualquier otra cosa, aborrece con toda su alma a la muchacha. Habría sido diferente, según sospecho, si la señora Gillespie estuviera viva, porque es probable que ella hubiese acallado el asunto por el bien de la familia, pero como no lo está, no veo a nadie que pueda salir en defensa de Ruth.

Hughes sonrió.

– Bueno, adelante, pues. Procesen a la putilla ladrona. No tiene nada que ver conmigo.

Ahora le tocó a Charlie parecer sorprendido.

– ¿No le gusta, ella?

– Estaba bien para un polvo de vez en cuando, nada del otro mundo, pero estaba bien. Mire, como ya le he dicho, ellas sólo se lían conmigo porque quieren vengarse de los suyos. ¿Qué se supone que debo hacer yo, entonces? ¿Arrancarme los pelos de gratitud por el uso de sus muy ordinarios cuerpos? Puedo conseguirlas igual de buenas, si no mejores, en el club nocturno, cualquier sábado. -Volvió a sonreír, una cautivadora mirada malévola garantizada para derretir corazones femeninos, pero que se perdió por completo en Jones y Cooper-. Yo hago la faena, les proporciono sus emociones, y sólo me quejo cuando intentan culparme de sus jodidos robos. Me pongo realmente verde, si quiere que le diga la verdad. Son unos mamones tan jodidos, todos ustedes… Una cara bonita, un acento cursi, una historia llorosa y, bingo, traed a Dave Hughes aquí y ponedlo a caldo. Lo que pasa es que ustedes no aceptan que ellas son unas zorras, iguales que las golfas de la calle del barrio de luces rojas.

Charlie parecía pensativo.

– Ésta es la segunda vez que llama usted zorra a la señorita Lascelles. ¿Cuál es su definición de zorra, señor Hughes?

– La misma que la suya, supongo.

– Una mujer vulgar, basta, que vende su cuerpo por dinero. Yo no diría que ésa es una descripción de la señorita Lascelles.

Hughes parecía divertido.

– Una zorra es una tía fácil. Ruth fue tan fácil que resultó patética.

– Ha dicho que no era nada del otro mundo para polvos -prosiguió Charlie, imperturbable-. Reconocer eso es algo muy revelador, ¿no cree?

– ¿Por qué?

– Dice más sobre usted que sobre ella. ¿No le gustaba a ella? ¿Es que tuvo que forzarla? ¿Qué es lo que a usted le gusta hacer, y que ella no quería practicar porque usted no le gustaba lo bastante? Eso me resulta fascinante.

– Las he tenido mejores, eso es lo único que quise decir.

– ¿Mejores qué, Hughes?

– Amantes, por amor de Cristo. Mujeres que saben lo que están haciendo. Mujeres que se conducen y me manejan a mí con más jodida fineza. Tirarse a Ruth era como tirarse a una muerta. Era yo el que tenía que hacer todo el trabajo mientras ella se quedaba acostada diciéndome lo mucho que me amaba. Eso me fastidiaba, de verdad que sí.

Charlie frunció el entrecejo.

– ¿Por qué se molestaba en verla, entonces?

Hughes sonrió con cinismo ante la trampa demasiado patente.

– ¿Por qué no? Era libre, estaba disponible, y yo me pongo cachondo como cualquier hombre. ¿Va a acusarme por hacer lo que es natural?

Charlie pensó durante un momento.

– ¿Entró alguna vez en Cedar House?

– ¿La casa de la vieja? -Negó con la cabeza-. Ni hablar. Se habría vuelto loca de atar si hubiese sabido con quién estaba liada Ruth. Yo no voy buscando líos, aunque usted se asombraría de las chicas. La mitad de ellas piensan que sus padres van a recibirme con los brazos abiertos. -Imitó la dicción de las clases altas-. Mamá, papá, me gustaría presentaros a mi nuevo novio, Dave. -Otra vez la sonrisa aniñada-. Son tan condenadamente estúpidas, que no lo creería.

– Ha habido muchas de estas chicas, entonces. Pensábamos que podría ser así.

Hughes inclinó la silla hacia atrás, relajado, complaciente, increíblemente confiado.

– Yo les gusto, inspector. Es un talento que tengo. Pero no me pregunte de dónde viene, porque no podría decírselo. Tal vez el irlandés que llevo dentro.

– Por el lado de su madre, supongo.

– ¿Cómo lo ha adivinado?

– Es usted típico, señor Hughes. Probablemente el hijo ilegítimo de una puta que se tiraba cualquier cosa por dinero, si su extremo prejuicio contra las prostitutas es algo por lo que pueda juzgarse. No sabría quién fue su padre porque podría haber sido cualquiera de los cincuenta que se la follaron durante la semana en que usted fue concebido. De ahí su desprecio y odio hacia las mujeres y su incapacidad para llevar una relación adulta. No tuvo ningún modelo masculino del que aprender o al que emular. Dígame -murmuró-, ¿el obtenerlo gratis le hace sentir superior al triste hombrecillo anónimo que pagó por engendrarlo? ¿Por eso resulta tan importante?

Los ojos azules se entrecerraron con enojo.

– No tengo por qué escuchar esto.

– Me temo que sí. Verá, estoy muy interesado en su aversión patológica hacia las mujeres. No puede hablar de ellas sin mostrarse ofensivo. Eso no es normal, señor Hughes, y puesto que el sargento Cooper y yo estamos investigando un crimen extraordinariamente anormal, su actitud me alarma. Permítame que le dé la definición de trastorno psicopático de la personalidad. -Volvió a consultar la hoja de papel-. Se manifiesta en deficiencia o ausencia de actividad laboral, delincuencia persistente, promiscuidad sexual y comportamiento sexual agresivo. Las personas que padecen este trastorno son irresponsables y en extremo insensibles; no sienten ninguna culpabilidad por sus actos antisociales y les resulta difícil establecer relaciones duraderas. -Alzó la mirada-. Es una descripción bastante buena de usted, ¿no le parece? ¿Lo han tratado alguna vez por este tipo de trastorno?

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