Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– ¿A Southcliffe? -inquirió-. ¿El mismo colegio en el que está ahora Ruth?

Ella profirió una carcajada hueca.

– Difícilmente. Mi madre no era tan liberal con su dinero en aquella época. Me envió a un colegio barato de perfeccionamiento que no hacía ningún intento por educar, sino que se limitaba a acicalar las vacas para el mercado vacuno. Mi madre tenía la ambición de casarme con alguien que tuviera título. Es probable -continuó con cinismo- que fuese porque pensaba que un intelectual de clase alta sería tan producto de la endogamia él mismo que no advertiría la locura en mí. -Echó una mirada hacia la puerta-. Se ha gastado muchísimo más dinero en Ruth del que jamás se ha gastado en mí, y no porque mi madre le tuviera cariño, créeme. -Torció la boca-. Fue todo hecho con el fin de aplastar la judía que llevaba dentro después de mi paso en falso con Steven.

– ¿Lo amabas?

– Yo nunca he amado a nadie.

– Te amas a tí misma -dijo él.

Pero Joanna ya se había marchado. La oyó revolver febrilmente en el neceser que tenía en el baño. ¿En busca de qué?, se preguntó. ¿Tranquilizantes? ¿Cocaína? Lo que fuera, no se lo inyectaba. Su piel era inmaculada y hermosa como su rostro.

Sarah Blakeney me dice que su marido es un artista. Un pintor de personalidades. Yo había adivinado que tenía que ser algo de ese tipo. Es lo que yo hubiera escogido para mí misma. Las artes o la literatura.

«También yo he oído hablar bastante de vuestra pintura. Dios os ha dado una cara y vos os hacéis otra.» Cosa bastante extraña, eso podría haber sido escrito para Sarah. Se presenta como persona franca, abierta, con puntos de vista fuertes y decididos y sin contradicciones ocultas, pero en muchos sentidos es muy insegura. Es posible que odie las confrontaciones, que prefiera los acuerdos a los desacuerdos, y que aplaque a los demás si le es posible. Le pregunté de qué tenía miedo y me contestó: «Me enseñaron a ser acomodadiza. Es la maldición de ser mujer. Los padres no quieren quedarse con una solterona entre las manos, así que les enseñan a sus hijas a decir "sí" a todo menos al sexo».

Los tiempos no han cambiado, entonces…

Capítulo 8

Sarah estaba esperando en el exterior del Barclays Bank de Hills Street, cuando llegó Keith Smollett. Ella llevaba el cuello del abrigo subido hasta las orejas y parecía pálida y demacrada en la luz grisácea de noviembre. Él le dio un afectuoso abrazo y la besó en ambas mejillas.

– No te pareces mucho a un anuncio publicitario para ser una mujer a la que acaba de tocarle el bote -observó, sujetándola a la distancia de los brazos y examinándole la cara-. ¿Qué problema tienes?

– No tengo ninguno -replicó ella con brevedad-. Sólo resulta que pienso que en la vida hay algo más que dinero.

Él le sonrió, con su delgado rostro irritantemente compasivo.

– ¿No estaremos hablando de Jack, por casualidad?

– No, no hablamos de él -le espetó ella-. ¿Por qué todo el mundo supone que mi ecuanimidad depende de un canalla frívolo de dos caras cuya única ambición en la vida es dejar preñadas a todas las mujeres que conoce?

– ¡Ah!

– ¿Qué se supone que significa eso? -exigió saber ella.

– Sólo ¡ah! -Puso la mano de ella en torno a su brazo-. Entonces, ¿las cosas están bastante mal de momento? -Hizo un gesto para abarcar la calle-. ¿Hacia dónde queda el despacho de Duggan?

– Colina arriba. Y, no, las cosas no están bastante mal de momento. De momento las cosas están bastante bien. Hacía años que no me sentía tan calma ni tan controlada. -Su árida expresión desmentía las palabras. Dejó que la arrastraran a la calle.

– ¿Ni tan sola, quizá?

– Jack es un bastardo.

– Cuéntame algo que no sepa -rió Keith entre dientes.

– Está viviendo con la hija de Mathilda Gillespie.

Keith aminoró la marcha y la contempló con expresión pensativa.

