Dice que soy una avara. Bueno, probablemente lo sea. El dinero ha sido un buen amigo para mí y lo guardo con tanto celo como otros guardan sus secretos. Bien sabe Dios que tuve que usar hasta la última pizca de la astucia que poseía para adquirirlo. Si las mortajas tuvieran bolsillos, me lo llevaría y «¡al infierno con la lealtad!». No somos nosotros quienes poseemos a nuestros hijos, sino ellos quienes nos poseen. Lo único que lamento de morir es que no veré la cara que pondrá Sarah cuando se entere de lo que le he dejado. Pienso que eso será divertido.
Hoy, el viejo Howard me ha citado a Hamlet: «Nos encaminamos a ganar un pequeño trozo de tierra que no tiene más beneficio que el nombre». Yo me eché a reír -a veces es el viejo bruto más entretenido-, y le contesté con una frase de El mercader de Venecia: «Bien pagado es quien bien satisfecho queda…».
Violet Orloff buscó a su esposo en él salón, donde estaba mirando las primeras noticias de la noche en el televisor. Bajó el volumen y detuvo su anguloso cuerpo ante la pantalla.
– Estaba mirándolo -dijo él con suave reprobación.
Ella no le hizo caso.
– Esas dos mujeres horribles de al lado han estado gritándose como un par de pescaderas, y pude oír cada palabra. Deberíamos de haber seguido el consejo del tasador e insistido en tener una pared doble a prueba de sonido. ¿Qué va a pasar si se la venden a unos hippies o a gente que tenga hijos pequeños? Vamos a volvernos locos con sus peleas.
– Espera y veremos -dijo Duncan mientras cruzaba sus regórdetas manos sobre el amplio regazo.
Nunca podía entender cómo era posible que la avanzada edad, que a él le había proporcionado serenidad, a Violet le había traído sólo una agresiva frustración. Se sentía culpable por ello. Sabía que nunca debería de haberla llevado de vuelta a vivir en semejante proximidad con Mathilda. Era como poner una margarita junto a una orquídea e invitar a la comparación.
Ella lo miró con expresión ceñuda.
– ¡Puedes ser tan irritante a veces! Si esperamos y ya veremos, será demasiado tarde como para hacer nada. Creo que deberíamos exigir que se hiciera algo antes de que la vendan.
– ¿Has olvidado -le recordó él con amabilidad- que si pudimos pagar esta casa en primer lugar fue precisamente porque no había insonorización y Mathilda consintió en rebajarla cinco mil libras cuando el tasador señaló la deficiencia? Difícilmente nos hallamos en posición de exigir nada.
Pero Violet no había acudido a discutir de exigencias.
– Pescaderas -repitió-, chillándose la una a la otra. Al parecer, ahora la policía piensa que Mathilda fue asesinada. ¿Y sabes qué ha llamado Ruth a su madre? Puta. Dijo que sabía que su madre hacía de puta en Londres. Bastante peor, de hecho. Dijo que Joanna era -su voz bajó hasta un susurro mientras sus labios, con un movimiento exagerado, formaron las palabras-, una puta jodedora.
– Buen Señor -dijo Duncan Orloff, sacado de su serenidad por el sobresalto.
– Puedes decirlo. Y Mathilda pensaba que Joanna estaba loca, y Joanna intentó asesinar a Ruth, y está gastando su dinero en algo que no debería y, lo peor de todo, Ruth estuvo en la casa la noche en que murió Mathilda y se llevó los pendientes de Mathilda. Y -dijo con un particular énfasis, como si no hubiera dicho «y» varias veces-, Ruth ha robado también otras cosas. Es obvio que no le han contado nada de eso a la policía. Creo que deberíamos informarles.
Él parecía levemente alarmado.
– ¿Te parece que es asunto nuestro, querida? Al fin y al cabo, nosotros tenemos que continuar viviendo aquí. Odiaría que pasaran más cosas desagradables. -Lo que Duncan llamaba serenidad, otros lo llamaban apatía, y el escándalo organizado hacía dos semanas por los alaridos de Jenny Spede le había resultado en extremo perturbador. Ella lo miró con fijos ojillos astutos.
