Hughes vio otra trampa y profirió una risilla.
– Ya le he dicho que no tenía dinero, inspector. Paseé un poco con la furgoneta y luego volví a casa.
– ¿A qué hora fue eso?
Él se encogió de hombros.
– No tengo ni idea.
– Así que si encuentro a alguien que diga que esa noche había una Ford Transit aparcada en las proximidades de un club nocturno de Bournemouth, dirá que no podía tratarse de la suya porque usted sólo estaba paseando.
– Pues, más o menos.
Charlie mostró los dientes con una sonrisa de predador.
– Tengo que informarle, señor Hughes, que dentro de poco será trasladado a la comisaría de policía de Learmouth donde será interrogado largo y tendido sobre el asesinato de la señora Gillespie. -Recogió todas sus notas y se las metió en el bolsillo.
– ¡Mierda! -dijo Hughes con enojo-. ¿Qué mierda está intentando echarme encima, ahora? Usted ha dicho que ella se suicidó.
– Estaba mintiendo. Fue asesinada, y tengo razones para creer que usted estuvo implicado en ese asesinato.
Hughes se puso agresivamente de pie.
– Ya le he dicho que nunca entré en la jodida casa. En cualquier caso, el tabernero es mi coartada. Él me vio en su aparcamiento y me observó cuando recogía a Ruth. ¿Cómo pude haber matado a la anciana si estuve todo el tiempo en la furgoneta?
– No la asesinaron a las dos y media. La asesinaron más tarde, esa misma noche.
– Yo no estaba allí más tarde esa noche.
– Su furgoneta sí lo estaba. El tabernero dice que usted regresó aquella noche y, como usted mismo ha dicho, usted y su furgoneta no tienen ninguna coartada para la noche del seis de noviembre. Estaba paseando por ahí, ¿recuerda?
– Yo estaba en Bournemouth, y también lo estaba la furgoneta.
– Demuéstrelo. -Charlie se puso de pie-. Hasta que lo haga, voy a retenerlo como sospechoso de asesinato.
– Lo que está haciendo es muy irregular. Presentaré una queja contra usted.
– Hágalo. En Learmouth se le permitirá hacer una llamada telefónica.
– De todas maneras, ¿por qué iba a querer matar a esa vieja vaca?
Charlie alzó una enmarañada ceja.
– Porque tiene usted un historial de aterrorizar mujeres. Esta vez fue demasiado lejos.
– Yo no las asesino, mierda.
– ¿Qué les hace?
– Me las follo, eso es todo. Y tampoco les estafo. Todavía no he tenido una sola queja.
– Que es probablemente lo que decía el destripador de Yorkshire cada vez que regresaba a su casa con el martillo y el cincel en el maletero del coche.
– Lo que está haciendo es muy irregular -volvió a decir Hughes, al tiempo que pateaba el suelo-. Yo ni siquiera conocía a la vieja perra. No quería conocerla. Jesús, bastardo, ¿cómo podría matar a alguien a quien ni siquiera conocía?
– Usted nació, ¿no es cierto?
– ¿Qué demonios se supone que significa eso?
– Nacimiento y muerte, Hughes. Son cosas que pasan al azar. Su madre no conocía a su padre pero de todas formas usted nació. El no conocer a alguien resulta irrelevante. Usted estuvo allí ese día, estaba usando a la nieta para robarle, y la señora Gillespie lo sabía. Tuvo que cerrarle la boca antes de que hablara con nosotros.
– Yo no trabajo el asunto de esa manera.
– ¿Cómo lo trabaja, señor Hughes?
Pero Hughes se negó a decir una palabra más.
He traído a Joanna y a su bebé a vivir conmigo. No podía creer la miseria en que las encontré al llegar a Londres. Joanna había renunciado a todo intento de cuidar de la niña o practicar siquiera la más elemental higiene. Está claro que no es adecuada para vivir sola y, aunque aborrezco a ese desgraciado judío con quien se casó, al menos mientras él vivía ella fingía una cierta normalidad.
