Sarah asintió con la cabeza.
– Y si puede conseguir por medio de halagos que mi esposo atestigüe que yo estaba enterada de antemano de la existencia del testamento, estará segura y a salvo. -Alzó una ceja con aire interrogativo-. Pero según sospecho que está comenzando a descubrir, Jack no es ni tan dócil ni tan carente de honor. Y no cambiaría mucho las cosas, ¿sabe?, si consiguiera convencerlo de que se metiera en la cama con usted. Lo conozco desde hace seis años y si hay algo que puedo decirle de él es que no se le puede comprar. Se valora demasiado alto como para mentir por nadie, por grande que sea la obligación que le impongan.
Joanna profirió una carcajada breve.
– Está usted muy confiada en que yo no haya dormido con él.
Sarah sintió compasión por ella.
– Mi abogado me llamó anoche para decirme que Jack estaba acampado en su cenador, pero estaba segura de todas maneras. Usted está en un momento muy vulnerable ahora, y conozco a mi esposo lo bastante como para saber que él no explotaría eso.
– Habla como si lo admirara.
– Nunca podría admirarlo tanto como él se admira a sí mismo -replicó ella con sequedad-. Espero que esté pasando un frío horroroso ahí fuera. He sufrido durante años por su arte.
– Le he dado una estufa de petróleo -dijo Joanna frunciendo el ceño. Era obvio que el recuerdo la irritaba.
Los ojos de Sarah rebosaron repentinamente de risa.
– ¿Se mostró agradecido?
– No. Me dijo que lo dejara fuera de la puerta. -Miró por la ventana-. Es una persona incómoda.
– Me temo que sí lo es -convino Sarah-. Nunca se le ocurre que las demás personas tengan egos frágiles que necesitan caricias de vez en cuando. Eso significa que una tiene que tomarse su amor como artículo de fe si quiere tener una relación con él. -Profirió una ahogada risa entre dientes-. Y la fe tiene el desagradable hábito de abandonarla a una justo cuando la necesita.
Se produjo un largo silencio.
– ¿Hablaba así con mi madre? -preguntó Joanna, al fin.
– ¿Así, cómo?
Joanna buscó las palabras adecuadas.
– Con tanta… facilidad.
– ¿Quiere decir si me resultaba fácil hablar con ella?
– No. -Había una expresión obsesiva en sus ojos grises-. Quiero decir que si no le tenía miedo.
Sarah se miró las manos.
– No necesitaba tenérselo, señora Lascelles. Verá, ella no podía herirme porque no era mi madre. No había hilos emocionales de los que pudiera tirar cuando le apeteciera; ni secretos familiares compartidos que me pusieran al descubierto para su lengua vituperante; ni debilidades de infancia que ella pudiera explotar en la edad adulta siempre que le apeteciera despreciarme. Si lo hubiese intentado, por supuesto, me habría marchado porque todo eso ya lo soporté de mi madre durante años y no hay ni la más mínima esperanza de que vaya a soportarlo por parte de una extraña.
– Yo no la maté. ¿Es eso lo que ha venido a averiguar?
– He venido a averiguar si podían tenderse puentes.
– ¿Para beneficio suyo o para el mío?
– Para el de ambas, espero.
La sonrisa de Joanna era de disculpa.
– Pero yo no tengo nada que ganar si soy cordial con usted, doctora Blakeney. Sería equivalente al reconocimiento de que mi madre tenía razón y yo no puedo hacer eso, si quiero impugnar el testamento ante los tribunales.
– Esperaba convencerla de que hay otras opciones.
– Todas las cuales dependen de su caridad.
Sarah suspiró.
– ¿Tan terrible es eso?
– Por supuesto. He servido durante cuarenta años por mi herencia. Usted sirvió uno. ¿Por qué iba a tener que mendigarle a usted?
«¿Por qué, en efecto?» En todo esto no había ninguna justicia que Sarah fuera capaz de ver.
– ¿Servirá de algo que vuelva a verla?
– No. -Joanna se puso de pie y alisó las arrugas de su falda-. Eso sólo puede empeorar las cosas.
Sarah hizo una sonrisa torcida.
– ¿Pueden estar peor?
– Oh, sí -replicó ella con una sonrisilla torcida-. Usted podría empezar a gustarme. -Le hizo una señal de despedida en dirección a la puerta-. Creo que ya conoce el camino.