– Tú sabías desde el principio que había sido un asesinato, ¿verdad? Y sabes quién lo hizo.
– No seas absurda -replicó, con un rastro de enojo en la voz. Ella dio un furioso golpe con el pie contra el suelo.
– ¿Por qué insistes en tratarme como a una niña? ¿Te crees que no lo sabía? Lo he sabido durante cuarenta años, hombre estúpido. Pobre Violet. La segunda en todo. Siempre la segunda. ¿Qué te dijo ella, Duncan? -Sus ojos se entrecerraron hasta ser dos rendijas-. Ella te dijo algo. Sé que lo hizo.
– Has estado bebiendo otra vez -replicó él con frialdad.
– Tú nunca acusaste a Mathilda de beber, pero es que ella era perfecta. Incluso borracha, Mathilda era perfecta. -Se tambaleó muy levemente-. ¿Vas a informar de lo que he oído? ¿O tendré que hacerlo yo? Si Joanna o Ruth la asesinaron, no merecen salir con bien. Espero que no vayas a decirme que no te importa. Yo sé que te importa.
Por supuesto que le importaba -era sólo Violet la persona por la que sentía una aparatosa indiferencia- pero, ¿es que no tenía ella ningún sentido de la autoconservación?
– Imagino que Mathilda no fue asesinada por diversión -dijo, sosteniéndole la mirada durante un momento-, así que te insto a ser muy cautelosa en lo que digas y en cómo lo digas. En general, creo que sería mejor que lo dejaras en mis manos. -Pasó el brazo más allá de ella para subir el volumen del televisor-. Es el informe del tiempo -observó, haciéndole un gesto grave para que se apartara a un lado, como si las presiones atmosféricas del día siguiente en todo el Reino Unido tuvieran algún interés para un anciano gordo, blando, que nunca se movía de su sillón si podía evitarlo.
Ruth le abrió la puerta a Jack con una expresión malhumorada en sus oscuros ojos.
– Esperaba que no regresaría -dijo sin rodeos-. Ella siempre consigue lo que quiere.
Él le sonrió.
– También yo.
– ¿Sabe su esposa que está aquí?
El entró en el vestíbulo pasando ante ella, apoyó la tela de Joanna contra una pared y dejó en el suelo el maletín.
– ¿Es eso asunto tuyo?
Ella se encogió de hombros.
– Ella es quien tiene el dinero. Todos perderemos si usted y mamá la sacan de quicio. Tienen que estar locos.
Él se sintió divertido.
– ¿Esperas que yo vaya a lamerle el culo a Sarah para que tú puedas darte la buena vida? Olvídalo, tesoro. La única persona por la que yo lamería un culo sería por mí mismo.
– No me llame tesoro -le espetó ella.
Los ojos de él se entrecerraron.
– Entonces, no me juzgues por tus propias pautas. El mejor consejo que puedo darte, Ruth, es que aprendas un poco de sutileza. No hay nada más disuasor que una mujer descarada.
A pesar de toda su madurez exterior, todavía era una niña. Se le llenaron los ojos de lágrimas.
– Le odio.
Él la estudió con curiosidad durante un momento, y luego se marchó en busca de Joanna.
Nadie podía acusar a Joanna de carecer de sutileza. Era una mujer de inteligencia en palabras, vestido y acto. Ahora se encontraba sentada en el salón suavemente iluminado, con un libro abierto en el regazo, el rostro impasible y el cabello como un halo plateado en la luz que manaba de la lámpara de mesa. Sus ojos se alzaron un breve instante en dirección a Jack cuando él entró, pero no dijo nada y sólo le hizo un gesto en dirección al sofá para que se sentara. Él prefirió quedarse de pie junto a la repisa de la chimenea, para observarla. Pensaba en ella en términos de hielo. Glacial. Deslumbrante. Estática.
– ¿En qué estás pensando? -preguntó ella tras largo rato de silencio.
– Mathilda tenía razón con respecto a tí.
No hubo expresión ninguna en los ojos grises de ella.
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