Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Inesperado, desde luego -dijo con tono seco-. Yo había supuesto que Mathilda Gillespie era viuda. Ella nunca mencionó a un esposo o -hizo un cuidadoso hincapié en la siguiente sílaba- ex esposo que estuviese vivo.

– Esposo -gruñó el otro con fuerza-. Seguro que no. Le convenía más que la creyesen viuda.

– ¿Por qué nunca se divorciaron?

– Nunca vimos la necesidad.

– Este pasaporte fue expedido en Hong Kong.

– Naturalmente. Vivo allí desde hace cuarenta años. Trabajé en varios bancos. Regresé al darme cuenta de que no era lugar para acabar mis días. Demasiado miedo ahora. Pekín es impredecible. Incómoda para un hombre de mi edad. -Hablaba con frases cortas en staccato, como alguien que tiene prisa o que se impacienta con las sutilezas sociales.

– ¿Por qué ha venido a verme?

Duggan lo observó con curiosidad. Tenía un aspecto sorprendente, desde luego, con una melena de pelo blanco y una complexión olivácea, marcada por profundas arrugas en torno a los ojos y la boca, pero el examen más atento revelaba la pobreza subyacente en el aspecto superficial de prosperidad. Sus ropas habían sido buenas una vez, pero el tiempo y el uso habían causado estragos, y tanto el traje como el abrigo de pelo de camello estaban afinados por el desgaste.

– Yo habría dicho que resultaba obvio. Ahora está muerta… reclamo lo que es mío.

– ¿Cómo supo que estaba muerta?

– Tengo mis medios.

– ¿Cómo se enteró de que yo era su ejecutor?

– Tengo mis medios.

La curiosidad de Duggan era intensa.

– ¿Y qué es lo que desea reclamar?

El anciano sacó una billetera del bolsillo interior, de ella extrajo unas hojas de papel muy fino, y las desplegó sobre el escritorio.

– Éste es el inventario de los bienes de mi padre. Fue dividido en partes iguales entre sus tres hijos cuando él murió hace cuarenta y siete años. Mi parte eran esos objetos marcados con las iniciales JG. Descubrirá, según creo, que al menos siete de ellos aparecen en el inventario de los bienes de Mathilda. No son suyos. Nunca fueron suyos. Ahora deseo recuperarlos.

Pensativo, Duggan leyó los documentos.

– ¿A qué siete objetos se refiere con precisión, señor Gillespie?

Las enormes cejas blancas se unieron en un feroz fruncimiento.

– No juegue conmigo, señor Duggan. Me refiero, por supuesto, a los relojes. Los dos Thomas Tompion, el Knibbs, el de la caja alargada de caoba del siglo xvii, el relojlira Luis XVI, el pendule d'officier del siglo xviii, y el reloj de crucifijo. Mi padre y mi abuelo eran coleccionistas.

Duggan unió las manos por encima del inventario.

– ¿Puedo preguntarle por qué cree que alguna de estas cosas figura en el inventario de los bienes de la señora Gillespie?

– ¿Está diciéndome que no están?

El abogado evitó la respuesta directa.

– Si le he entendido correctamente, usted ha estado ausente de este país durante cuarenta años. ¿Cómo es posible que sepa lo que podría o no haber estado en posesión de su esposa el día en que murió?

El viejo profirió un bufido.

– Esos relojes eran la única cosa de valor que yo tenía, y Mathilda se tomó grandes molestias para robármelos. Estoy seguro de que no los habría vendido.

– ¿Cómo podía robárselos su esposa, si todavía estaban casados?

– Me los quitó con un truco, entonces, pero aun así fue un robo.

– Me temo que no lo entiendo.

Gillespie sacó de su bolsillo una carta enviada por correo aéreo y se la entregó.

– Se explica por sí sola, según creo.

Duggan desplegó la carta y leyó las lacónicas líneas. La dirección era Cedar House, y la fecha abril de 1961.

