Minette Walters - La Mordaza De La Chismosa

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Mathilda Gillespie, sesenta y cinco años, ha aparecido muerta. Estaba en la bañera de su casa, con la cabeza cubierta por una peculiar mordaza, a modo de jaula, usada en la Edad Media para castigar a las mujeres chismosas: un sórdido artilugio de represión que iluminaba y al tiempo oscurecía el motivo de su muerte.
Porque la jaula, a su vez, estaba recubierta de flores, como una referencia a la Ofelia muerta de Hamlet: Shakespeare era una de las pasiones de la señora Gillespie. ¿Se podía por tanto deducir que la recargada y morbosa escenografía revelada, junto a la ausencia de signos de violencia, un suicidio? La doctora Sarah Blakeney, medica personal de la anciana y una de sus escasas amigas, no acababan de tenerlo claro. E investigaciones someras ponen de manifiesto viejos y terribles traumas familiares. Así como personas interesadas en la muerte de la señora Gillespie…

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Y así se acordó, aunque para Sarah no fue más que posponer una decisión que ya había tomado.

Keith y Sarah almorzaron en un pequeño restaurante que había al pie de la colina. Keith la contempló por encima del borde de su copa de vino.

– ¿Eso fue una actuación, o tienes de verdad miedo de que te arresten?

Sarah se encogió de hombros.

– ¿Importa eso?

Él pensó en lo profundamente que le había afectado a ella la marcha de Jack. Nunca antes se había encontrado con la amargura de Sarah.

– Por supuesto que importa -dijo sin rodeos-. Estás preocupada, así que te sugiero acompañarte ahora y aclarar las cosas con la policía. ¿Qué sentido tiene desgarrarte por algo que podría no suceder nunca?

Ella le sonrió apenas.

– Era una actuación -dijo-. Me sentía muy harta de que hablaran de mí como si no estuviera presente. Podría haber estado tan muerta como Mathilda. Es el dinero lo que los emociona.

Era injusto, pensó él. Los dos hombres se habían tomado muchas molestias para solidarizarse con Sarah en la difícil situación en que se encontraba, pero ella estaba decidida a ver a todo el mundo como enemigo. «¿Incluido él mismo?» Imposible juzgar. Hizo girar la copa dejando que las suaves luces de pared relumbraran a través del vino.

– ¿Quieres que vuelva Jack? ¿Por eso estás tan enojada? ¿O sólo estás celosa porque ha encontrado a otra?

Sarah volvió a sonreír, una sonrisa amarga que le torció un poco la boca.

– No, Keith. He tenido celos durante años. Celos de su arte, celos de sus mujeres, celos de su talento, celos de él y de su habilidad para deslumbrar a todas las personas que conoce. Lo que siento ahora no se parece en nada a los celos que experimentaba antes. Tal vez estén ahí pero, si lo están, se encuentran tan sepultados debajo de otras muchísimas emociones, que resulta difícil identificarlos.

Keith frunció el ceño.

– ¿Qué quieres decir con su habilidad para deslumbrar a todas las personas que conoce? Yo no puedo soportar a ese hombre, nunca he sido capaz de aguantarlo.

– Pero piensas en él. Sobre todo con irritación y enojo, supongo, pero piensas en él. ¿En cuántos hombres te detienes a pensar con la compulsión que lo haces en el caso de Jack? El policía que va tras mi pista lo expresó con bastante acierto; dijo: «Deja algo así como un vacío tras de sí». -Sostuvo la mirada de Keith-. Constituye una de las mejores descripciones que jamás haya oído de él, porque es verdad. En este momento yo vivo en un vacío y no me gusta. Por primera vez en mi vida no sé qué hacer y eso me asusta.

– En ese caso, reduce las pérdidas y formaliza la separación. Toma la decisión de volver a empezar. La incertidumbre es atemorizadora. La certidumbre nunca lo es.

Con un suspiro, ella apartó el plato a un lado.

– Hablas como mi madre. Tiene una homilía para todas las situaciones, y me pone furiosa. Intenta decirle a un condenado que la certidumbre no es atemorizadora. Dudo de que se muestre de acuerdo contigo.

Keith pidió la cuenta por señas.

– A riesgo de manchar otra vez mi cuaderno, te sugiero que vayas a dar un largo paseo junto al mar y te quites las telarañas de la cabeza. Estás permitiendo que los sentimientos enturbien tu capacidad de juicio. Hay sólo dos cosas que deben recordarse en los momentos como éste: una, fuiste tú quien le dijo a Jack que se marchara, no él a tí; y dos, tenías buenas razones para hacerlo. Por muy sola, rechazada o celosa que te sientas ahora, eso no puede afectar el problema central, a saber, que tú y Jack no os lleváis bien como marido y mujer. Mi consejo es que te busques un esposo decente que te apoye cuando lo necesites.

