Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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– Supongo que te ha enviado Sarah.

Keith fingió no ver la mano y en cambio contempló el saco de dormir abandonado en un desordenado montón en una esquina, y luego desplazó una silla.

– No -dijo al tiempo que se sentaba-. La he dejado en Poole. No sabe que estoy aquí. He venido para intentar hablar y meterte dentro un poco de sensatez. -Estudió detenidamente el retrato-. La señora Lascelles, supongo.

Jack cruzó los brazos.

– ¿Qué te parece?

– ¿Ella o el retrato?

– Ambas cosas.

– Sólo he visto quince centímetros de ella a través de la rendija de la puerta. -Inclinó la cabeza a un lado para examinar el cuadro-. Te has pasado bastante con los púrpuras. ¿Qué es, una ninfómana? ¿O se trata de un espejismo tuyo?

Jack se sentó con delicadeza en la silla que había delante de Keith -el frío y las maderas del piso estaban haciendo estragos en los músculos de su espalda-, y se preguntó si lo caballeresco sería atizarle a Keith en las narices ahora, o esperar a que el hombre estuviera en guardia.

– No siempre -replicó, respondiendo a la pregunta con seriedad-; sólo cuando está drogada.

Keith digirió esto en silencio durante un momento.

– ¿Se lo has dicho a la policía?

– ¿Si les he dicho qué?

– Que es una drogadicta.

– No.

– En ese caso, pienso que en general sería mejor que no me lo hubieses contado y que yo nunca lo hubiese oído.

– ¿Por qué?

– Porque yo estoy del lado de la ley y el orden y no tengo tu libertad para comportarme como me dé la gana.

– No culpes a tu profesión de tu falta de libertad, Smollett -gruñó Jack-. Cúlpate a mismo por venderte. -Hizo un gesto con la cabeza hacia la casa-. Necesita ayuda y la mejor persona para proporcionársela es la única que ella no quiere ver. Sarah, en otras palabras. ¿De qué le va a servir a ella un policía?

– Podría evitar que cometiese otro asesinato.

Pensativo, Jack se frotó el mentón sin afeitar.

– Lo que significa que si es lo bastante degenerada como para consumir drogas, es ipso facto lo bastante degenerada como para matar a su madre. Eso es una mierda, y tú lo sabes.

– Eso le proporciona un móvil visible condenadamente mejor que el que le han cargado a Sarah. Resulta caro alimentar un hábito, por no mencionar los efectos que tiene sobre la personalidad. Si no mató a la vieja por dinero, es probable que resulte lo bastante impredecible como para haberlo hecho por una furia repentina.

– Tampoco tendrías ningún escrúpulo en meterle ese disparate en la cabeza a un abogado de tribunales, ¿verdad? -murmuró Jack.

– Ningún escrúpulo en absoluto, en especial si es el cuello de Sarah el que está al final. -Keith le dio vueltas al cásete entre los dedos, luego tendió la mano para dejarlo junto a la grabadora-. Supongo que sabes que está enferma de preocupación por la posibilidad de perder sus pacientes y ser arrestada por asesinato, mientras tú estás aquí, embobado con una drogadicta ninfómana. ¿Dónde está tu lealtad, hombre?

¿Ésas eran palabras de Sarah?, se preguntó Jack. Esperaba que no. «Embobado» no era una palabra que reconociera como parte del vocabulario de ella. Sarah tenía demasiado respeto por sí misma. Le dedicó un bostezo prodigioso.

– ¿Quiere Sarah que yo regrese? ¿Por eso estás aquí? No me importa admitir que estoy bastante harto de congelarme los cojones en esta miserable humedad.

Keith respiró profundamente por la nariz.

– Yo no sé lo que ella quiere -replicó mientras apretaba los puños sobre las piernas-. He venido aquí porque tenía la absurda idea de que tú y yo podríamos hablar acerca de este lío de una manera adulta sin que ninguno de los dos pinchara al otro. Debería de haber sabido que era imposible.

Jack entrecerró los ojos mirando los puños apretados mientras dudaba de que pudiera provocarse a Keith hasta el punto de usarlos.

– ¿Te ha contado ella por qué quiere el divorcio?

– No con precisión.

Jack entrelazó las manos detrás de la cabeza y miró al techo.