Tengo mucho miedo de que el shock de la muerte de Steven la haya hecho rebasar el límite. Esta mañana estaba en la habitación de la niña y sostenía una almohada sobre la cuna. Yo le pregunté qué estaba haciendo y ella dijo: «Nada». Pero no tengo ninguna duda de que si yo hubiese entrado en la habitación cinco minutos más tarde, la almohada habría estado sobre la cara de la criatura. La parte horrible es que me vi a mí misma allí de pie, como un fantasmal reflejo en un espejo distorsionado. La impresión fue tremenda. ¿Sospecha Joanna? ¿Sospecha alguien, aparte de Jane?
No hay cura para la locura endogámica. «Los hechos innaturales crean problemas innaturales…»
A la mañana siguiente, tras marcharse el último paciente, Jane Marriott entró a paso de marcha en el despacho que Sarah tenía en Fontwell, y se dejó caer con firmeza en una silla. Sarah la miró.
– Pareces muy enojada -observó mientras firmaba unos papeles.
– Estoy enojada.
– ¿Con qué?
– Contigo.
Sarah cruzó los brazos.
– ¿Qué he hecho?
– Has perdido la compasión. -Jane golpeó con un dedo severo la esfera de su reloj-. Solía regañarte por la cantidad de tiempo que pasabas con tus pacientes, pero te admiraba por las molestias que te tomabas. Ahora, de repente, entran y salen como trenes expresos. La pobre señora Henderson estaba al borde de las lágrimas. «¿Qué he hecho para ofender a la doctora? -me preguntó-. Apenas si ha tenido una palabra amable para conmigo.» La verdad es que no deberías de permitir que todo este asunto de Mathilda te afectase, Sarah. No es justo para los demás. -Inspiró con gesto de admonición-. Y no me digas que yo soy sólo la recepcionista y que el médico eres tú. Los médicos son falibles, igual que el resto de nosotros.
Sarah empujó algunos papeles por el escritorio con la punta del lápiz.
– ¿Sabes cuáles fueron las primeras palabras que me dijo la señora Henderson cuando entró? «Calculo que puedo volver a verla sin correr peligro, doctora, visto que fue la perra de su hija quien lo hizo.» Y te ha mentido. No tuve ni una sola palabra amable para con ella. Le dije la verdad por una vez, que el único problema que tenía era su carácter bilioso y que podía curarse de inmediato si buscara lo bueno de la gente en lugar de lo malo. -Blandió el lápiz bajo la nariz de Jane-. Estoy llegando rápidamente a la conclusión de que Mathilda tenía razón. Este pueblo es uno de los lugares más repugnantes de la Tierra, poblado por fanáticos por completo ignorantes y de mente malévola que no tienen nada mejor que hacer en sus vidas que sentarse y juzgar a cualquiera que no encaje en sus mezquinos estereotipos de perogrullada. No es la compasión lo que he perdido, sino las anteojeras.
Jane le quitó a Sarah el lápiz de la mano antes de que pudiera alojársele en la nariz.
– Es una vieja viuda solitaria, que tiene poca o ninguna educación, y a su manera muy torpe estaba intentando pedirte disculpas por haber llegado a dudar de ti. Si no tienes la generosidad de espíritu necesaria para disculpar su torpe diplomacia, entonces no eres la mujer que yo creía. Y para tu información, ahora cree que sufre de una enfermedad muy severa, a saber, carácter bilioso, para la cual te niegas a darle tratamiento. Y lo ha atribuido a los recortes de los servicios de sanidad y al hecho de que, como mujer vieja, ahora la consideran prescindible.
Sarah suspiró.
– Ella no fue la única. Están todos exultantes porque piensan que lo hizo Joanna, y me sienta mal que usen mi consultorio y me usen a mí para degradarla. -Se pasó los dedos entre el pelo-. Porque eso ha sido todo el día de hoy, Jane, una especie de burla y vituperio infantil contra la última víctima que han encontrado, y si Jack no hubiera decidido hacer el gilipollas, no habrían tenido tanto de lo que hablar.
– No lo creas -dijo Jane con acritud-. Lo que no pueden conseguir de otra manera, se lo inventan.
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