Cooper adelantó una silla y se la ofreció a Sarah. Ella negó con la cabeza, así que la ocupó él mismo con un suave suspiro de alivio. Estaba haciéndose demasiado viejo como para permanecer de pie cuando había un asiento disponible.
– Seré sincero con usted, señor; de momento no puedo hacerle ningún encargo.
– Lo sabía -dijo Jack con desprecio-. Usted es como esa bola de fango de Matthews. -Imitó el sonsonete gales del acento del vicario-. Me encanta su obra, Jack, sin duda, pero soy un hombre pobre, como usted sabe. -Se golpeó con un puño la palma de la mano contraria-. Así que le ofrecí una de mis primeras obras por un par de miles, y el bastardo intentó negociar conmigo para que se lo rebajara a unos miserables trescientos. ¡Jesús, lloraba! -gruñó-. A él le pagan más que eso por unos pocos sermones piojosos. -Le echó una mirada feroz al sargento-. ¿Por qué todos ustedes esperan algo a cambio de nada? No veo que acepten ustedes una reducción de salario -le echó una mirada a Sarah-, ni la veo a mi esposa, ya que estamos. Pero es que a ustedes les paga el Estado, mientras que yo tengo que matarme a trabajar.
Cooper tenía en la punta de la lengua la observación de que Blakeney había escogido el camino que estaba siguiendo, y que nadie lo había obligado a ello. Pero se contuvo. Había tenido demasiadas discusiones hirientes con sus propios hijos sobre el mismo tema, como para querer repetirlas con un extraño. En cualquier caso, el hombre no le había entendido bien. Deliberadamente, según sospechaba.
– No estoy en posición de encargarle nada en este momento, señor -dijo, haciendo un cuidadoso hincapié-, porque estaba usted estrechamente relacionado con una mujer que podría o no haber sido asesinada. Si yo le entregara dinero, por la razón que fuese, resultaría en extremo perjudicial para sus posibilidades en el tribunal si fuera lo bastante desafortunado como para comparecer ante él. Será una cuestión por completo diferente cuando nuestras investigaciones hayan concluido.
Jack lo contempló con repentino afecto.
– Si fuera yo quien le pagara a usted dos mil libras, puede que tuviera razón, pero no en el caso contrario. Es su propia posición la que está salvaguardando, no la mía.
Cooper volvió a reír entre dientes.
– ¿Me culpa por ello? Es probable que resulte demasiado optimista, pero todavía no he renunciado al ascenso, y los que sobornen a sospechosos de asesinato caerán como una bala de plomo con mi gobernador. El futuro tiene un aspecto muchísimo más brillante si uno llega a inspector.
Jack lo estudió con atención durante varios segundos, y luego cruzó los brazos sobre el deslucido jersey que llevaba puesto. Sintió simpatía hacia aquel detective rotundo, bastante atípico, de jovial sonrisa.
– Bien, pues, ¿cuál era su pregunta? ¿Por qué Mathilda posó para mí con la mordaza de la chismosa en la cabeza? -Miró el retrato-. Porque ella dijo que representaba la esencia de su personalidad. Y la verdad es que tenía razón. -Sus ojos se entrecerraron, evocadores-. Supongo que la manera fácil de describirla es decir que estaba reprimida, pero su represión funcionaba en ambos sentidos. -En sus labios apareció una leve sonrisa-. Tal vez siempre es así. Sufrió abusos cuando era niña y creció con la incapacidad de sentir o expresar amor, así que ella misma se convirtió en agresora. Y el símbolo de sus abusos, tanto activos como pasivos, era la mordaza. Se la pusieron a ella y ella se la ponía a su hija. -Sus ojos se desviaron hacia Sarah-. Lo irónico es que también era un símbolo de su amor, según creo, o de esos ceses de las hostilidades que en la vida de Mathilda pasaban por amor. A Sarah la llamaba su mordaza de la chismosa, y lo decía como elogio. Decía que Sarah era la única persona que jamás hubiera conocido que había ido a verla sin prejuicios y la aceptaba como era. -Sonrió con expresión cordial-. Yo intenté explicarle que eso no era una cosa digna de aplauso… Sarah tiene muchas debilidades, pero la peor de todas según mi opinión es su disposición cándida a aceptar a todo el mundo según la propia valoración de cada cual… pero Mathilda se negaba a oír una sola palabra dicha en contra de ella. Y eso es todo lo que sé -acabó con tono de ingenuidad.