– Se puso en contra de mí desde que tuvo que arreglar un aborto para mi amante. Las cosas han ido de mal en peor desde entonces.

Keith se sintió genuinamente escandalizado. Eso sí que explicaba bien la amargura de Sarah. Con una sacudida de cabeza, se levantó de la silla y terriblemente furioso se detuvo junto a la puerta, mirando hacia el jardín.

– Si no estuviera tan seguro de que perdería, te invitaría ahí fuera para darte una paliza. Eres una mierda, Jack. ¡Jesús! -dijo mientras penetraba en él el pleno significado de lo que el hombre había dicho-. Tuviste el jodido valor de hacer que Sarah asesinase a tu bebé. Es tan condenadamente perverso que apenas puedo creerlo. Es tu esposa, no una mezquina abortista de callejón que sacrifica al por mayor a cambio de dinero. No me extraña que quiera el divorcio. ¿No tienes ni la más mínima sensibilidad?

– Está claro que no -replicó Jack, impasible.

– Yo le advertí que no se casara contigo. -Se volvió aporreando el aire con un dedo porque no tenía el valor para aporrear a Jack con un puño-. Sabía que no duraría, le dije con toda exactitud lo que debía esperar, qué clase de hombre eras, cuántas mujeres habías usado y desechado. Pero no esto. Esto nunca. ¿Cómo pudiste hacer algo semejante? -Estaba casi llorando-. Maldición, yo ni siquiera le hubiese vuelto la espalda al bebé, pero hacer a tu propia esposa responsable de su asesinato… ¡Estás enfermo! ¿Lo sabes? Eres un hombre enfermo.

– Dicho de esa manera, estoy bastante de acuerdo contigo.

– Si me salgo con la mía no sacarás ni un penique del divorcio -dijo con ferocidad-. Te darás cuenta de que voy a contarle esto y asegurarme de que lo use en los tribunales.

– Confío en que lo hagas.

Los ojos de Keith se cerraron con suspicacia.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Significa, Smollett, que espero que repitas al pie de la letra cada palabra de esta conversación. -Su expresión era impenetrable-. Ahora, hazme un favor y lárgate antes de que haga algo que podría lamentar más tarde. Las amistades de Sarah son por completo asunto suyo, por supuesto, pero admito que nunca he comprendido por qué siempre atrae a hombrecillos dominantes que creen que ella es vulnerable. -Cogió la cinta, volvió a meterla en la grabadora y pulsó la tecla «play».

Esta vez fue I never went away, de Richard Rodney Bennett, la que flotó en melancólico esplendor a través del aire.

No matter where I travelled to,

I never went away from you…

I never went away…

Jack cerró los ojos.

– Ahora lárgate -murmuró-, antes de que te arranque los brazos. Y no olvides mencionar el saco de dormir. Eso es un buen muchacho.

Duncan y Violet Orloff son la pareja más absurda. Han pasado toda la tarde en el césped, Duncan profundamente dormido y Violet gorgojeándole una monserga interminable. Ella es como un pajarillo maníaco, girando de modo constante la cabeza de un lado a otro por miedo a los predadores. Como resultado, no miró ni una sola vez a Duncan, y era por completo inconsciente del hecho de que él no estaba escuchando ni una sola palabra de lo que le decía. No puedo decir que lo culpe por actuar así. Violet era una cabeza hueca cuando niña y la edad no la ha mejorado. Todavía no he podido decidir si fue una idea buena o mala la de ofrecerles Wing Cottage cuando Violet escribió para contarme que habían decidido pasar su retiro en Fontwell. «Deseamos tanto volver a casa», fue su forma espantosamente sentimental de expresarlo. El dinero me resultó muy útil, por supuesto -el apartamento de Joanna fue un gasto escandaloso, como lo es la educación de Ruth- pero, tomándolo todo en consideración, debería evitarse tener vecinos. Es una relación que con demasiada facilidad podría descender hasta una intimidad forzada. Violet se propasó la semana pasada y me llamó «cariño», y luego entró en un paroxismo de histeria cuando yo se lo señalé, golpeándose el pecho con las manos y aullando como una campesina. Fue un espectáculo de lo más repugnante. Me inclino a pensar que está volviéndose senil.

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