Querido James,

Lamento tener que decirte que durante el robo sufrido aquí durante la Navidad, se llevaron muchas cosas de valor, incluida tu colección de relojes. Hoy he recibido un cheque de compensación de la compañía de seguros y te incluyo el resguardo donde se ve que he recibido 23.500 libras. También adjunto un cheque por 12.000 libras, que era el valor del seguro de tus siete relojes. Compraste mi silencio al dejarme los relojes, y te los reembolso porque tengo miedo de que un día puedas regresar a reclamarlos. Te enfadarías mucho, pienso, al descubrir que te he engañado una segunda vez. Espero que esto signifique que no tengamos necesidad de volver a comunicarnos.

Tuya,

Mathilda.

El afable rostro de Duggan volvió a alzarse con asombro.

– Continúo sin entender.

– No fueron robados, ¿verdad?

– Pero ella le pagó doce mil libras por ellos. Era una pequeña fortuna en 1961.

– Fue un fraude. Me dijo que habían robado los relojes cuando no fue así. Acepté el dinero de buena fe. Nunca se me ocurrió que estuviera mintiendo. -Golpeó el suelo con su bastón, enfadado-. Hay dos maneras de mirarlo. Una, ella misma robó los relojes y estafó a la compañía de seguros. Un delito, según creo. Dos, robaron otras cosas por valor de veintitrés mil libras y ella vio la oportunidad de quitarme los relojes. También un delito. Eran de mi propiedad. Son estimaciones aproximadas, claro, basadas sólo en las descripciones del inventario, pero estamos hablando de más de cien mil libras en subasta, probablemente mucho más. Quiero recuperarlos, señor.

Duggan consideró el asunto por un momento.

– No creo que la situación sea tan clara como usted parece pensar, señor Gillespie. Existe la obligación de presentar pruebas, en este caso. Primero, tiene que demostrar que la señora Gillespie lo estafó deliberadamente; segundo, tiene que demostrar que los relojes que se encuentran entre los bienes de la señora Gillespie son los mismos relojes exactos que le dejó su padre.

– Usted ha leído ambos inventarios. ¿Qué otra cosa podrían ser?

Por el momento, Duggan evitó la pregunta de cómo sabía James Gillespie que había un inventario, y lo que éste contenía. Una vez mencionado, iba a ser una cuestión muy desagradable.

– Relojes similares -replicó sin rodeos-. Quizás incluso los mismos relojes, pero tendrá que demostrar que ella no volvió a comprarlos en un momento posterior. Digamos que la colección fue robada y que ella le envió compensación como debía. Digamos que, luego, ella se puso a reemplazar la colección porque se había aficionado al coleccionismo de relojes. Con todo derecho podría haber usado su propio dinero para comprar relojes similares en subasta. En esas circunstancias, usted no tendría ningún derecho en absoluto sobre ellos. También existe el innegable hecho de que usted tenía el deber, que le incumbía como propietario, de establecer a su satisfacción que el dinero que se le pagó en 1961 representaba una compensación plena y justa por parte de la compañía de seguros por el robo de sus pertenencias. Al aceptar doce mil libras, señor Gillespie, hizo efectivamente eso. Abandonó los relojes para embarcarse hacia Hong Kong, aceptó una generosa compensación por ellos sin decir una palabra, y sólo desea recuperarlos ahora porque después de cuarenta años cree que podría haber merecido la pena conservarlos. Admito que es un terreno poco claro, que requerirá consejo profesional, pero así, de pronto, yo diría que no tiene nada a lo que agarrarse. Es un refrán antiguo, pero cierto. La posesión es nueve partes de la ley.

Gillespie no se dejaba intimidar con tanta facilidad.

– Lea los diarios de ella -gruñó-. Ellos demostrarán que me los robó. No podía resistir dar voces para sí misma, era el problema de Mathilda. Lo anotaba todo en esas miserables páginas, y luego las leía una y otra vez para recordarse lo lista que era. No habrá dejado fuera un triunfo como éste. Lea los diarios.

El hombre más joven conservó su rostro deliberadamente impasible.

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