Ella rió de modo súbito.

– No hay mucha esperanza de eso. Los decentes están todos comprometidos.

– ¿Y quién tiene la culpa de eso? Tuviste tu oportunidad, pero decidiste no aprovecharla. -Le entregó una tarjeta de crédito a la camarera, la observó alejarse hacia la barra, y luego volvió su mirada hacia Sarah-. Supongo que nunca sabrás el daño que me causastes, a menos que el dolor que sientes ahora se parezca en algo al que yo sentí entonces.

Ella no respondió de inmediato.

– ¿Quién está poniéndose sentimental, ahora? -dijo al fin, pero él creyó ver humedad en sus pestañas-. Has olvidado que sólo me encontraste de verdad deseable después de haberme perdido, y que para entonces era ya demasiado tarde.

Y lo trágico es que sabía que ella tenía razón.

La puerta de Cedar House se abrió unos quince centímetros en respuesta al timbrazo de Keith. Él sonrió de modo agradable.

– ¿La señora Lascelles?

Un diminuto fruncimiento arrugó el ceño de ella.

– Sí.

– Soy el abogado de Jack Blakeney. Me han dicho que se aloja aquí.

La mujer no respondió.

– ¿Puedo entrar y hablar con él? He venido especialmente desde Londres.

– No está aquí en este momento.

– ¿Sabe dónde puedo encontrarlo? Es importante. Ella se encogió de hombros Con indiferencia.

– ¿Cómo se llama usted? Le diré que ha venido.

– Keith Smollett.

Ella cerró la puerta.

Violet Orloff, parapetada tras la esquina de la casa, lo llamó por señas cuando regresaba al coche.

– De verdad espero que no vaya usted a pensar que estoy interfiriendo -dijo en voz baja-, pero no he podido evitar oír lo que decía. Ella está de un humor extraño en este momento, no querrá hablar con nadie, y si ha venido especialmente desde Londres… -Dejó el resto de la frase en suspenso.

Keith asintió con la cabeza.

– Es verdad, así que si usted puede decirme dónde está Jack, le quedaré muy agradecido.

Ella echó una nerviosa mirada de soslayo hacia la puerta de Joanna, y luego le hizo un gesto rápido hacia el sendero que rodeaba la esquina más alejada de la casa.

– En el jardín -susurró-. En el cenador. Está usándolo como estudio. -Sacudió la cabeza-. Pero no le diga a ella que yo se lo dije. Yo pensaba que la lengua de Mathilda era maliciosa, pero la de Joanna… -alzó los ojos al cielo-, llama homosexual al señor Blakeney. -Ella le hizo un gesto para que se marchara-. Ahora, dése prisa, o ella lo verá hablando conmigo y Duncan se pondrá furioso. Tiene mucho miedo, ¿sabe?

Algo perplejo por el excéntrico comportamiento, Keith le dio las gracias con un gesto y siguió el mismo sendero que Sarah había recorrido con Ruth. A pesar del frío, las puertas del cenador se hallaban abiertas y pudo oír a una mujer que cantaba una canción de Cole Porter al aproximarse a través del césped. La voz era inconfundible, rica y obsesionante, con un simple acompañamiento de piano.

Every time you say goodbye, I die a little,

Every time you say goodbye, I wonder why a little,

Why the gods above me, who must be in the know,

Think so little of me they allow you to go…

Keith se detuvo en la entrada.

– ¿Desde cuando eres tú un fan de Cleo Laine, Jack? Pensaba que era Sarah la aficionada. -Pulsó el botón de eyección de la grabadora y sacó la cinta para leer la letra manuscrita en la etiqueta frontal-. Bueno, bueno. A menos que esté muy equivocado, ésta es la que yo le grabé antes de que os casarais. ¿Sabe ella que la tienes tú?

Jack lo estudió a través de ojos entrecerrados. Estaba a punto de decirle que se tranquilizara, respuesta que por costumbre daba a las invariables observaciones críticas de Smollett, cuando se lo pensó mejor. Por una vez, se sintió complacido de ver al pomposo bastardo. De hecho, admitió para sí, se sentía tan condenadamente complacido como para cambiar el hábito de los últimos seis años y recibirlo como amigo en lugar de como a un íncubo rompematrimonios. Metió el pincel en un jarro con trementina y se limpió las manos con la parte frontal del jersey, presentándole una palma manchada de pintura como ofrenda de paz.

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