El detective Cooper decidió en secreto que Jack Blakeney era probablemente uno de los hombres menos ingenuos que jamás hubiese visto, pero le siguió la corriente por sus propias razones nada ingenuas.
– Eso me servirá de mucho, señor. Yo no conocí personalmente a la señora Gillespie, y es de gran importancia para mí entender su carácter. ¿Diría usted que era el tipo de persona que podría suicidarse?
– Sin duda alguna. Y también lo haría con un cuchillo Stanley. Hallaba tanta diversión en hacer un mutis como en hacer una entrada. Posiblemente más. Si ahora nos está observando a los tres examinar los huesos de su cadáver, estará abrazándose con deleite. Se hablaba de ella en vida porque era una loba, pero eso no es nada comparado con la forma en que se está hablando de ella una vez muerta. Le encantaría cada momento de suspenso.
Cooper miró a Sarah con el ceño fruncido.
– ¿Está de acuerdo, doctora Blakeney?
– Tiene un tipo de lógica absurda, ¿sabe? Ella era así, en efecto. -Pensó durante un instante-. Pero ella no creía en la vida después de la muerte, o en todo caso sólo en la de variedad gusano, que significa que todos somos caníbales. -Sonrió ante la expresión de asco de Cooper-. Un hombre muere y es comido por los gusanos, los gusanos son comidos por los pájaros, los pájaros son comidos por los gatos, los gatos defecan sobre las verduras, y nosotros nos comemos las verduras. O cualquier otra cadena que se le antoje. -Volvió a sonreír-. Lo siento, pero ésa era la visión que Mathilda tenía de la muerte. ¿Por qué iba a desperdiciar su último, gran mutis? Creo con sinceridad que lo habría prolongado a costa de cualquier cosa y, en el proceso, haría bailar a tanta gente como pudiera. Tomemos el vídeo, por ejemplo. ¿Por qué quería que le agregaran títulos de crédito y música si sólo iba a verse después de su muerte? Ella iba a mirarlo personalmente, y si alguien entraba mientras estaba haciéndolo, mejor que mejor. Tenía intención de usarlo como palo para azotar a Joanna y Ruth. Tengo razón, ¿verdad, Jack?
– Es probable. Por lo general la tienes. -Habló sin ironía-. ¿De qué vídeo estamos hablando?
Sarah había olvidado que él no lo había visto.
– El mensaje postumo de Mathilda a su familia -replicó ella con una sacudida de cabeza-. Por cierto, que te habría encantado. Se parecía bastante a Cruela de Vile, de Los ciento un dálmatas. Alas de color negro a los lados de una lista blanca, nariz como un pico, y boca como una línea fina. Muy propio para pintarlo. -Frunció el entrecejo-. ¿Por qué no me dijiste que la conocías?
– Habrías interferido.
– ¿Cómo?
– Habrías encontrado la manera -dijo él-. No puedo pintar a la gente cuando te pones a balar en mis oídos tus propias interpretaciones de las personas. -Habló con un falsete burlón-. Pero a mí me cae bien, Jack. Es muy agradable. No es ni la mitad de mala que todos dicen que es. Es una blanda de corazón.
– Yo nunca hablo así -contestó ella con tono de rechazo.
– Deberías de escucharte de vez en cuando. El lado oscuro de la gente te asusta, así que cierras los ojos ante él.
– ¿Es malo, eso?
Jack se encogió de hombros.
– No si quieres una existencia sin pasión.
Ella lo estudió con aire pensativo durante un momento.
– Si la pasión significa enfrentamiento, entonces sí, prefiero una existencia sin pasión. Yo pasé por la desintegración del matrimonio de mis padres, ¿recuerdas? Iría muy lejos para evitar la repetición de esa experiencia.
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