Pero la compostura había abandonado a Joanna.
– ¡Salga de mi casa! -chilló-. ¡No permitiré que se me hable así en mi casa! -Corrió escaleras arriba-. ¡No se saldrá con la suya! ¡ La denunciaré al consejo médico! El fango se pega. Les diré que asesinó usted al señor sturgis y luego a mi madre.
Sarah la siguió de cerca, la observó entrar en el baño y cerrar la puerta con un golpe, y se sentó en el suelo con las piernas cruzadas.
– Las pataletas y convulsiones puede que hayan dado resultado con Mathilda, pero puede estar condenadamente segura de que no funcionarán conmigo. ¡Maldición! -rugió de pronto, poniendo la boca cerca de la puerta de madera de roble-. Es usted una mujer de cuarenta años, vaca estúpida, así que compórtese de acuerdo con su edad.
– ¡No se atreva a hablarme así!
– Pero es que me saca usted de quicio, Joanna. Sólo siento desprecio por la gente que no puede funcionar a menos que esté drogada hasta la estupidez. -Tranquilizantes, había conjeturado Jack.
No hubo respuesta.
– Necesita ayuda -continuó con tono flemático-, y la mejor persona para proporcionársela se encuentra en Londres. Es un psiquiatra especializado en toda clase de drogadicción, pero no la aceptará a menos que esté bien dispuesta a dejarlo. Si le interesa le daré una carta para él; si no lo está, le sugiero que se prepare para las consecuencias a largo plazo que tienen las sustancias adictivas sobre el cuerpo humano, comenzando con la única cosa que usted no quiere, Joanna. Envejecerá usted con mucha mayor prontitud que yo, Joanna, porque su química física se encuentra bajo un ataque constante y la mía no.
– Salga de mi casa, doctora Blakeney. -Estaba comenzando a calmarse.
– No puedo, hasta que llegue el sargento Cooper. Y no es su casa, recuerde, es la mía. ¿Qué está tomando?
Hubo un largo, largo silencio.
– Valium -replicó Joanna, por último-. El doctor Hendry me lo recetó cuando regresé aquí después de la muerte de Steven. Intenté asfixiar a Ruth en la cuna, así que mi madre lo llamó y le imploró que me diera algo.
– ¿Por qué intento asfixiar a Ruth?
– Parecía la cosa más sensata que hacer. Yo no estaba funcionando demasiado bien.
– ¿Y la ayudaron los tranquilizantes?
– No lo recuerdo. Estaba siempre cansada, eso sí lo recuerdo.
Sarah le creía, porque podía creer algo así de Hugh Hendry. Síntomas clásicos de depresión posparto, y en lugar de darle a la pobre mujer un antidepresivo para levantarle el ánimo, el idiota la había sumido sin remedio en un estado de letargía dándole sedantes. No era de extrañar que le costara tanto llevarse bien con Ruth, cuando una de las consecuencias trágicas de la depresión posparto, cuando no se la trataba adecuadamente, era que las madres tenían dificultad para desarrollar unas relaciones afectivas naturales con sus bebés, a quienes veían como la razón de su repentina incapacidad para funcionar. Dios, pero si eso explicaba muchísimas cosas sobre esta familia, si las mujeres de la misma tenían tendencia a la depresión posparto.
– Yo puedo ayudarla -dijo Sarah-. ¿Me permitirá que la ayude?
– Muchísimas personas toman Valium. Es perfectamente legal.
– Y muy eficaz en las circunstancias adecuadas y bajo una supervisión correcta. Pero usted no lo obtiene de un médico, Joanna. Los problemas de la adicción al diazepán están tan bien documentados que ningún médico responsable continuaría recetándoselo. Lo que significa que usted tiene un suministrador privado y que las tabletas no le resultan baratas. Los medicamentos del mercado negro nunca lo son. Permítame ayudarla -repitió.
– Usted nunca ha tenido miedo. ¿Qué puede saber de nada si nunca ha tenido miedo?
– ¿De qué tenía miedo usted?