– ¿Mathilda Gillespie, es decir la adorable anciana que te dejó su fortuna?

Sarah asintió con la cabeza.

– ¿Y por qué tendría que querer vivir con su hija?

– Depende de a quién escuches. Ya porque se siente culpable de que yo, su codiciosa mujer, haya privado a Joanna de su legítimo derecho de nacimiento, o ya porque la está protegiendo a ella y se está protegiendo él mismo de mis puñaladas asesinas asestadas con un cuchillo Stanley. Nadie parece dar crédito a la razón más obvia.

– ¿Que es…?

– Lujuria común y corriente. Joanna Lascelles es muy hermosa. -Señaló una puerta que estaba diez metros más adelante-. Ése es el despacho de Duggan.

Él se detuvo y la atrajo a su lado.

– Déjame aclarar esto. ¿Está diciendo la gente que has asesinado a la vieja por dinero?

– Es una de las teorías que corren por ahí -replicó ella con sequedad-. Mis pacientes están abandonándome en masa. -Las lágrimas destellaron en sus pestañas-. Es la peor de las situaciones, si quieres que te diga la verdad. Algunos de ellos incluso cruzan la calle para evitarme. -Se sonó la nariz con gesto agresivo-. Y tampoco a mis colegas les gusta mucho. Sus consultorios están a rebosar mientras que los míos están vacíos. Si esto continúa, me quedaré sin trabajo.

– Eso es absurdo -dijo él con enojo.

– No más absurdo que el hecho de que una vieja le deje todo lo que tiene a una persona prácticamente desconocida.

– Ayer hablé con Duggan por teléfono. Dijo que estaba claro que la señora Gillespie te tenía mucho cariño.

– Yo te tengo mucho cariño a tí, Keith, pero no tengo intención de dejarte todo mi dinero. -Se encogió de hombros-. Es probable que no me sorprendiera que me dejase cien libras o incluso su mordaza, pero que me haya dejado todo lo que tenía sencillamente carece de sentido. Yo no hice nada para merecerlo, excepto reír sus chistes de vez en cuando y prescribirle algunos analgésicos.

Él se encogió de hombros a su vez.

– Quizás eso fue suficiente.

Ella negó con la cabeza.

– La gente no deshereda a su familia en favor de una conocida superficial que aparece una vez por mes durante media hora. Es una completa locura. Los hombres viejos embobados con muchachas jóvenes pueden ser lo bastante estúpidos como para hacerlo, pero no las viejas endurecidas como Mathilda. Y, si tenía ese tipo de inclinación, ¿por qué no se lo dejó a Jack? Según él, la conocía tan bien como para que lo dejara pintarla desnuda.

Keith se sintió irritado de un modo irracional al abrir la puerta de Duggan, Smith and Drew y conducir a Sarah al interior. Había, pensó, algo profundamente ofensivo en que Jack Blakeney persuadiera a una pobre vieja de que se desnudara para él. Y, de todas formas, ¿por qué iba a querer hacerlo ella? No podía reconciliarse en absoluto con eso. Pero había que tener en cuenta que el atractivo de Blakeney, si existía, se perdía por completo para Keith. Prefería a las personas de tipo convencional que contaban anécdotas divertidas, pagaban sus propias bebidas y no creaban situaciones difíciles por hablar a destiempo. Se consoló con la idea de que la historia no era cierta. Pero en el fondo sabía que tenía que serlo. Lo que era de verdad perjudicial en el caso de Jack era que las mujeres sí que se quitaban la ropa para él.

La reunión se prolongó interminablemente, demorada por detalles técnicos sobre la legislación de provisión familiar de 1975 la cual, como Duggan le había advertido a Mathilda, podría darle a Joanna, como dependiente, el derecho a reclamar una provisión razonable para manutención.

– Ella hizo caso omiso de mi consejo -explicó él-, y me dio instrucciones para que redactara su testamento dejándole a usted todas sus posesiones en el momento de su muerte. Sin embargo, yo considero que a la vista de la pensión que ella le pasaba a su hija y del hecho de que la señora Lascelles no es dueña de su propio apartamento, tiene un buen argumento para solicitar manutención ante la justicia. En cuyo caso vale la pena considerar ahora, sin prejuicio, una suma global. Sugiero que en esto sigamos la opinión del abogado.

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