Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– ¡Hah! ¡Y tú tienes el valor de arrojarme a las llamas por cinismo!

– Oh, no supongas que no estoy tan irritada como tú por la estupidez de ellos. Por supuesto que lo estoy, pero es que yo no espero nada más. No han cambiado por el solo hecho de que haya muerto Mathilda, ¿sabes?, y me parece que es un pelín absurdo acusar a la señora Henderson de que ve sólo lo malo de la gente cuando el más grande exponente de eso acaba de dejarte una pequeña fortuna. La visión que la señora Henderson tiene de la gente es por completo santa comparada con la que tenía Mathilda. Ella sí que tenía un carácter bilioso.

– De acuerdo. Aceptado. Pasaré a ver a la señora Henderson camino de casa.

– Bueno, espero que seas lo bastante clemente como para disculparte con ella. Tal vez soy demasiado sensible pero parecía muy afectada, y no es propio de tí ser cruel, Sarah.

– Me siento cruel -gruñó ella-. Sólo por saberlo, ¿hablas así con los médicos varones?

– No.

– Ya veo.

Jane se picó.

– Yo no veo nada. Te tengo cariño. Si tu madre estuviese aquí te diría lo mismo. Nunca debes permitir que los acontecimientos amarguen tu naturaleza, Sarah. Deja esa debilidad en particular para las Mathildas de este mundo.

Sarah sintió una ola de afecto por la mujer mayor, cuyas mejillas de manzana se habían puesto rosadas de indignación. Su madre, por supuesto, no diría nada semejante; se limitaría a fruncir los labios y decir que siempre había sabido que Sarah era amarga en el fondo. Hacía falta alguien con la generosidad de Jane para ver que los otros eran ineptos en diplomacia, o débiles, o estaban desilusionados.

– Estás pidiéndome que traicione mis principios -dijo con suavidad.

– No, querida mía. Estoy pidiéndote que te atengas a ellos.

– ¿Por qué tengo que perdonar a la señora Henderson por llamar asesina a Joanna? No hay más pruebas contra ella de las que había contra mí, y si me disculpo será una aceptación tácita.

– Tonterías -replicó ella con decisión-. Será cortesía para con una anciana. La forma en que manejes el tema de Joanna es una cuestión por completo diferente. Si no apruebas la manera en que está tratándola el pueblo, debes demostrarlo de una forma muy pública de manera que a nadie le quepa ninguna duda de dónde reside tu simpatía. Pero -los ojos de la mujer anciana se suavizaron al posarse sobre la más joven- no descargues tu fastidio sobre la pobre Dolly Henderson, querida mía. No puede esperarse que ella vea las cosas como tú y como yo. Ella nunca disfrutó de nuestra educación liberal.

– Me disculparé.

– Gracias.

Sarah se inclinó hacia delante de forma repentina y le dio un beso en la mejilla a la otra.

Jane pareció sorprendida.

– ¿Por qué ha sido eso?

– Oh, no lo sé. -Sarah sonrió-. Por sustituir a mi madre, supongo. A veces me pregunto si los sustitutivos no son bastante más buenos en su tarea que los originales. Mathilda también lo hizo, ¿sabes? No era toda ella un carácter bilioso. Podía ser tan dulce como tú cuando quería.

– ¿Por eso estás cuidando a Ruth? ¿Es una especie de quid pro quo?

– ¿No lo apruebas?

Jane suspiró.

– Ni apruebo ni desapruebo. Sólo pienso que es un poco provocador, dadas las circunstancias. Cualesquiera sean las razones que tú tienes para hacerlo, el pueblo le ha dado la peor interpretación a esas razones. ¿Sabes que andan diciendo que Joanna está a punto de ser arrestada por el asesinato de su madre, y que por eso Ruth se ha ido a vivir contigo?

– No me había dado cuenta de que las cosas estuviesen tan mal como eso. -Sarah frunció el entrecejo-. Dios, son absurdos. ¿De dónde sacan esa basura?

– Suman dos y dos y les da veinte.

– El problema es… -hizo una pausa-, que no hay mucho que yo pueda hacer.