– Tenía miedo de dormirme. Durante años y años tuve miedo de irme a dormir. -De repente se echó a reír-. Pero ya no. Ella está muerta.
Sonó el timbre de la puerta.
El sargento Cooper estaba de un humor muy picajoso. Las últimas veinticuatro horas habían resultado frustrantes para él, y no sólo porque había tenido que trabajar durante el fin de semana y se había perdido el almuerzo del domingo con sus hijos y nietos. Su esposa, cansada e irritable ella misma, le había echado la inevitable reprimenda sobre su falta de compromiso para con la familia. «Tienes que plantarte -le dijo-. La fuerza policial no es tu propietaria, Tommy.»
Habían retenido a Hughes durante la noche en la comisaría de policía de Learmouth, pero lo habían puesto en libertad sin cargos al mediodía siguiente. Tras su persistente negativa de la tarde anterior a decir nada en absoluto, volvió aquella mañana a su declaración anterior, a saber, que había estado conduciendo sin rumbo por ahí antes de volver a la casa que ocupaba. Dio las nueve como hora de llegada. Cooper, al que Charlie Jones envió a hablar con los jóvenes que compartían la casa ocupada con él, había regresado con una profunda irritación.
– Está apañado -le dijo al inspector detective jefe-. Tenían la coartada preparada. Hablé con cada uno por separado, les pedí que me dieran cuenta de sus movimientos la noche del sábado seis de noviembre, y cada uno de ellos me contó la misma historia. Estaban mirando el televisor portátil y bebiendo cerveza en la habitación de Hughes cuando él entró a las nueve en punto. Se quedó allí durante toda la noche, al igual que su furgoneta, que estuvo aparcada en la calle, delante de la casa. Yo no mencioné a Hughes ni una sola vez, ni dejé entender que estuviese para nada interesado en él o su maldita furgoneta. Me ofrecieron la información gratuitamente y sin que se la pidiera.
– ¿Cómo podían saber que nos había dicho las nueve?
– ¿El abogado?
Charlie sacudió la cabeza.
– Muy improbable. Tengo la impresión de que su cliente no le gusta más que a nosotros.
– En ese caso, es una cuestión acordada de antemano. Si lo interrogan, Hughes siempre dirá que ha regresado a casa a las nueve.
– O están diciendo la verdad.
Cooper profirió un bufido de burla.
– Imposible. Eran escoria. Si alguno de ellos estaba como un chico hogareño mirando la televisión esa noche, yo soy el tío de un mono. Lo más probable es que salieran a golpear ancianas o apuñalar a los aficionados del equipo de fútbol rival.
El inspector meditó esto.
– No existe nada como una coartada aplicable a todas las situaciones -dijo con tono pensativo-. A menos que Hughes tenga el hábito de cometer delitos después de las nueve de la noche, y sabemos que no lo hace porque Ruth robó los pendientes de su abuela a las dos y media de la tarde. -Guardó silencio.
– ¿Y qué quieres decirme? -preguntó Cooper cuando el otro no continuó-. ¿Que están diciendo la verdad? -Negó la cabeza con gesto agresivo-. No me lo creo.
– Estoy preguntándome por qué Hughes no presentó ayer esta coartada. ¿Por qué estuvo callado tanto tiempo si sabía que sus compañeros iban a apoyarlo? -Respondió a su propia pregunta con lentitud-. Porque su abogado forzó las cosas esta mañana y exigió saber la hora más temprana en que podría haber muerto la señora Gillespie. Lo que significa que Hughes ya le había dicho que estaba cubierto desde las nueve de la noche, y rápidamente salió la coartada.
– ¿En qué nos ayuda eso?
– No nos ayuda -replicó Jones con tono alegre-. Pero si se trata del apaño que tú dices, entonces esa noche tiene que haber hecho otra cosa que requería una coartada a partir de las nueve en punto. Todo lo que tenemos que averiguar es de qué se trata. -Tendió la mano hacia el teléfono-. Hablaré con mi colega de Bournemouth. Veamos qué puede encontrar en la hoja de delitos de la noche del sábado seis de noviembre.
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