El sargento detective Cooper estaba contemplando el coche de Sarah con aire meditabundo, cuando ella salió por la puerta.
– ¿Ha sido eso prudente, doctora Blakeney? -preguntó al acercarse ella.
– ¿Si ha sido prudente qué?
– Tirarle de las barbas a la leona dentro de su cueva.
– ¿Tienen barba las leonas? -murmuró ella.
– Era lenguaje figurado.
– Lo supongo. -Ella lo observó con afectuosa diversión-. Prudente o no, sargento, ha sido instructivo. He conseguido aquietar mis ansiedades y, como le diría cualquier médico, ésa es la mejor panacea que existe.
Él la miró complacido.
– ¿Ha arreglado las cosas con su esposo?
Sarah negó con la cabeza.
– Jack es una sentencia de cadena perpetua, no una ansiedad. -Sus oscuros ojos brillaron con expresión traviesa-. Tal vez debería haber prestado un poco más de atención cuando mi madre estaba haciendo sus predicciones para nuestro futuro.
– ¿Casados con precipitación, arrepentidos en el ocio?
– Era algo más del tipo de «la que cena con el diablo necesita una larga cuchara». A lo que yo, por supuesto, contesté con «el diablo tiene las mejores canciones». -Hizo una mueca-. Pero intenté olvidar Hey, Jude y Twenty-four hours from Tulsa. Al igual que Jack, tienen el irritante hábito de permanecer en la memoria.
Él rió entre dientes.
– Yo soy más un hombre de Navidades blancas, pero sé lo que quiere decir. -Miró hacia la casa-. Así que, si no ha sido su esposo quien le ha proporcionado paz de espíritu, tiene que haber sido la señora Lascelles. ¿Significa eso que ha decidido aceptar los términos del testamento?
Sarah volvió a negar con la cabeza.
– No. Me ha convencido de que ella no mató a su madre.
– ¿Y cómo consiguió hacer eso? -Parecía muy escéptico.
– Intuición femenina, sargento. Es probable que usted lo llamara ingenuidad.
– Así es. -Le dio unas palmaditas en el brazo como si fuera su tío-. De verdad que tiene que aprender a no ser tan paternalista, doctora. Verá las cosas bajo una luz diferente si lo hace.
– ¿Paternalista? -repitió Sarah, sorprendida.
– Siempre podemos llamarlo de otra manera. Esnobismo intelectual o santurronería, quizá. Se encubren muy a gusto bajo el disfraz de la ingenuidad pero, por supuesto, la ingenuidad suena mucho menos amenazante. Es usted una mujer muy decidida, doctora Blakeney, y se precipita a terrenos que los ángeles temen pisar, y no por necedad sino por una arrogante confianza en que usted sabe qué es lo mejor. Yo estoy investigando un asesinato, aquí. -Le sonrió con severidad-. No finjo pensar que alguna vez hubiese podido llegar a gustarme la señora Gillespie, porque me siento bastante inclinado a aceptar la opinión establecida de que era una vieja loba de mente malévola que encontraba placer en herir a otras personas. Sin embargo, éso no le daba a nadie el derecho de acabar prematuramente con ella. Pero el punto en que quiero hacerle hincapié es que quienquiera que la haya matado era inteligente. La señora Gillespie se había ganado enemigos a diestro, a siniestro y en el centro, y ella lo sabía; era una tirana, era cruel y pisoteaba con dureza la sensibilidad de otras personas. Sin embargo, alguien consiguió acercarse tanto a ella como para engalanarla con un tocado diabólico y llevarla semiinconsciente a la bañera donde le cortó las muñecas. Quienquiera que sea esta persona, no va a hacerle el liberal regalo de confesarle su implicación. Por el contrario, de hecho, le hará el liberal regalo de hacerle creer que no estuvo implicada, y su absurda suposición de que intuitivamente puede darse cuenta, de quién es y quién no es culpable a través de una simple conversación, es arrogancia intelectual de la peor especie. Si fuera tan jodidamente fácil, y disculpe el lenguaje, distinguir a los asesinos del resto de la sociedad, los habríamos encerrado a todos y relegado las muertes ilegales a las páginas de rarezas de los libros de historia.
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