Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Dios mío, Jack, si supieras lo a punto que estoy de hundirte el puño en esa barriga satisfecha de sí misma… -gritó Sarah con ojos coléricos.

– Ah -murmuró él-, pasión al fin. -Se puso de pie y se le acercó, con las manos muy abiertas en una invitación a que lo hiciera-. Hazlo. Es toda tuya.

Ella lo pilló por sorpresa y le propinó un rodillazo en la entrepierna.

– La próxima vez -dijo a través de dientes apretados- te romperé la tela de Mathilda en la cabeza. Y eso sería una lástima porque probablemente es lo mejor que jamás hayas hecho.

– ¡Maldición, mujer, eso duele! -rugió él, aferrándose los testículos y derrumbándose de vuelta sobre el banco-. Yo pedía pasión, no una jodida castración.

Los ojos de Sarah se entrecerraron.

– Se supone que debía hacerte daño, cretino. No pienses siquiera en ponerle las manos encima al dinero de Mathilda. Y desde luego no vas a obtener ni un penique del mío, si puedo evitarlo. ¿Mitad y mitad? Tienes una posibilidad condenadamente magra. Venderé y lo donaré a un hogar para gatos antes que verte llevando una vida de príncipe a costa de mi duro trabajo.

Él metió los dedos dentro del bolsillo de los pantalones Levi's y sacó un papel doblado.

– Mi contrato con Mathilda -dijo mientras se lo tendía con una mano y se masajeaba delicadamente con la otra-. La estúpida vieja la palmó antes de pagarme, así que calculo que sus ejecutores me deben diez mil libras y que su heredera se queda con el cuadro. Jesús, Sarah, me siento verdaderamente mal. Creo que me has hecho una grave lesión.

Ella hizo caso omiso de él para leer lo que decía el papel.

– Esto parece auténtico -dijo.

– Es auténtico. Keith lo redactó.

– No me dijo nada.

– ¿Por qué iba a hacerlo? No era asunto tuyo. Sólo espero tener algún derecho a los bienes. Por la forma en que está funcionando mi suerte, es probable que el contrato sea inválido por haber muerto ella.

Sarah le entregó el papel al sargento detective Cooper.

– ¿Qué le parece? Sería una lástima que Jack tuviera razón. Es su segunda venta importante.

«Se sentía genuinamente contenta por el bastardo -pensó Cooper con sorpresa-. ¡Qué pareja tan peculiar eran!» Se encogió de hombros.

– No soy un experto, pero siempre he entendido que deben satisfacerse las deudas de una herencia. Si le hubiese suministrado alfombras nuevas que ella no hubiera pagado, es de suponer que la deuda sería cubierta. No veo por qué la pintura tiene que ser diferente, en particular si el modelo es la persona fallecida. No se da el caso de que pueda vendérsela a ninguna otra persona, ¿verdad? -Miró la tela-. Teniendo en cuenta, claro está, que podría tener problemas para demostrar que se trata de la señora Gillespie.

– ¿Dónde tendría que demostrarlo? ¿En el tribunal?

– Posiblemente.

Sus ojos brillaron y chasqueó los dedos para indicar que le devolvieran el contrato.

– Confío en tí, Sarah -dijo mientras se metía el papel en el bolsillo.

– ¿Para que haga qué?

– Para que les digas a los ejecutores que no paguen, claro. Para que les digas que no crees que se trate de Mathilda. Necesito la publicidad de una batalla legal.

– No seas estúpido. Yo sé que es Mathilda. Si el contrato obliga legalmente a sus herederos, tendrán que pagar.

Pero él no la escuchaba. Metió las pinturas, pinceles, frascos de trementina y de aceite de linaza en un maletín, y luego quitó la tela de Joanna Lascelles del caballete.

– Tengo que marcharme. Mira, no puedo llevarme el resto de las cosas porque todavía no he encontrado un estudio, pero intentaré volver a buscarlo durante la semana. ¿Te parece bien? Sólo he venido a recoger un poco de ropa. He estado durmiendo en el coche y todo esto huele bastante mal. -Avanzó con pasos silenciosos hacia la puerta, con el maletín colgado del hombro y el cuadro en una mano.