– Pero, querida mía, lo único que hace falta es una explicación de por qué Ruth está con vosotros -sugirió Jane-, y entonces podrás acallar estos rumores. Al fin y al cabo, tiene que haber una explicación.

Sarah suspiró.

– Depende de Ruth el explicarlo, y en este momento no se halla en posición de hacerlo.

– En ese caso, invéntate una -dijo Jane sin rodeos-. Dásela a la señora Henderson cuando la veas esta tarde, y mañana por la noche ya habrá dado la vuelta al pueblo. Lucha con fuego contra el fuego, Sarah. Es la única forma.

La señora Henderson se sintió conmovida por las disculpas presentadas por la doctora Blakeney por el mal temperamento manifestado en el consultorio, pensó que era muy amable por su parte el molestarse en acudir a su casita y se mostró de acuerdo en que si uno había pasado toda la noche cuidando a una persona de diecisiete años que presentaba síntomas de mononucleosis infecciosa, tenía que estar irritable al día siguiente. Con la salvedad de que no entendía por qué Ruth tenía que alojarse con ella y su esposo en esas circunstancias. ¿No sería más adecuado para ella quedarse con su madre? Mucho más adecuado, convino Sarah con firmeza, y también Ruth lo preferiría, por supuesto, pero, como la señora Henderson sabía, la mononucleosis infecciosa era una enfermedad vírica extremadamente dolorosa y debilitante, y debido a la probabilidad de su recurrencia si no se cuidaba de modo adecuado al paciente, y teniendo en cuenta que era el año de los exámenes de bachillerato de Ruth, Joanna le había pedido a Sarah que la aceptara en su casa y la curara lo antes posible. Dadas las circunstancias, con el testamento de la señora Gillespie y todo eso (Sarah adoptó un aire de apropiado azoramiento), difícilmente podía negarse, ¿verdad?

– No cuando usted es la que ha recibido todo el dinero -fue la considerada contestación de la señora Henderson, pero sus ojos llorosos se nublaron de perplejidad-. ¿Ruth va a regresar a Southcliffe cuando se mejore, entonces?

– ¿Adonde más iba a ir? -murmuró Sarah, desvergonzada-. Como ya he dicho, es su año de exámenes de bachillerato.

– ¡Vaya, ésa sí que es buena! Se están diciendo mentiras y de eso no cabe duda. ¿Quién mató a la señora Gillespie, si no fue usted y no fue la hija?

– Dios lo sabe, señora Henderson.

– Resulta que Él sí que lo sabe, así que es una lástima. Porque Él no se lo cuenta a nadie. Está causando muchas molestias por guardarse la información para Él solo.

– Tal vez se suicidó.

– No -replicó la vieja con decisión-. Eso nunca lo creeré. Yo no le diré que me gustara mucho, pero la señora Gillespie no era ninguna cobarde.

Sarah supo que Joanna estaba en Cedar House, a pesar del terco silencio que respondió a su llamada al timbre. Había visto el resuelto rostro blanco en las sombras del fondo del comedor y la breve expresión que indicaba que la había reconocido, antes de que Joanna se escabullera al pasillo y fuera de su vista. Más que su negativa a abrir la puerta, fue la expresión de reconocimiento lo que despertó el enojo de Sarah. Aquí el problema era Ruth, no el testamento de Mathilda ni los embustes de Jack, y aunque habría podido simpatizar con la reticencia de Joanna a abrirle la puerta a la policía, no podía perdonar que la mantuviese cerrada a la persona que ella sabía que estaba dándole cobijo a su hija. Ceñuda, Sarah se puso en camino por el sendero que rodeaba la casa. ¿Qué clase de persona, se preguntó, ponía su enemistad personal por delante de la preocupación por el bienestar de su hija?

Mentalmente visualizó el retrato en que estaba trabajando Jack. Había atrapado a Joanna en un prisma triangular de espejos, con su personalidad descompuesta como luz refractada. Era una extraordinaria representación de identidad confusa, más aun porque por cada imagen había una sola imagen reflejada en el enorme espejo que rodeaba la tela. Sarah le había preguntado qué representaba esa única imagen.

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