Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Sarah le entregó la copa.

– ¿De quién?

– Anónima.

– ¿Qué dice?

– Que usted asesinó a un anciano llamado Victor Sturgis por su escritorio de nogal.

Sarah hizo una mueca.

– La verdad es que me dejó su escritorio, y que es bonito. La enfermera jefe me lo dio después de su muerte. Dijo que él quería que lo tuviera yo. Me sentí muy conmovida. -Alzó unas cansadas cejas-. ¿Decía cómo lo maté?

– La vieron ahogándolo.

– Tiene sentido, de una forma horrible. Yo estaba intentando sacarle la dentadura de la garganta. El pobre anciano se la tragó al quedarse dormido en su silla. -Suspiró-. Pero ya estaba muerto antes de que yo comenzara siquiera. Tenía la vaga idea de intentar la respiración boca a boca si podía desbloquearle las vías respiratorias. Supongo que, desde lejos, puede haber parecido que estaba ahogándolo.

Cooper asintió con la cabeza. Ya había comprobado la historia.

– Hemos recibido unas cuantas cartas, por una u otra vía, y no todas hacen referencia a usted. -Sacó un sobre del bolsillo y se loentregó-. Ésta es la más interesante. Vea qué puede sacar de ella.

– ¿Debería de tocar la carta? -preguntó ella, dubitativa-. ¿Qué hay de las huellas dactilares?

– Bueno, eso resulta interesante de por sí. Quienquiera que la haya escrito llevaba guantes.

Sarah sacó la carta del sobre y la desdobló sobre la mesa. Estaba escrita en letras mayúsculas:

Ruth Lascelles estuvo en Cedar House el día en que murió la señora Gillespie. Robó unos pendientes. Joanna sabe que se los llevó. Joanna Lascelles es prostituta en Londres. Pregúntenle en qué se gasta el dinero. Pregúntenle por qué intentó matar a su hija. Pregúntenle por qué la señora Gillespie pensaba que estaba LOCA.

Sarah volvió el sobre para mirar el sello de franqueo. Había sido echada al correo en Learmouth.

– ¿Y no tienen ni idea de quién la escribió?

– Ni la más mínima.

– No puede ser verdad. Usted mismo me dijo que Ruth estaba bajo el vigilante ojo del ama de llaves de su colegio.

Él pareció divertido.

– Como ya le dije, nunca le doy mucha importancia a las coartadas. Si esa joven damita quería escabullirse no veo cómo el ama de llaves iba a poder impedírselo.

– Pero Southcliffe está a cuarenta y ocho kilómetros de distancia -protestó Sarah-. No pudo haber llegado hasta aquí sin un coche.

Él cambió de tema.

– ¿Qué me dice de esta referencia a la locura? ¿Le mencionó alguna vez la señora Gillespie que pensara que su hija estaba loca?

Ella consideró la pregunta durante un momento.

– Locura es un término relativo, carente de significado cuando está fuera de contexto.

Él se mostró imperturbable.

– Así que la señora Gillespie sí que mencionó algo por el estilo, ¿verdad?

Sarah no respondió.

– Vamos, doctora Blakeney. Joanna no es paciente suya, así que no está traicionando ninguna confidencia. Y permítame decirle algo más: ella no está haciéndole ningún favor en este momento. Su punto de vista es que usted tuvo que matar a la anciana a toda prisa antes de que tuviera tiempo de volver a cambiar su testamento, y esas sospechas no se las está guardando para sí.

Sarah jugó con su copa de vino.

– Lo único que Mathilda dijo al respecto fue que su hija era una desequilibrada. Dijo que no era culpa de Joanna, sino que se debía a la incompatibilidad entre los genes de Mathilda y los genes del padre de Joanna. Yo le dije que estaba diciendo disparates pero, en el momento, no sabía que el padre de Joanna era el tío de Mathilda. Supongo que ella estaba preocupada por los problemas de los genes recesivos pero, como no hablamos más del asunto, no podría decírselo con seguridad.

– ¿Endogamia, en otras palabras?