– Un momento, señor Blakeney. -Cooper se puso de pie y le bloqueó el paso-. Todavía no he terminado con usted. ¿Dónde estaba la noche en que murió la señora Gillespie?

Jack le echó una mirada fugaz a Sarah.

– En Stratford -replicó con frialdad-, con una actriz llamada Sally Bennedict.

Cooper no alzó la mirada; se limitó a lamer la punta del lápiz y anotar el nombre en su libreta.

– ¿Y cómo puedo conectar con ella?

– A través de la Royal Shakespeare Company. Está representando a Julieta en una de sus producciones.

– Gracias. Como persona que posee pruebas materiales, debo advertirle que si tiene intención de continuar durmiendo en el coche, se le solicitará que se presente en la comisaría de policía cada día, porque si no lo hace me veré obligado a solicitar una orden. También necesitamos sus huellas dactilares para poder aislar las suyas de las otras que encontramos en Cedar House. Habrá un equipo de huellas dactilares en la parroquia de Fontwell el miércoles por la mañana, pero si no acude allí tendré que disponer las cosas de forma que acuda a la comisaría de policía.

– Estaré allí.

– ¿Y cuál será su paradero entre tanto, señor?

– Envíe lo que sea a la atención de Joanna Lascelles, Cedar House, Fontwell. -Empujó la puerta con un pie hacia el recibidor y se deslizó por la abertura. Estaba claro que era una cosa que había hecho muchas veces antes, a juzgar por los arañazos y marcas que había en la pintura.

– ¡Jack! -lo llamó Sarah.

Él se volvió a mirarla. Sus cejas se alzaron con expresión interrogativa.

Ella hizo un gesto hacia el retrato de Mathilda.

– Felicitaciones.

Él le dedicó una sonrisa extrañamente íntima antes de dejar que la puerta se cerrara de golpe a sus espaldas.

Los dos, a solas en el estudio, escucharon los pasos de él en las escaleras cuando subía en busca de ropa.

– Es una ley en sí mismo, ¿verdad? -comentó Cooper, y chupó su cigarrillo con aire meditativo.

– Uno de los seres grandiosos de la vida -replicó Sarah, repitiendo conscientemente la descripción que Jack había hecho de Mathilda-, y alguien con quien resulta muy difícil convivir.

– Eso puedo verlo. -Se inclinó para aplastar la colilla contra el borde de la papelera-. Pero es igualmente difícil vivir sin él, me imagino. Deja algo así como un vacío tras de sí.

Sarah apartó los ojos de él para mirar por la ventana. No podía ver nada, por supuesto, ya estaba muy oscuro en el exterior, pero el policía veía su reflejo en el cristal con la misma claridad que si se tratara de un espejo. Habría hecho mejor, pensó, manteniendo la boca cerrada, pero había una sinceridad en los Blakeney que resultaba contagiosa.

– No siempre es así -dijo Sarah-. Es raro en él ser tan directo, pero no estoy segura de si actuó así para usted o para mí. -Guardó silencio, consciente de que estaba expresando sus pensamientos en voz alta.

– Para usted, por supuesto.

Oyeron que la puerta delantera se abría y cerraba.

– ¿Por qué «por supuesto»?

– Yo no lo he herido.

Los ojos reflejados de ambos se encontraron en el cristal de la ventana.

– La vida es un asco, ¿no le parece, sargento?

Las exigencias económicas de Joanna están volviéndose insaciables. Dice que es culpa mía que no consiga encontrar un empleo, culpa mía que su vida esté vacía, culpa mía que tuviera que casarse con Steven y también culpa mía que haya cargado con un bebé que no quería. Yo me contuve para no decirle que no había visto la hora de meterse en la cama del judío y que la pildora había estado en las farmacias durante años antes de que ella se permitiera quedar embarazada. Me sentí tentada de catalogar los infiernos por los que yo pasé: la violación de mi inocencia, el matrimonio con un pervertido, un segundo embarazo cuando apenas me había recuperado del primero, el valor que requirió salir de un abismo de desesperación que ella no podría ni comenzar a imaginar. No lo hice, por supuesto. Ella ya me alarma lo suficiente, como están las cosas, con su frígida antipatía hacia mí y hacia Ruth. Me aterra pensar en cómo reaccionaría si llegara a descubrir que Gerald era su padre.

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