Sarah hizo un ligero encogimiento de hombros para asentir.

– Presumiblemente.

– ¿Le cae bien la señora Lascelles?

– Apenas la conozco.

– Su marido parece llevarse bastante bien con ella.

– Eso es por debajo del cinturón, sargento.

– No entiendo por qué se molesta en defenderla. Le ha clavado un cuchillo hasta la empuñadura.

– ¿La culpa por ello? -Apoyó el mentón en una mano-. ¿Cómo se sentiría usted si en pocas semanas descubriera que es producto de una relación incestuosa, que su padre se suicidó con una sobredosis, que su madre ha muerto violentamente ya sea por su propia mano o por la de otra persona y que, para rematarlo todo, la seguridad a la que estaba habituado estuviese a punto de serle arrebatada y entregada a una desconocida? A mí me parece notablemente cuerda, dadas las circunstancias.

Él bebió un sorbo de su copa.

– ¿Sabía usted algo respecto a que en Londres trabajara como prostituta?

– No.

– ¿O en qué se gasta el dinero?

– No.

– ¿Alguna idea?

– No tiene nada que ver conmigo. ¿Por qué no se lo pregunta directamente a ella?

– Lo he hecho. Me contestó, muy airada, que me metiera en mis propios asuntos.

Sarah rió entre dientes.

– Yo habría hecho lo mismo.

Él la miró fijamente.

– ¿Le ha dicho alguien alguna vez que es demasiado buena para ser de verdad, doctora Blakeney? -Hablaba con un toque de sarcasmo.

Ella le sostuvo la mirada pero no dijo una palabra.

– Las mujeres que se encuentran en su posición derriban la puerta de su rival con el coche de su marido o la emprenden con una sierra eléctrica contra los muebles de su rival. Como muy poco, sienten una aguda amargura. ¿Por qué no le pasa a usted?

– Estoy atareada con mi castillo de naipes -replicó ella, críptica-. Beba un poco más de vino. -Llenó su propia copa y luego la de él-. No está mal, ¿verdad? Es Shiraz australiano, y bastante caro.

Él se quedó con la impresión de que, de las dos mujeres, Joanna Lascelles era la menos desconcertante.

– ¿Habría descrito la relación que tenían usted y la señora Gillespie como amistad? -inquirió.

– Por supuesto.

– ¿Por qué «por supuesto»?

– Describo como amigas a todas las personas que conozco bien.

– Incluida la señora Lascelles.

– No. Sólo la he visto dos veces.

– No lo pensaría así si se oyera hablar.

Sarah sonrió.

– Tengo un sentimiento de compañerismo con respecto a ella, sargento, igual que lo tengo con respecto a Ruth y Jack. Usted no se siente cómodo con ninguno de nosotros. Joanna o Ruth podrían haberlo hecho en caso de no saber que el testamento había sido cambiado. Jack o yo podríamos haberlo hecho en caso de que lo supiéramos. Ante los hechos, Joanna parece la más probable, motivo por el cual usted no deja de hacerme preguntas sobre ella. Imagino que la interrogó con bastante minuciosidad acerca de cuándo se enteró de quién era su padre, así que sabrá que amenazó a su madre con denunciarla. -Lo miró con expresión interrogativa y él asintió con la cabeza-. Momento en el cual, piensa usted, Mathilda dio media vuelta y le dijo, una sola amenaza más como ésta y te dejo fuera del todo. Así que, por desesperación, Joanna narcotizó a su madre con barbitúricos y cortó las muñecas de la anciana, sin saber que Mathilda ya había cambiado el testamento.

– ¿Qué le hace pensar que no me siento cómodo con ese guión?

– Usted me dijo que Joanna estaba en Londres esa noche.

Se encogió de hombros.

– Su coartada es muy endeble. El concierto acabó a las nueve y media, lo que significa que tuvo tiempo de sobras para bajar hasta aquí en coche y matar a su madre. El forense determinó la hora de la muerte en algún momento entre las nueve de la noche del sábado y las tres de la madrugada siguiente.

– ¿Por qué hora se decanta él?

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